viernes, 29 de febrero de 2008

Asuntos privados en lugares públicos




Coeurs se presentó en el Festival de Venecia del 2006, edición que pasará a la historia por haber premiado a una de las mejores películas de la década (Still life, de Jia Zhang-Ke) ante las protestas de la prensa, que no entendía se alzase con el León una peli china que se había pasado de madrugada.
El caso es que otra de las favoritas del certamen era ésta preciosidad del otrora vanguardista Resnais, que nuevamente había buscado inspiración en una obra del prolífico y popular Alan Ayckbourn.
Lo primero que hay que decir es que se nota que a Resnais le gusta el material del que parte. No hay distancia irónica, ni superioridad en el tratamiento de los personajes. Al director le gusta la obra y le caen bien los personajes que aparecen en ella, aplicando la máxima renoiriana de que cada uno tiene sus razones. Eso hace que el espectador entre en el juego más bien convencional y previsible de la evolución coral de la trama, seis personajes solitarios (o a punto de serlo) que se enredarán en contactos epidérmicos que podrían ir más allá. Ni siquiera se oculta el origen escénico del guión: rodada en plató, la peli no se toma la molestia de salir a la calle, ni falta que hace, aunque todas las secuencias terminan con alguien abandonando el decorado. Unos fundidos sencillos de una nieve omnipresente es todo lo que el director necesita para acentuar la melancolía otoñal del relato.
Tal vez el personaje de Sabine Azema sea el que mejor transmita el sentimiento de Resnais: fundamentalista religiosa con una doble vida como exhibicionista, lo que en la pieza teatral debía de ser obviamente un motivo de irrisión, o al menos de comedia, se convierte en Coeurs en una verdadera heroína, alguien para quien sus creencias religiosas y su pulsión secreta tienen el mismo nivel de compromiso personal.
Hermoso canto a las ocasiones perdidas, Asuntos privados... se une al conjunto de obras soberbias que en los últimos años han realizado directores muy por encima de la edad de jubilación, haciando bueno el aforismo de Mizoguchi acerca de la imposibilidad de ralizar obras maestras antes de los cincuenta.

miércoles, 27 de febrero de 2008

Velázquez en el Prado



Grabando en la Catedral de Orihuela, la guía, señalando un hueco en la pared de la sala que tienen como museo, nos cntó que era ocupada por un Velázquez prestado al Prado para la exposición Las fábulas de Velázquez, pero que el 28 de febero estaría de vuelta. También nos narró fascinada el complejo sistema de traslado del cuadro, envuelto en papel especial, metido en una caja fabricada ex profeso para el traslado, a su vez "incrustada" en otra caja también hecha a medida.


El caso es que este comentario lánzó mi deseo de ver la expo y así echarle un vistazo a las nuevas dependencias del museo. Como me volví el sábado de la población alicantina, el domingo me fui pronto, y no tuve que hacer demasiada cola. Resultó que era el último día, lo que aumentó mi alegría por haber ido.


La verdad es que me pareció una exposición estupenda, inteligente, bien montada, de unas proporciones adecuadas, didáctica y con las explicaciones necesarias para apreciar lo que te querían mostrar. Se recorría la obra mitológica y religiosa de Velázquez, y se rodeaba de obras de coetáneos de temática parecida, y de maestros y obras que influyeron en su pintura.
La conclusión a la que uno llega es que Velázquez sólo podía haber vivido en el XVII, y que era mejor que sus contemporáneos, no ya Poussin o Rubens (la comparación entre los cuadros que ambos pintores dedican A Mercurio y Argos es muy ilustrativa), que parecen de segunda fila a su lado, sino que la comparación entre Venus y la música, de Tiziano, y la Venus del espejo hace que Velázquez quede por encima

domingo, 10 de febrero de 2008

No country for old men


No country for old men fue una de las películas más apreciadas por la crítica internacional en el Festival de Cannes (lo que quiere decir que en las votaciones que aparecen en la última página de la revista Screen, que publica un número diario durante el festival y en el que ponen estrellitas críticos de varios países, aparecía como una de las mejor valoradas - no hay ninguno español, dicen los rumores que debido al impactante descubrimiento que hizo la revista del nivel de inglés que se gastan los críticos de cine españoles de los periódicos de mayor tirada-), lo que tampoco tiene mucho mérito: contra lo que la gente suele creer, en general a los críticos lo que les gusta son comedias y thriller bien rodados, y nada agradecen más que un guión solvente, y más en un festival donde hay que verse docenas de películas y donde el principal criterio de selección parece haber sido este año la longitud y calidad de planos secuencia, elemento retórico estrella de este certamen. El caso es que, aunque No country... está lejos de ser una mala película, uno no puede abandonar la impresión de que los Coen no van a volver a rodar una óbra maestra, y que quedarán como apreciable relleno en cualquier sección oficial.
Bardem hace de una especie de Terminator infalible (que según Gasset recuerda mucho al López Vázquez de Mi querida señorita). Según nos contó en la entrevista, eligió la peluca porque los Coen se troncharon de risa cuando le vieron con ella puesta.
A la vuelta me hice con la novela de Cormac McCarthy (No es país para viejos, editada - y muy bien traducida- por Mondadori), que casi parecía el guión de la peli, aunque con una apreciable diferencia: el sustrato del libro es un fundamentalismo religioso casi invisible pero omnipresente, de tal manera que el personaje del asesino adquiere en la novela un aura apocalíptica que se pierde en el film (se ve que a los Coen ese lado religioso no les interesaba).

La hamaca paraguaya

La Hamaca paraguaya se presentó en Un certain regard el año pasado, obtuvo el FIPRESCI de esa sección, y fue saludada por los Cahiers (uno de los medios más influyentes en Cannes) como una de las tres películas más hermosas del Festival (por cierto, las otras dos eran En avant jeunesse, de Pedro Costa, y la española Honor de cavaleria, cuyo periplo francés ha tenido más repercusión que el español). Pues bien, la película se estrenó el viernes en Madrid, en una sola sala (en los Golem), y en la sesión de las ocho y media éramos seis personas. Habría que ir pensando (en vez de lamentarse por la decadencia de los tiempos) en encontrar fórmulas para que sea rentable explotar salas de 20 o 30 butacas (o sea, desarrollar la proyección digital y eliminar el coste del tiraje de copias).
Paz Encina, la directora de la película, no dejó de recordar en la presentación en Cannes que esta película era la primera rodada en Paraguay en 35 mm en mucho tiempo (aunque, según se ve en los títulos de crédito, el dinero viene sobre todo de distintos organismos europeos, preferentemente franceses, con una participación de la española Wanda), y algo en el campo de cierto primitivismo fundacional se juega en la película, algo del lado de lo edénico (es obvio que nunca habían sido retratados esos cuerpos, incluso, el hecho de que sean filmados en lejanos planos generales o de espaldas parece señalar cierto pudor, o temor a profanar algo delicado). Dicho esto, hay que señalar también que La hamaca paraguaya no es, para nada, una película inocente; de hecho, uno de sus logros es aunar ese lado inaugural con la certeza del peso de la historia del cine. La película se articula en largas secuencias, filamadas habitualmente en un solo plano, en los que se mueven una pareja de ancianos mientras se les oye dialogar obsesivamente acerca de un hijo que ha partido a una guerra, y del que no tienen noticias. Aunque su visión puede resultar ardua en un primer momento, a pesar de la deslumbrante belleza del entorno, a la vez paradisíaco y vagamente amenazador (esos cielos grises, esa permanente amenaza de tormenta), según avanza se va imponiendo un tono fantasmático realmente hipnótico a la vez que descubrimos que los diálogos (probablemente) no ocurren en el presente, sino que fueron pronunciados en un pasado remoto, y que desde entonces el matrimonio (uno cae de repente en la cuenta de que es demasiado mayor para tener un hijo recluta) repite los mismos gestos para conjurar el temor a enfrentarse al hecho evidente de que su hijo no volverá de la guerra.

La soledad

Para Yolanda

Por una de esas felices causalidades que permiten tender puentes imprevistos e inesperados entre textos diferentes, La soledad se ha estrenado poco después de que El Acantilado publicase El diccionario de los lugares comunes de Léon Bloy; y aunque poco tenga que ver el vehemente y apocalíptico panfletario católico francés con Jaime Rosales, ayuda a penetrar en esa sinfonía de banalidades que se lanzan los personajes de la película para encubrir la ausencia de verdadero contacto emocional con el otro. Las frases hechas forman un idioma reconocido que se utiliza como coraza defensiva para evitar una aproximación demasiado embarazosa. En una película en la que el deseo apenas circula, una pequeña aproximación cargada eróticamente provoca un rechazo agresivo.
El núcleo narrativo "duro" de la película es netamente femenino. La estructura de la familia principal, una madre con tres hijas, remite al cuento de hadas, los personajes masculinos son marcadamente inanes, obviamente incapaces de concitar el deseo (para no hablar del goce) femenino. La soledad pertenece a esas películas que exploran el estallido del universo en ausencia de una palabra verdadera, estallido que toma la forma extrema de un anónimo atentado terrorista, pero que tiene sus bifurcaciones en ese estallido interior del cuerpo femenino en forma de cáncer o infarto. En este universo, obviamente, no hay espacio para el hijo. Significativamente (volvemos a los restos del mito), la cámara filma a Adela con su hijo (cuyo padre no sólo es incapaz de concitar el interés de Adela, sino que ni siquiera puede ayudarla económicamente) en el larguísimo y progresivamente inquietante plano que antecede a la explosión en la misma posición en que la Virgen sostiene en la iconografía religiosa tradicional a Jesús. Pero nada del orden de la redención, o simplemente del conocimineto, surge de ese punto extremo de dolor. El desgarro en el tejido de la realidad sólo provoca embarazo e incomodidad a los que no lo han sufrido, y desesperación a quienes les ha tocado de lleno. Sólo cabe esperar que una nueva acumulación de palabras huecas tapone la herida.
Contaba Jaime Rosales que uno de los puntos de partida de su interés por la película era el uso de lo que denominaba la polivisión. Durante buena parte del metraje la pantalla se haya dividida, recurso bien conocido en la historia del cine, habitualmente utilizado para aportar información simultánea en dos sitios diferentes. Aquí, el uso es justo el contrario. Habitualmente, uno de los dos espacios está vacío (si no los dos). Mientras en uno de ellos se desarrolla un diálogo, o una mínima acción, el otro permanece completamente indiferente. El resultado es variado, pero en algunos momentos contundente. Esos habitáculos vacíos van cargando la secuencia de un aura opresiva. Una película que se juega tanto en la búsqueda de un efecto realidad necesita unos actores a la altura del proyecto. En ese sentido, la elección de un tono contenido, vagamente bressoniano, es un acierto absoluto, mucho más eficaz que esa trivial y chillona naturalidad a la que nos han acostumbrado las series de televisión, que arriesgan todo a la carta de la complicidad del espectador.
Aunque es improbable que La soledad rompa la taquilla en nuestro país (o en cualquier otro) sería alentador que encontrase un número de espectadores suficiente como para que Jaime Rosales continúe desarrollando su obra en las condiciones en las que ha podido crear ésta.

lunes, 4 de febrero de 2008

Tú y yo, spoiler total

La estructura melodramática de Tú y yo descansa sobre lo que podríamos llamar el reconocimiento retardado o pospuesto: tras encontrarse finalmnente, Cary Grant tiene que descubrir las razones que llevaron a Deborah Kerr a no acudir a su cita en el Empire State. Ella está paralítica, pero él no lo sabe (sobre todo porque ella no ha querido decírselo); significativamente, él no para de moverse alrededor de ella, y está a punto de marcharse cuando recuerda un cuadro especialmente importante para él (su marchante lo califica como el cuadro con el que empezó a ser pintor), hasta el punto de que, incapaz de venderlo, pero también de guardarlo, por la enorme carga emocional que tiene para él, se lo regaló a una mujer anónima que mostró un interés inusitado por él. El cuadro representa a Deborah Kerr ante la imagen de la Virgen, y repite una escena nuclear del film: en una parada del trasatlántico, la pareja acude a visitar a la abuela de Cary Grant, abuela que opera como destinador simbólico en la película: habiéndose acercado Deborah Kerr a la capilla que hay en la casa, la abuela le pide a Cary Grant que vaya también él. Incómodo pero impactado por la visión de la devoción de ella, él también se arrodilla ante la imagen. Ese descubrimiento de la dimensión sagrada de lo femenino desbloqueará el típico punto muerto donjuanesco (las mujeres son adoradas hasta que se acercan demasiado, momento en que uno huye de ellas) y hará posible la promesa posterior que abre la segunda parte del film. En el momento en que Cary Grant va a abandonar la casa “se le abren los ojos” y comprende que el cuadro “ya” llegó a su destinatario merced a su acto de donación, acto involuntariamente acertado. En ese momento atraviesa el salón para acceder al dormitorio de ella, porque obviamente el cuadro está en el rincón más privado de su casa. En una notable composición visual, vemos a la vez su rostro iluminado por el descubrimiento y el cuadro reflejado en el espejo; momento en que ya sólo nos queda asistir al reencuentro definitivo.

domingo, 3 de febrero de 2008

Tú y yo



Leo McCarey era un director que, según se cuenta, tenía un enorme prestigio entre sus colegas, aunque hasta hace poco la única de sus películas que se recordaba era Sopa de ganso, con diferencia la mejor de las protagonizadas por los Hermanos Marx. Pero de un tiempo a esta parte Tú y yo (An affair to remember es el título original) se ha convertido en película de culto total, moda que proviene de Francia, como suele pasar en estos casos. Viéndola, resulta obvio que, por ejemplo, Wong Kar Wei y Almodóvar la adoran. La primera parte funciona como una estupenda comedia romántica, en la que Cary Grant y Deborah Kerr coinciden en un trasatlántico rumbo a los brazos de sus respectivas parejas, las dos forradas de pasta, siendo esa la principal razón de la relación que con ellos mantienen los protas, que es obvio que acaban enamorándose, proceso muy bien escrito y rodado (soberbio el primer beso fuera de campo, y magníficos algunos de los gags a que da lugar el que la pareja no quiera dar que hablar al resto del pasaje, cuya principal diversión es seguir la evolución de la relación entre ellos). Justo antes de desembarcar, los dos se dan cuenta de que esta es, probablemente, la última oportunidad de llevar una vida sentimental digna que les queda, y en otra escena memorable (que, como la mayoría, está rodada en largas tomas en las que un uso sobrio y refinado del scope permite que ambos personajes estén en el plano, dejando la articulación del plano/contraplano para escasas y elegidas ocasiones) se dan un plazo de seis meses para ver si su amor perdura y son capaces de sobrevivir sin la ortopedia económica a la que están acostumbrados. El signo visual que articula esa promesa es el Empire State, que aparece en varias ocasiones a lo largo del film, y que es un ejemplo perfecto de la movilidad simbólica que un elemento de este tipo podía adquirir en el cine clásico (para que la cosa no quede tan vaga y teórica lo explicaré con ejemplos: en los títulos iniciales, su figura algo difuminada en segundo término funciona como icono identificativo de Nueva York; cuando están buscando un sitio para la cita y aparece en campo se convierte en la cifra de una promesa; en el momento en que Deborah Kerr rompe con su amante, la torre reflejada en un cristal tiene el entramado imaginario de los anhelos; y en la penúltima secuencia, en la que aparece en un acusado contrapicado como contraplano de un desdichado Cary Grant -que acaba de ver a su amada en el teatro acompañada por otro-, es tanto un recuerdo de un paraíso inalcanzable como una llamada a asumir el reto pendiente de encontrar a aquella que fue convocada y no acudió). La segunda parte es un melodrama sorprendente, en el que la sobriedad formal convive con el desmadre narrativo, algo así como si Bresson hubiera rodado Rompiendo las olas: corriendo para acudir a la cita, a la que llega tarde, Deborah Kerr es atropellada en la misma base de la torre, mientras Cary Grant aguarda en lo alto. Mientras ella se debate entre la vida y la muerte delirando su nombre, él se cree vilmente estafado. Con un elegante uso del punto de vista, asistimos a la parte final desde el personaje femenino, ya que sabemos lo que le ha ocurrido, pero a la vez somos partícipes de la desdicha de él, pues la peli nos permite ponernos en su lugar. A pesar de su aparente sencillez, la secuencia final está abrumadoramente bien escrita (para apreciar lo cual hay que ver la película más de una vez), pero no la voy a contar por si Mercedes tiene ganas de hartarse a llorar algún día.


Tú y yo fue rodada a finales de los 50, cuando las nuevas escrituras cinematográficas estaban a la vuelta de la esquina. Al igual que otra obra maestra de ese período cuyo aprecio crítico es reciente y que visualmente tiene puntos en común, Un ganster para un milagro (la última película que rodó Frank Capra), esta de McCarey tiene algo de obra de resistencia y de manifiesto teórico, de defensa de un modo de hacer cine que estaba desapareciendo.


Y para terminar, recordar que el propio McCarey rodó una primera versión de esta misma historia en el 39, versión que yo no he visto.