martes, 31 de agosto de 2010

Underworld


Un leve desconcierto asalta al espectador de mi generación al rato de empezar a ver esta bastante entretenida película: como se sabe, en ella los vampiros y los hombres-lobo andan a la greña, una enemistad ya consolidada en el género pero que me da la impresión que es bastante reciente, pero como no soy especialista en el género, dejo esta cuestión a Mercedes.

El caso es que la película opta por articular el punto de vista de los vampiros, que son presentados como un cruce de decadente aristocracia francesa y plantadores sureños, y vienen a ser una especie de corte con intrigas palaciegas a la espera del complicado y ritualizado cambio de monarca. Los hombres-lobo, sin embargo, pertenecen a la cultura de resistenccia del proletariado: en realidad parecen un sindicato de mineros, porque, en vez de andar por mansiones barrocas, habitan oscuros y húmedos pasadizos. Así que uno no acaba de entender como el film presenta a los pijos monárquicos como los buenos, mientras que los malos se dedican a hacer reivindicaciones revolucionarias.


Hay que decir que esta contradicción se va resolviendo progresivamente: si en un principio parece que el film tira hacia el argumento shakesperiano en el que dos herederos pugnan por hacerse con la legitimidad que da encarnar adecuadamente la Palabra del Padre fundador, posteriormente la trama se complejiza (o más bien se "manieriza") con el desvelamiento de ese (en teoría) Padre simbólico como Amo obsceno y (por descontado) incestuoso.

La película tiene ese look de esteticismo publicitario que parece obligado en el género: siempre es de noche y la luz es fría, que el director de fotografía debe de haber acabado con todos los filtros azules del mercado, y hay secuencias que tienen el punto efectista que da el hacer anuncios (como el plano en que vemos a la prota entrar por primera vez en la mansión de los vampiros, y descubrimos a todos esos metrosexuales lánguidos disfrazados de libertinos dieciochescos), pero tiene cierta economía narrativa propia de la serie B, y no se dedica a esas demenciales proliferaciones narrativas tipo Matrix (o algún Blade).


Pero el punto fuerte del film es la actriz protagonista, Kate Beckinsale, a la que el látex pegado como una segunda piel y la palidez espectral le dan un alto voltaje erótico. Desgraciadamente, como es norma en la generación de fascinantes doncellas fálicas que han asaltado la pantalla en los últimos tiempos (Milla Jovovitch o Angelina Jolie), nadie la despojará del traje, y es que ¿qué encuentro sexual es posible cuando es la mujer la que enarbola orgullosa el falo?

jueves, 26 de agosto de 2010

The sea wolf: London/Nietzsche vs Curtiz/Rossen


Debo a Sire el descubrimiento de que Curtiz había realizado en el 41 una adaptación de The sea wolf, la estupenda novela de Jack London que cuenta la fascinación que siente un literato en apuros por Wolf Larsen, el desatadamente nietszcheano capitán de barco que lo rescata de un naufragio y lo convierte en un esclavo más en la goleta que maneja con mano de hierro.

Resultan muy curiosos los cambios que el guión (de Robert Rossen) introduce en la historia. De entrada desdobla al personaje de van Weyden, el escritor que entra en el Ghost con pinta de afeminado (en el libro hay unas cuantas alusiones más o menos obscenas en este sentido) para acabar hecho un machote tras el periplo iniciático a las órdenes del "demoníaco" Larsen, en dos personajes diferentes, un escritor un poco capullo (hay una excelente escena previa al naufragio en el que echa a los leones -unos detectives- a la fugitiva que coprotagoniza el film, personaje femenino que en el libro es totalmente diferente, ya que es otra lumbrera del firmamento literario) y un marinero que huye de la justicia y se enrola en el barco para evitar que le encierren, y del que nunca sabremos por qué es perseguido. En cierta manera, estos dos personajes reflejan el punto de partida y el de llegada del protagonista del libro, el hecho de que la película se desdoble narrativamente siguiendo las peripecias de ambos le quita cierta consistencia estructural (The sea wolf debe de ser de las pocas películas de la historia del cine a las que le vendría bien más metraje).

Otro punto apasionante en el film es la necesidad de articular dentro de un esquema de narrativa clásica un material previo que pertenece a otra categoría. El personaje de Larsen, una figura paternal demoníaca, lo que aquí solemos llamar el padre de la horda atendiendo a la categorización que hizo Freud en Totem y tabú, inunda el libro, de la misma manera que lo ha hecho en el cine progresivamente (se podría estudiar la historia del cine atendiendo a la evolución de este personaje, desde Lirios rotos hasta Infiltrados, pasando por Pasión de los fuertes, Tha day of the outlaw, Touch of evil o Blue velvet, por citar pelis que he visto recientemente), de la mano de esa idolatría que el libresco personaje siente por esa pulsión desatada unida a una voluntad desaforada (esa voluntad de poder de raigambre nietzscheana que acompañó a London toda su vida como un fantasma a combatir, pero que siempre le sedujo).

En el film Lobo Larsen es más bien el lado obsceno de la ley, una especie de castigo con el que se encuentra van Weyden por haber justificado la entrega de la frágil fugitiva a la justicia apelando a su adhesión inhumana a la ley. En consecuencia, la posibilidad para que a los protagonistas se les abra un futuro pasa, como es ley en el relato clásico, por el sacrificio del lado pulsional del ego.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Hay libertades y libertades (de prensa)


Aprovechando que he comido en casa de mis padres le he echado un ojo al ABC, el periódico que mi padre compra de toda la vida. Me he tropezado con un artículo de opinión de un tal Ramón Pérez-Maura en el que aprovecha la guerra de Cristina Fernández de Kirchner contra el grupo Clarín (y la censura en Venezuela de cualquier imagen violenta en los medios, mientras la criminalidad se dispara en las calles) para decir que, en realidad, la culpa la tiene Zapatero, el mantra con que los medios conservadores bombardean a sus fieles desde hace años.

Pero lo curioso del artículo es que se ha dejado en el tintero el otro caso de conspiración contra la libertad de prensa que colea por los medios estos días, el de wikileaks. A Julian Assange le han caído en Suecia dos acusaciones bastante raras por violación y acoso sexual, acusaciones que, además, lleva el mismo abogado. La acusación por violación fue desestimada tras anunciarse a bombo y platillo, y se mantiene la de acoso, un término tan equívoco que lo mismo sirve para definir un intento de ligue o una tortura psicológica.

Por lo que leo, Zapatero debe ir a defender a los dueños de Clarín de las muy graves acusaciones de la presidenta argentina (que, por lo visto, tienen cierto viso de realidad), pero cabe imaginar su reacción si a nuestro presidente le diera por salir en defensa de wikileaks y ofrecer asilo a la página web y a su fundador.

Por lo que contaba ayer El País , tampoco los periódicos de EEUU se muestran especialmente entusiasmados con las libertades (de prensa) que se toman otros sin consultarles; entre las lindezas destaca esa del New York Post acerca de que wikileaks "ayuda a los talibanes a matar en Afganistán"; hay que ver qué poca memoria tienen los periodistas, no hace tanto eran los norteamericanos los que ayudaban con enorme entusiasmo a los talibanes a matar rusos y afganos progres.

The secret of Kells


Ayer fui a ver esta película a los Renoir de Plaza de España, espoleada por las buenas críticas que ha recibido. No voy a desvelar la trama (quien quiera saberla hay miles de sitios en internet donde la destripan a placer, incluyendo la propia web oficial) sino que iré directamente a mis impresiones, que son: película vacua, aburrida, estéticamente muy cuidada y atrayente pero cuyo contenido es más soso "que una mata de habas", como dicen en mi tierra.

Sólo dura una hora, pero se me hizo eterna. Achaco el disgusto a la errónea impresión que me había llevado de la lectura de las críticas y comentarios: me esperaba algo así como una epopeya a todo correr, una aventura vertiginosa y sin tregua, cuando el discurrir de la acción es más bien plácido -a pesar del ataque vikingo- como corresponde a la vida del monje estudioso que es el protagonista.

A mi novio le encantó, con lo que podemos sacar la conclusión de siempre. Que para gustos hay colores, sólo que no todo el mundo despacha sus gustos en un blog y de forma más o menos dogmática.

martes, 24 de agosto de 2010

País de sombras




Lo que de acuerdo con Freud denomino asesinato fundacional -es decir, la inmolación de una víctima expiatoria, a la vez culpable del desorden y restauradora del orden- se volvió a poner en acto constantemente en los ritos, en el origen de nuestras instituciones. Millones de víctimas inocentes fueron así inmoladas desde los albores de la humanidad para permitir a sus congéneres una vida en común; o más bien para evitar que se autodestruyeran.

René Girard, Clausewitz en los extremos


País de sombras, (Seix Barral, 2010, traducción de Javier Calvo) según cuenta Peter Matthiessen en el prólogo, es la reelaboración de una trilogía que en España, que yo sepa, no ha sido publicada. Cuenta la historia de E.J.Watson, un "pionero" de finales del siglo XIX y principios del XX en la Florida salvaje de aquella época, que fue abatido por sus vecinos en una asesinato colectivo. El primer libro narra el mecanismo por el que Watson fue poco a poco considerado un ser diabólico que encarnaba el mal y la violencia que se expandía por aquel territorio sin ley. Así, ese primer movimiento está ocupado por un caleidoscopio de voces que van esculpiendo la imagen que progresivamente se forma la colectividad de ese personaje, al que poco a poco se le va culpando de todos los males (hasta llegar a acusarlo de provocar un huracán devastador como manifestación de la cólera divina). La novela es muy cuidadosa en recalcar que toda esta mitología se alimenta de rumores: nadie parece haber sido testigo de ninguno de los crímenes que se le cuelgan. En cualquier caso, es obvio que el modelo de E.J.Watson es el padre de la horda de Freud: acapara mujeres y aplasta a sus hijos (bastante numerosos).

El asesinato fundacional del protagonista marca el fin de "los viejos tiempos" y marca la entrada de todo el territorio en la modernidad económica: explotación despiadada y científica de sus recursos, por un lado, y la conversión en un parque natural protegido, por otro. De acuerdo con Freud y Girard, es seguro que, en otros tiempos, Watson se hubiera convertido en una divinidad; desdibujada la eficacia simbólica del chivo expiatorio en nuestros tiempos (según Girard), no le queda al protagonista otra que convertirse en leyenda de la literatura popular, que es de lo que se ocupa el segundo libro, que sigue a un vástago de Watson en su peregrinaje en busca de las diferentes fuentes que le pueden indicar algo sobre su malogrado padre, a fin de escribir una biografía (motivo explícito) o, al menos, reconstruir algo de habitable en el espacio del nombre del Padre (País de sombras es una novela asumidamente fundacional, con lo que el tema del origen está muy presente). Resulta evidente que Matthiessen se refleja bastante en ese ser desclasado y potencialmente fallido que es Lucius, el hijo que no llega a nada y que se descubre muy inferior, en su función de escriba, respecto a ese ser desmesurado sobre el que intenta escribir.


Por lo que cuenta el autor, el tercer libro (que me queda por leer) da la palabra al propio Watson (en una conversación se nos hace saber al comienzo del libro que lleva un diario), lo que sirve para explicar la diferencia estructural entre una novela y un texto sagrado: los dioses son poco dados a manifestar su subjetividad.

País de sombras ganó el National Book Award, según veo en la portada de Seix Barral (la edición tiene esos fallos habituales e irritantes en las publicaciones de hoy en día, en las que el corrector de pruebas ha desaparecido, como contaba Mercedes por aquí hace poco), que imagino que es un premio importante, y que curiosamente ya había ganado hace 30 años con el que es su libro más conocido (por lo menos en España), El leopardo de las nieves, publicado en Siruela, si bien yo sólo había leído con anterioridad los hermosos diarios Zen que publicó Olañeta con el título El río del dragón de nueve cabezas.

viernes, 20 de agosto de 2010

Providence


Resulta curioso ver como el interés de los medios y de los críticos se centran, de repente, en una obra, de la que se habla durante un tiempo hasta que es desbancada por el siguiente producto. Providence quedó finalista del premio Herralde, y ha hecho mucho más ruido que la ganadora, una novela de Manuel Gutiérrez Aragón que no parece que haya tenido mucho recorrido.
(A Ferré le han medio censurado su estupendo blog, La vuelta al mundo, por colgar El origen del mundo en una entrada).

Como ya se ha escrito una enormidad sobre el libro, empezando por Goytisolo, tan celoso de proteger a sus jóvenes discípulos, voy a comentar sólo un par de posibles aproximaciones, a partir de los dos comienzos que tiene el libro.


En el primero (con el que se abre la novela), el protagonista, un director de cine que acaba de presentar (un tanto inverosímilmente) su primer largometraje en la Sección Oficial de Cannes, tiene un encuentro sexual marcadamente incestuoso con una mejor mayor que él, un claro trasunto de su madre. A partir de ese momento los encuentros sexuales de Alex franco se multiplican compulsivamente. Estos encuentros tienen un carácter bastante fantasmático, como si fueran plasmaciones de sus diferentes fantasías (lo que en algún caso, como en el de la mujer policía, se hace muy explícito). Este espacio fantasmático se va volviendo progresivamente más siniestro (un poco como en Lynch, una de las referencias citadas en el libro), hasta acabar aniquilando al sujeto.

En el segundo, Alex se encuentra con un personaje mefistofélico que le ofrece un pacto fáustico por el que podrá acceder a todos sus deseos a cambio de lo que antaño se llamaba el alma, y que en nuestros tiempos se ha rebajado de nivel. Se puede entender que la tonelada de ofertas sexuales y laborales que Alex obtiene sin esfuerzo vienen de esta fuente. En este caso lo que Alex tiene que entregar es su inconsciente, que no acaba en ningún infierno ultraterrenal (para infiernos ya está esa Providence pasada por el filtro algo parodiado de las pesadillas de Lovecraft), sino en el limbo de algún disco duro.

Providence, a pesar de ser una novela de clara raigambre cervantina (en la que los géneros literarios han sido sustituidos por la panoplia de imaginería narrativa de todo tipo que nos rodea por doquier), pertenece a esas obras que, en la modernidad, han intentado romper la dictadura de lo "literario" (un poco como las vanguardias huían de lo "artístico"); en ese sentido es un libro "imposible", imposibilidad que aparece desarrollada en alguna de las escenas de la obra, como las del enfrentamiento del director con un escritor español que Ferré pinta de manera algo esperpéntica, pero que no deja de ser de la especie a la que el propio escritor pertenece.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Cine y utopía



Una de las reflexiones más interesantes que hace el verborreico y cocainómano protagonista de Providence, Alex Franco, se refiere al carácter totalitario del cine, y una de las manifestaciones más interesantes de ese totalitarismo se refiere al monopolio que durante muchas décadas ha disfrutado a la hora de fijar el imaginario colectivo: el cine ha proporcionado los mitos del siglo XX, y sobre todo el cine americano, ejemplo de discurso dominante en el campo social.


Be kind, rewind, de Michel Gondry, una de mis películas favoritas de la década, se centra en ese espacio para la utopía que abre el cine como mecanismo para que una colectividad pueda tomar en sus manos la capacidad de relatar(se) sus mitos fundacionales, y en el fracaso de ese intento: si bien la publicidad gusta de presentar sus productos como emergiendo directamente del inconsciente del individuo, cuando una colectividad quiere intervenir en esa construcción de su identidad siempre hay poderes para recordar que, desgraciadamente, los sueños colectivos también tienen dueño y copyright. De ahí ese tono melancólico del film en su parte final, en la que el milagro de un proyecto de film auténticamente popular coincide con el derrumbe definitivo de toda posibilidad de futuro.

We own the night


Se puede ver este film de James Gray desde dos perspectivas, aunque ocupe un mismo lugar respecto al paradigma narrativo del cine clásico: así, se podría considerar como un momento más en el proceso de demolición de ese paradigma (la perspectiva descendente), o como una etapa de la recuperación de un concepto "duro" del relato, aunque anote en su interior las dificultades para articular, hoy día, un texto acerca de la filiación simbólica, que en este caso bebe del conocido tema del enfrentamiento entre hermanos en su relación con la Ley paterna. Como ocurre en la parábola del hijo pródigo, aquí será el vástago díscolo y contestatario el que finalmente sea el llamado a encarnar esa Ley.


La ambigüedad del film anida, sin embargo, en esa figura paterna (Robert Duvall), siempre amenazado por la debilidad de su posición frente a la violencia de la otra "familia" (la imagen especular "demoníaca"); así, su muerte puede tener un valor sacrificial o manifestar la imposibilidad de mantener su promesa de protección.


El trayecto del protagonista se podría resumir en los dos espacios donde lo vemos en la primera y la última secuencia del film: el club de éxito que regenta, inundado de cuerpos que se mueven compulsivamente (el espacio de la pulsión), y la ceremonia en la que recibe definitivamente el espaldarazo de la comunidad paterna, el departamento de policía (el espacio de la Ley).

martes, 17 de agosto de 2010

The ghost writer


Como suele pasar en estos thrillers políticos, al final uno no acaba de entender para qué tanta complicación para encubrir una información que a nadie importa, cuya mayor parte está en internet. Esa es una de las cosas graciosas de la peli, los datos están disponibles por todos lados, lo que hace (más o menos) peligroso al escritor protagonista es cierta habilidad para juntarlos y una notable curiosidad.
Ewan McGregor es demasiado atractivo para resultar verosímil como escribiente estajanovista, pero es un placer verlo desplazarse por esos espacios helados, la casa moderna extremadamente fría, con esa arquitectura tan geométrica, y esas playas desoladas y permanentemente azotadas por el viento.



Es curioso que el arrogante Polansky filme a un creador como un ser extremadamente vulnerable, un sirviente de poderes superiores que lo utilizan y a los que no les importa nada; uno diría más bien que es el director el que controla completamente su mundo.
El guión no abusa demasiado de los golpes de efecto, aquí ya cuenta uno con que los buenos no lo son tanto y que cuando las pistas apuntan a un culpable habrá sorpresas, y está claro que cuando un par de mujeres se disputan el control de un hombre, este lo lleva crudo. Si acaso sorprende la tristeza que desprende todo el espacio, esas casas y mansiones aisladas, esa luz tan fría, esa ausencia de sol.


jueves, 12 de agosto de 2010

Digital



El otro día estuve viendo en la tele Miami vice, que en su día me perdí. El film dio lugar a que las revistas de cine pudieran rellenar páginas y páginas acerca del sesudo asunto del cine digital y su presente, futuro, evolución e influencia. La verdad es que no lei mucho acerca de ello (en realidad, nada), pero eso no quita para que yo vaya a verter aquí mis reflexiones sesudas acerca de la susodicha cuestión, si bien a día de hoy habría que empezar por el hecho de que haya algunos directores que siguen empeñados en trabajar sólo con celuloide (y hasta con moviolas de las de antes), como Tarantino, Kaurismaki o Coppola, y que en estos momentos son la excepción.


No fue tanto la peli de Mann como Exodus, de Otto Preminger, la que me ha movido a compartir con mis lectores mis apasionantes descubrimientos en este asunto clave de la digitalización de la imagen. Según los títulos de crédito, Exodus se rodó en Panavision y en 70 mm, un mega formato en el que se rodaron algunas superproducciones de los 60 (como Lawrence de Arabia), pero yo me la vi en mi casa en dvd, y como yo me imagino que el 95% de la minoría de los mortales que se interesa por la historia del cine. O sea, que nos vemos casi todas las películas en digital, lo que supone cambios en la textura de las imágenes, pero nada especialmente grave, salvo tal vez para el director de fotografía.


En la película de Michael Mann la digitalización supone que las imágenes son omnipresentes y extremadamente fluidas: cualquier rincón del planeta es accesible gracias a la cacharrería tecnológica, la biografía e identidad de cualquier individuo cabe en un pen y es infinitamente transportable y modificable. Esta "facilidad" de la imagen va en detrimento de la narración: Miami vice apunta en su trama a la detención de un narcotraficante de tintes míticos, pero debe renunciar a tamañas ambiciones (el lado épico de Collateral) y conformarse con la captura de un lugarteniente y un final abierto, como si el cine tuviera que renunciar a su vocación totalitaria en el ámbito audiovisual y reconocer su posición simplemente prestigiosa entre un mar de pantallas potencialmente infinitas (Mann intentaría aunar vídeo y épica en Public Enemies, sin que quede claro si lo consiguió).

miércoles, 11 de agosto de 2010

Una pregunta suscitada por la lectura de Providence


¿Ha sido la publicación en castellano de La broma infinita (Mondadori, 2002) el acontecimiento más influyente en la literatura escrita en español de la presente década?

Decepción


La decepción literaria del verano ha sido Las teorías salvajes, una novela que ha concitado una inextricable selva de alabanzas. La novela no está mal, pero tras la catarata de elogios se espera más. Aparte de ser un producto con pinta de haber estado muy diseñado para situar a su fotogénica autora en el panorama literario (da la impresión de que ha habido tijeretazos para aligerar el grosor del volumen), el libro tiene ese irritante tono de las obras empeñadas en demostrar en todo momento lo listo y brillante que es su autor, con esa acumulación de citas/parodias de toda la panoplia de la intelectualidad del siglo XX (con momentos impagables, como la burla de la jerga lacaniana que se nos brinda en la presentación de un vídeo de una de las protagonistas), y ese cachondeo con el que trata los años "heroicos" de la izquierda revolucionaria argentina, aquí descritos como un videojuego.


Cuando un grupo humano no regula claramente este momento de pasaje [la adolescencia] o transición, cuando fracasa en la tarea de preparar emocional e intelectualmente a sus miembros para asumir funciones adultas, se puede observar que surgen formas equivalentes a los ritos de iniciación, generadas por la estructura grupal adolescente.

Silvia Tubert, Ritos de iniciación y crisis adolescente



Pola Oloixarac comienza algunos de los capítulos de su novela con la descripción de varios ritos de paso en culturas primitivas, caracterizados por la violencia y la eficacia simbólica. La violencia sigue presente en los juegos de los protagonistas adolescentes de Las teorías salvajes, dos parejas que vienen a ser la misma desdoblada en una versión fea y lúcida y otra fascinante y lánguida, pero su horizonte no es la integración en el mundo adulto sino una apoteosis de diversas variantes virtuales del apocalipsis y variaciones inacables de encuentros sexuales a ratos triviales y a ratos sórdidos, pero sin ninguna densidad emocional, aunque su pasatiempo favorito es mostrarse a todas horas agotadoramente brillantes.


(Hay otra historia en el libro, una estudiante que narra con estilo conspiratorio una anécdota que se va desvelando completamente trivial y absurda, a ratos muy divertida, su intento de seducción de un profesor de universidad mientras nos hace creer que es una femme fatale consumada e infalible, algo que los hechos que narra contradicen continuamente).

martes, 10 de agosto de 2010

The happening



Leo en la página dedicada a la taquilla de Pau Brunet que Shyamalan es un director que levanta bastante odio en el público entre los 20 y los 30 años, tal vez el sector más refractario a cierto aire naif del director. The happening llegó a España como, esta vez sí, el castañazo definitivo de Shyamalan, ya que las anteriores películas solían venir acompañadas de malas críticas, pero luego uno las veía y estaban muy bien.

The happening le da un aire a Señales, y parece una respuesta a La guerra de los mundos, de Spielberg. Aquí el apocalipsis proviene de una amenaza difusa, aunque terrestre. Se supone que las plantas emiten una sustancia química que hace que los hombres se suiciden, o que simplemente se bloqueen los procedimientos que garantizan los mecanismos inconscientes de conservación en los humanos, que en cuanto se ven libres de esa constricción se quitan la vida compulsivamente, tal vez hartos de vivir en este mundo.

La amenaza hace que los grupos sociales se vayan disgregando progresivamente, y que los discursos para hacer frente al incidente se vayan tiñendo de locura. Si en Spielberg todo se jugaba en el campo de las tensiones paternas, con un personaje que no estaba a la altura de las demandas de la posición del padre simbólico (y qué mejor que un insustancial Cruise para encarnar ese papel), aquí la grieta que se visualiza como el fin del mundo es el colapso emocional de una pareja, formada por un Mark Wahlberg permanentemente tenso y una Zooey Deschanel de aspecto angelical pero al borde del autismo. Como un efecto mariposa, la imperceptible falla simbólica que supone una intrascendente mentira (ella se ha ido a merendar con un compañero de oficina mientras a su marido le ha comentado que saldría tarde de trabajar) provoca una tormenta que puede arrasar el mundo. Como en todo cuento/film del director, aquí los protagonistas tendrán un objeto mágico donado, una niña que les es encomendada y que sirve de catalizador para que ocurra el milagro/acontecimiento: el encuentro de la pareja y el fin del apocalipsis.

jueves, 5 de agosto de 2010

Lecturas veraniegas IV

Acantilado ha publicado las dos novelas más conocidas de Bernard Traven, El tesoro de Sierra Madre y La nave de los muertos, que es la que he estado leyendo este verano. Traven escribió en alemán y no está claro donde nació, vivió las últimas décadas de su vida en México y siempre fue muy celoso de su identidad: Houston siempre sospechó (al parecer, acertadamente) que el supuesto agente que Traven le envió a supervisar el rodaje de El tesoro de Sierra Madre era el propio escritor.

La nave de los muertos me ha parecido una novela extraordinaria. Dividida en dos partes, en la primera el protagonista, un marinero norteamericano, se queda sin documentación en la Europa de los años 20 y pasa a convertirse en un sans papier avant la lettre al que todos los policías del continente meten en chirona antes de expedirlo ilegalmente a algún país vecino. El neovagabundo emprende una peregrinación hacia el Sur, esquivando en lo posible a los agentes de la Ley, hasta que da con un paraíso en el que siempre brilla el sol, nadie pide papeles ni pregunta nada, y donde basta entrar en una panadería y explicar que uno tiene hambre y no tiene dinero para que sea solícitamente alimentado sin mayores averiguaciones. Para pasmo del lector castellano, el país se llama España (y Portugal), y sus habitantes se llevan una lista de elogios desconcertantes. La narración, de carácter oral, está llena de furibundas pláticas anarquistas y es muy divertida.

Por su mala cabeza, el indocumentado acaba formando parte de la tripulación de "El barco de los muertos", uno de los muchos barcos dedicados al contrabando de todo tipo de mercancías que operan al margen de la ley, y donde sólo trabajan marineros que no pueden agenciarse un puesto de manera legal. Por supuesto, las condiciones laborales no tienen nada que ver con ningún convenio y la seguridad es completamente inexistente. Traven se cuida mucho de que el relato no se convierta en una acartonada alegoría de la explotación de la clase obrera por el eficaz procedimiento de ser muy realista y verosímil en la descripción del infernal mundo subterráneo de calderas y fogones por donde se mueve su héroe.

Una novela muy "norteamericana" (entre London y Kerouac) en su apología del individualismo frente al carácter monstruoso de las todopoderosas estructuras estatales.


miércoles, 4 de agosto de 2010

Lecturas veraniegas III




Un hombre que duerme es un trayecto místico sin iluminación final, o sea, un relato místico contemporáneo. El protagonista vive una epopeya de despojamiento, en que va vaciando de contenido toda su vida, a la espera de un acontecimeinto epifánico que nunca llega. Tras unos meses en que va recortando su vida cual eremita medieval, tiene que reconocer que no ha llegado a nada y vuelve a su rutina social.


Villa Amalia es algo parecido pero en versión femenina. La protagonista se tropieza con su chico en brazos de otra mujer, y a partir de ahí se embarca en un proceso de despojamiento que no acaba de llevarla a ningún sitio, al menos en el film de Jacquot, que igual en la novela del exquisito Quignard las cosas son diferentes. Aunque desde una óptica menos patriarcal y falocrática que la mía se puede entender también como el proceso de liberación de la pesadilla de la heterosexualidad para alcanzar el éxtasis del narcisismo matriarcal, con esa casa marcadamente materna en la que la prota acaba siendo acariciada por los rayos del sol, entregada a un placer tautológico sin los problemas que los hombres, siempre empeñados en fallar a la hora de la verdad, plantean.

Dos horas y media


Cuando los americanos se gastan más de cien millones de dólares en hacer una película, ésta tiene que durar, al menos, dos horas y media (salvo que sea de animación). Ayer me vi El caballero oscuro, una película en que salen Batman y Joker, y luego, de comparsas, los alcaldes, comisarios, fiscales, jueces, mafiosos, concejales y policías de Gotham City, que en manos de Nolan parece una ciudad normal con muchos rascacielos, y no esas demencias visuales de Burton. Imagino que la película está basada en varios tebeos diferentes, porque el mismo esquema se repite varias veces, esquema que viene a ser una variante de elección ética imposible, del tipo si nadie mata a este individuo, voy a volar un hospital.


Así que la narración avanza por acumulación, y llega un momento en que uno teme que no termine nunca. Hay las típicas secuencias de acción, muy bien rodadas y no tan interminables como las del primer Batman nolaniano, en que el desfile de figuras paternas de todo tipo sólo era superado en aburrimiento por el inacabable clímax final. El caballero oscuro parece una relectura neomanierista de El hombre que mató a Liberty Vallance, eso sí, mucho más ampulosa, llena de subrayados y con tanto palabrerío por parte de todo el que sale que hasta Joker, el personaje que acaba comiéndose el film, termina siendo tan plasta como los libertinos de Sade, siempre empeñados en soltar tiradas de decenas de páginas antes de torurar a sus víctimas.

Si bien comparada con la Ford su película pierde en todos los campos, y Nolan sigue siendo tan pretencioso como siempre, hay que reconocerle que es un director de cine y rueda sus escenas probablemente con una sola cámara; vamos, que hay puesta en escena, y no ese pupurrí de planos pegoteados en el avid que parece la marca de fábrica de tanto producto yanqui.

lunes, 2 de agosto de 2010

Lecturas veraniegas II



La relación con la serpiente de aquellos que buscan la redención oscila entre la devoción cultural, la cruda aproximación sensorial y la sublimación. Como demuestran los cultos de los indios pueblo, esta relación fue, y sigue siendo hasta el día de hoy, una evidencia del proceso de transición entre la apropiación mágica e instintiva y el distanciamiento espiritual que convierte al reptil venenoso en el símbolo de las potencias demoníacas de la naturaleza, que el ser humano tiene que superar dentro y fuera de su alma.

Aby Warburg, El ritual de la serpiente (Sexto Piso, 2008, traducción de Joaquín Etorena Homaeche)

Este verano he estado viendo por las noches unas cuantas TV-movies, en esta estación en que las teles pasan los saldos y repiten capítulos de series y se lanzan como posesas sobre asuntos tan importantes como la prohibición de las cuatro corridas de toros que se celebran al año en Barcelona.

Las TV-movies son la serie B de antaño, películas de bajo presupuesto que reciclan sin pudor materiales (supuestamente) más elevados, y que permiten tomarle el pulso a los intereses narrativos de una época. El otro día pillé empezada una de aventuras, un grupo que viaja en una barquichuela en busca de una orquídea milagrosa que prácticamente garantizaría la inmortalidad de la humanidad. El problema es que las serpientes también se alimentan de las flores milagrosas, y los intrépidos aventureros se topan con enormes anacondas que se zampan humanos de un bocado.

La película estaba llena de tópicos curiosos (hay un héroe masculino que es la versión metrosexual del cachas hipermusculado de los 80), y remite visualmente a las pelis de aventuras de los 50 (para su desgracia, un par de días después también se pasó Mogambo, film que por extrañas conjunciones astrales se considera un Ford menor, aunque cada nuevo visionado me confirma que es una obra maestra absoluta; el abismo que se abre entre ambas obras, más que cualitativo es ontológico).

Lo gracioso es como en este modesto producto se agita un cóctel de temas míticos, la selva como paraíso virginal donde espera el árbol de la vida, las serpientes como guardianes primigenios del fruto prohibido, y hasta una cópula de serpientes descomunales, como la que según alguna cosmología hindú da como fruto el huevo cósmico que da origen a este universo. Lo (éticamente) obsceno del film es que el malo es el personaje que, contra viento y marea, se empeña en alcanzar las orquídeas que acabarían con los males de la humanidad: los buenos prefieren darse la vuelta en cuanto vislumbran el peligro de unas macroserpientes hambrientas, al resto del género humano que le parta un rayo.


El ritual de serpiente es una conferencia que Aby Warburg, el padre de la iconología, dio en el sanatorio mental donde pasó unos años tras la debacle del universo prusiano en la Primera Guerra Mundial (hospitalización de la que Adriana Hidalgo ha editado en castellano recientemente La curación infinita, recopilación de apuntes del propio Warburg y de uno de sus médicos). Se refiere a un ritual de los indios pueblo (indios que aparecen en otro libro que no tiene nada que ver con éste salvo porque también me lo he leído este verano y también está publicado por la maravillosa Sexto Piso, Lila, de Robert M. Pirsig, celebérrimo por su primera novela, Zen o el arte del mantenimiento de la motocicleta) al que asistió décadas antes, y que da lugar a un comienzo genial, digno de Kafka: el conferenciante anuncia que sus "posibilidades de brindarles una introducción realmente sólida acerca de la psique de los indios son ciertamente limitadas", ya que "no he podido refrescar y repasar adecuadamente los viejos recuerdos durante las pocas semanasa disponibles", "durante aquel viaje no me fue posible profundizar mis impresiones, porque entonces aún no dominaba la lengua de los indios", y "además, dado que este viaje estuvo limitado a unas cuantas semanas, no se dieron las circunstancias adecuadas para adquirir impresiones realmente profundas". Tras una descripción del citado ritual, que en algunos casos deja estupefacto al lector, Warburg se lanza a una exposición de las múltiples formas que adquiere el símbolo de la serpiente en distintas culturas, y no puede evitar terminar con un sentido requiem por la desaparición del pensamiento mítico: "El telégrafo y el teléfono destruyen el cosmos. El pensamiente mítico y simbólico, en su esfuerzo por espiritualizar la conexión entre el ser humano y el mundo circundante, hace del espacio una zona de contemplación de pensamiento que la electricidad hace desaparecer mediante una conexión fugaz."