lunes, 24 de febrero de 2014

El héroe minimalista o Aki en Madrid



Dentro de la reconstrucción del relato (en el sentido más fuerte de la palabra) que se vive en el cine de autor europeo (al menos en algún sector) pocas dudas caben de que el líder espiritual de la tendencia es Aki Kaurismaki, empeñado desde hace décadas en reintroducir la figura del héroe clásico (aquel que está llamado a cumplir la tarea que le ha sido destinada) en el devastado páramo de la ficción contemporánea (no menos devastada, en cualquier caso, que los paisajes que el finlandés retrata para situar a sus personajes).

Kaurismaki ha pasado por Madrid para presentar el ciclo que el Reina Sofía dedica a los primeros 15 años de su carrera cinematográfica, y aprovechó el viernes para dar una cosa que se llama Master class, y que consistía en que el comisario de la exposición y una profesora universitaria que ha escrito un libro sobre el cineasta y que no paraba de decir que su inglés era very bad le lanzaban preguntas a propósito de sus películas con el acompañamiento de imágenes de estas. Nada más abrir la boca uno de los directores más grandes (en muchos sentidos) del cine actual recordé la pesadilla que es entrevistarle, con esas respuestas que son una mezcla de desdén, timidez, retraimiento y supuestas gracias. Al poco de comenzar la trabajosa sesión me cansé y me marché.

Lo más divertido del periplo madrileño de Kaurismaki ha sido descubrir que es superfan de ... ¡La familia Alcántara y Cuéntame! (según me han informado fuentes del museo que se fumaron unos cigarrillos con él y tuvieron que compartir orujos a horas intempestivas, una de sus prioridades del finde en nuestra ciudad era visitar el barrio de San Genaro).  

sábado, 15 de febrero de 2014

El hombre y la tierra



Me veo seguidas dos películas que muestran comunidades extremadamente frágiles rodeadas por un entorno muy duro, presto a engullirlas: La balada de Narayama y Cautiva. En la de Imamura se retrata a una familia que habita una zona montañosa y aislada del Norte de Japón a finales del XIX, en un poblado donde el infanticidio, la zoofilia, el incesto, el estupro, la venta de niñas y el asesinato colectivo forman parte del paisaje antropológico cotidiano, retratado con un distanciamiento jocoso por parte del director japonés que da un aire bastante bizarro e incómodo a la película. Comparados con los lugareños de Narayama, los guerrilleros integristas que pasean durante cientos de días a sus rehenes occidentales por las selvas de Mindanao en la película de Brillante Mendoza parecen cortesanos de Versalles.



Ambos directores parecen fascinados por los ritos de copulación  y de depredación de los animales que comparten espacio con los humanos, ellos sí perfectamente adaptados a su hábitat, con especial atención a las serpientes, que continuamente capturan la mirada de la cámara, tal vez porque, de alguna manera, ambas películas remiten al relato del Paraíso (en clave contemporánea, por supuesto). Si bien (sobre todo) Imamura parece trazar un paralelismo, o una prolongación, entre los mecanismos de supervivencia y adaptación de bestias y hombres (apenas un paso más allá en la cadena evolutiva) los propios textos se encargan de desmentir este postulado: enfrentados a esa gran fractura en el orden de lo humano que es la muerte, La balada de Narayama nos ofrece una hipnótica secuencia en la que los habitantes salvajes del poblacho se transmutan en hieráticos mensajeros de los dioses que transmiten las instrucciones precisas con las que el anciano tiene que afrontar el paso previo a su deceso (una peregrinación al monte Narayama, donde reposan los ancestros y donde los más viejos se retiran más o menos voluntariamente para dejarse morir de congelación), mientras que los pulsionales islamistas que luchan constantemente con el incompetente ejército filipino hacen un descanso en su interminable huida para enterrar a sus difuntos con los rituales apropiados para permitir mantener el orden simbólico necesario para que, al menos, el grado mínimo de lo humano sobreviva sin ser engullido por esa selva siempre presta a imponer la aniquiladora ausencia de orden de lo Real.  

viernes, 14 de febrero de 2014

Los inescrutables designios de la belleza



Ninguneada en el Palmarés de Cannes y en las críticas del establishment más puritano, siempre dispuesto a torcer el gesto ante la megalomanía visual, La gran belleza se ha convertido en un inesperado éxito en nuestro país, donde lleva camino de convertirse en la peli más taquillera de todas las que se pasearon por la alfombra roja de la Riviera el año pasado, con los Coen a tiro de piedra y unos ingresos constantes que la van a hacer inalcanzable para Payne (que no ha tenido un mal estreno) y Ozon, cuyo insulso retrato de las cuitas libidinales de las adolescentes se estrena en marzo (Golem tiene en el cajón las últimas laureadas sin estrenar, Le passé y A touch of sin, ambas una decepción cuando las vi en el Festival).

Si La gran belleza ofrece una visión típicamente "europea" de la relación de nuestra contemporaneidad con toda la tradición sublime del arte occidental (esto es, la imposible religación con un pasado que nos abruma y ante el que es imposible estar a su altura, lo que provoca la parálisis creativa a la vez que genera un omnipresente cinismo como forma de supervivencia), el cine norteamericano plantea la misma cuestión desde coordenadas absolutamente opuestas en Monuments men, una película que se quiere heredera de la gran tradición del cine clásico y de uno de sus temas más importantes: la heroica del legado simbólico.

En la película de Clooney esa misma tradición que en el film de Sorrentino aplasta con su majestuosidad a sus protagonistas está a punto de ser destruido por la barbarie, por lo que la tarea de sus héroes es salvaguardarla para poder legarla a las generaciones venideras. Dada la imposibilidad de resucitar a Ford para realizar el film, uno se puede entretener las dos tediosas horas que dura este desastre imaginándose lo hermoso que podría haber sido en manos de Eastwood, sin duda el director ideal para llevar a la pantalla este relato ejemplarmente clásico que se va al garete por la incompetencia del guión y de la realización, que tienen a su alcance todos los elementos para tejer un gran texto y no saben qué hacer con ellos (nos hubiéramos conformado con Spielberg, que probablemente hubiera hecho una gran mitad de película).