lunes, 3 de abril de 2017

Teresa

Marcel Carné es de esos directores con un poco de mala suerte, eclipsados por colegas más pintureros o prestigiosos, Renoir, Bresson, Becker, los nuevaoleros en los 60...hasta un Grémillon viste más. Sus pelis se van quedando al final de la lista, pero cuando ves una resulta que está bastante bien, Les enfants du paradise, Hotel du Nord... o Thérèse Raquin, que es la que nos ocupa, la historia de un triángulo sobre el que vela una madre preocupada porque nada del orden del goce perturbe la tediosa vida pequeñoburguesa en la que se asfixian su hijo y su nuera. Todo cambia cuando aparece un camionero italiano del que ambos se enamoran. Éste se queda fascinado con la mujer, mientras que el pobre marido se tiene que conformar con ser estrangulado; aún así lo más parecido a una experiencia sexual que haya tenido en su vida. La cosa acaba mal, porque la madre sigue pendiente de someter a todos, a pesar de que ha quedado hecha un vegetal.

Ya lanzados me volví a ver Thirst, la versión que Park Chan-Wook perpetró de la novela de Zola, y que recordaba como una experiencia tediosa. Siendo un tanto estomagante, la revisión la ha mejorado un poco, entre otras cosas porque la desconcertante elección de un cura católico devenido vampiro por su mala cabeza y buen corazón como protagonista parece deberse a que es la única figura que se le ha ocurrido al guionista para encarnar a un personaje de un alto estándar ético, elección sin duda desconcertante por estos lares, donde si vemos a un cura damos por descontado que será un pederasta. Su partenaire femenina, sin embargo, se entrega con pulsión desbocada a su furia vampírica o desmelene sexual, ajena a cualquier freno moral, como queriendo dar la razón a los pensadores que a lo largo de la historia han argumentado "científicamente" la imposibilidad de la mujer para alcanzar la excelencia ética (o, al revés, ejemplificando la categoría heroica lacaniana del sujeto que no cede en su deseo).