miércoles, 31 de marzo de 2010

Rodríguez mortal


Ahora que me he quedado solo en Madrid por cuestiones laborales, nada mejor que esta película de Rudolph Mate para recordarme los peligros que acechan a los varones que abrigan fantasías paneróticas.
D.O.A. tiene un comienzo espectacular, con un travelling que sigue de espaldas a un hombre que atraviesa pasillos hasta que llega a su destino, que no es otro que ese departamento de homicidios que siempre aparece en las películas de cine negro. Allí nuestro protagonista cuenta que se ha cometido un asesinato, y que la víctima es él. La película es un flashback que nos cuenta como Edmond O'Brien se encontró en tan incómoda posición.

Y todo se debe a las ganas de correrse una juerga en San Francisco de nuestro chico, una especie de notario más o menos aburrido de su novia/secretaria (por otro lado una rubia impresionante y con pinta de peligrosa, eso sí, con aspecto de no haber tecleado dos palabras en su vida).
Como no estoy puesto en sociología estadounidense no sé si en los 50 San Francisco era ya la meca gay en que acabaría convirtiéndose, lo que sostendría la tesis de que O'Brien es castigado por eludir la demanda de la mujer, escondiéndose en los inocuos placeres de la homosexualidad.
El film, en cualquier caso, no alienta esta hipótesis, porque lo que el protagonista se encuentra al llegar a su ciudad de parranda es un aluvión de mujeres que le interpelan desafiantes. Es más bien su alejamiento de la monogamia y el compromiso lo que le lleva a la muerte, con la fortuna (sobre todo para el guionista) de que tiene tiempo de meterse en el entramado bastante desmelenado que le ha conducido a su triste destino.



La trama que descubre es tan enrevesada que hasta Hitchcock la hubiera desestimado por demencial, aunque está contada con eficacia y sobriedad pasmosas (hay un par de tiroteos solventados en un solo plano que deberían ser de visionado obligatorio en las escuelas de cine), una cosa de venta de iridio con malvadas mujeres de por medio, que es lo que suele aparecer cuando uno da la espalda al amor verdadero.



D.O.A. es infinitamente superior a un remake que protagonizó Dennis Quaid hace unos años, en los que el argumento se desarrollaba entre cursos de literatura creativa, un entorno donde, es obvio, los protagonistas se merecen todo lo que les ocurra.

lunes, 29 de marzo de 2010

Hawks & Angie


El cartel de Cannes para este año


Ser gozoso sin interrupción


Asediado por el explícito desafío sexual que le lanza una joven y atractiva jugadora profesional, un eficaz y maduro sheriff se encierra en la cárcel con una demencial panda de amigotes para beber cerveza, contarse batallitas del pasado y liarse a tiros con los pistoleros del pueblo, actividades todas ellas bastante menos peligrosas que afrontar la demanda de la mujer en el campo del goce.

La película más feliz de la historia del cine.

sábado, 27 de marzo de 2010

The stalking moon

El cine de aventuras contemporáneo puede dividirse en tres categorías: aburrido (Indianas Jones), bastante aburrido (piratas caribeños) e insoportablemente aburrido (el señor de los dichosos anillos), si bien tengo inteligentes conocidos que consideran que la última categoría engloba perfectamente casi todo lo que se hace hoy en día en el género otrora glorioso de la aventura, quedando por debajo casi todo lo que hace el infame Bruckheimer, para lo que realmente el lenguaje no ha encontrado todavía una término adecuado.

Una de las variadas razones por las que el sopor y la indiferencia asaltan al espectador en cuanto los inanes actores de nuestra época se ponen a dar cabriolas sin fin para salvar a la humanidad, al planeta, a las galaxias o a lo que sea menester es la detestable invasión de infografías y fondos digitales por doquier. A uno le intentan hacer creer que Frodo y sus mariachis se lanzan a un peligroso periplo a través de innúmeros peligros y escarpados paisajes para tirar un anillo a una fosa, pero es palmario que ni Frodo ni nadie se mueve en esa peli, que todos están más quietos que el fondo verde ante el que posan con cara de panoli, y que ni pasan frío, ni calor, ni sed, ni nada de nada.





Se ve que a finales de los 60 todavía quedaban equipos que hacían localizaciones en condiciones, o todavía quedaban archivos sensatos donde buscar escenarios con rocas peladas, desiertos áridos y polvorientos y un valle sublime rodeado por escarpadas montañas que lo ciñen cual claustrofóbica prisión, que es donde acaba Gregory Peck asediado por el primo apache de Terminator en este western extraordinario rodado por Mulligan (más Pakula en la producción), y que de tan físico y matérico que es uno sale del cine sacudiéndose el polvo y estirando el cuello de dormir en el suelo.

En el comienzo del film unos soldados rodean a una tribu india que ha salido a buscarse la vida y a la que conducen a la reserva. En medio anda una mujer blanca, secuestrada por los indios años atrás, que carga con un mestizo, y que es separada de la tribu a la vez que pide abandonar también la comunidad social "blanca", representada en ese momento por el ejército, lo que coincide con la petición del explorador interpretado por Gregory Peck por abandonar el servicio tras 15 años de pertenencia al ejército. Él también tiene una especie de ahijado mestizo al que deja algo desclasado tras sí. Este conjunto de fuerzas desestructuradas (la tribu que es obligada a abandonar su tierra, la mujer que es separada de su comunidad de adopción sin que pueda retornar a la de su origen, esa imposible categoría de inserción simbólica que es el mestizo, una clase siempre de estatus peliagudo en toda cultura) se manifiesta en el film por la emergencia de una fuerza brutal, ajena a todo freno y completamente asesina, que recibe el nombre de Salvaje, un indio de estatura mítica que es obvio que tiene mucho que ver con la mujer blanca y su hijo, que arrasa todo lo que tiene algún contacto con el peculiar trío que acaban formando los tres protagonistas.
Si en Dos cabalgan juntos "lo indio" asociado a la mujer y su goce provocaba sobre todo una fascinación más o menos escandalizada en la comunidad femenina del cuartel acerca de la vida sexual que había llevada la joven que había convivido años con el guerrero indio (y que todas suponían más intensa que la que ellas sobrellevaban), aquí es más bien una especie de horror ante lo inimaginable de ese goce lo que aturde a los hombres, que no paran de decir que lo que ha debido de sufrir esa mujer con rostro arrasado y enigmático, pero todavía hermoso, cuyo deseo resulta un misterio para Gregory Peck y para el espectador (¿por qué esa devoción absoluta por ese hijo que se presume fruto de una violación?).
The stalking moon, que en español lleva el desconcertante título de La noche de los gigantes, está prodigiosamente rodada y es de una belleza formal deslumbrante; anota en su interior con desconcertante facilidad las tensiones que zarandeaban al western en los sesenta (el hiperrealismo de Leone, el minimalismo de Hellman, el cansancio "postmítico" de los personajes de Peckinpah y el aura crepuscular y hermoso de los últimos films de Ford) y certifica que el relato clásico ha dejado de ser posible en un mundo a punto de ser arrasado por pulsiones devastadoras.

viernes, 26 de marzo de 2010

La pulga superyoica




Cuenta Zizek en alguno de sus innumerables libros que en nuestros días el superyo y el ello han tejido una alianza a expensas del yo, por lo que el dictado que el sujeto recibe machaconamente es la de entregarse compulsivamente a su goce (las más de las veces perverso, que para eso lo propio del capitalismo de nuestros días es la apología de la transgresión).


De eso va esta divertidísima parodia del mito de Fausto con la que Covadlo ganó el premio que se anuncia en la portada. Un mindundi se encuentra un día con una pulga parlanchina en su cabeza que le guiará por los procelosos caminos del éxito social, económico y sexual. Como corresponde a un diablo de nuestra descreída época, la pulga no tiene interés alguno en el alma del protagonista, sólo necesita " las secreciones de la gente. Sangre, lágrimas, sudor." Porque, obviamente, nada del orden de la verdad se encuentra en la palabra: "los humanos pretenden saber de sus congéneres por las palabras que estos emiten, por sus opiniones; por el aspecto del otro; por sus acciones. Todas esas apariencias son mera falsedad. Hombres y mujeres mienten por medio de palabras, acciones y apariencias." La verdad, está de más de decirlo, sólo anida en el caos de lo real, en lo matérico, el cuerpo: "sólo los humores son verdaderos. Las secreciones siempre dicen la verdad, en ellas no hay trampa. Es imposible simular una secreción."


Es fácil ver en los discursos de la pulga una parodia de los interludios "filosóficos" de los libertinos de Sade, que entre crimen y crimen se dedican a teorizar acerca de la violencia. Al igual que ellos, nuestra pulga no sabe nada de la diferencia sexual (ni de ninguna otra), lo suyo es una incitación constante al goce progresivamente siniestro.


Estoy entrando en el último tercio de la nouvelle, parece que al final aparece una Margarita más o menos redentora, aunque sea también una redención adecuada a los tiempos que nos ha tocado vivir.

jueves, 25 de marzo de 2010

Salvad el Nombre del Padre


En mi larga lista de películas que no he visto estaba Salvar al soldado Ryan, hasta que una de mis asesoras me la pasó ayer, para entusiasmo de mis hijos, que siempre me preguntan que si la principal razón que tengo a la hora de elegir una peli es que no la conozca nadie. Mi hija se cansó a los 20 minutos y la dejó en pleno fregado de desembarco, la famosísima secuencia del inicio, planteada como una experiencia sensorial total, aunque a ratos lindando con la pornografía. Por la mañana me había visto El jardín del diablo, que cuenta una historia parecida (unos hombres desembarcan en una playa, y les cae la misión de rescatar a un hombre en un territorio hostil, mientras son asediados por el enemigo, que aquí son apaches).


Si El jardín del diablo es una película más compleja textualmente que Salvar al soldado Ryan no se debe tanto a que Hathaway sea mejor director que Spielberg (aunque probablemente lo sea), sino al estado del cine norteamericano en el momento de la realización de las películas citadas. Así, el relato clásico es prácticamente una máquina de crear sentido, mientras que el film de Spielberg tiene que partir del caos absoluto, ese magma infernal en el que no hay dirección alguna. Ese punto de partida en el que ningún relato se articula dura bastante, hasta el momento en que una tarea se impone, la búsqueda de Ryan. En Hathaway, la excelente escena de apertura pone sobre la mesa todos los temas que se desarrollarán en el film: el impasse en que se encuentran los protgonistas, la demanda que viene del campo femenino, el oro y lo sagrado (citado de manera sutil en ese sacerdote que Gary Cooper y Richard Widmark se cruzan antes de entrar en la taberna donde les espera su tarea).


Aunque la misión sea similar en ambos filmes, el destinador es diferente: una mujer en el de Hathaway, el alto mando en el de Spielberg. Así que la interrogación que se plantean los protagonistas es diferente, la incógnita se centra en el primer caso en el deseo de la mujer, un campo en el que más que un misterio, lo que aparece es una pantalla fantasmática en el que cada protagonista proyecta sus fantasías (salvo, significativamente, Gary Cooper, que escapa a ese espejismo y se niega a entrar en el juego de la seducción precisamente tomándose al pie de la letra la formulación de la mujer), mientras que el grupo de soldados que busca a Ryan a través de la campiña francesa arrasada se pregunta constantemente por la razón de los incomprensibles designios del Alto Mando: aquí emerge la interrogación acerca de la, en apariencia arbitraria, ley paterna (que sabremos viene, no ya de las máximas autoridades militares, sino directamente del superpadre de la nación americana, Abraham Lincoln).


En el lugar que marca el destino de los dos grupos aparece una iglesia destruida que nos sirve para ver las diferencias que se dan entre lo que en ambas películas significa "el enemigo", esa encarnación de lo real que los héroes deben afronrtar en su trayecto. En El jardín del diablo se traza un eje del campanario que emerge de la inundación de lava a la mina de oro que se adentra en el subsuelo, un eje que va de lo telúrico a lo sublime y que es, obviamente, el eje en el que se sitúa "lo mujer". Los apaches están de ese mismo lado, guardianes de lo sagrado y sancionadores en el relato de la idoneidad de los protagonistas paera afrontar la prueba de lo real (por lo que irán eliminando a aquellos que han fracasado, a los que se han mostrado demasiado codiciosos con el oro o con la mujer). También se puede entender El jardín del diablo como una puesta al día de los relatos míticos iniciáticos en los que el protagonista masculino va desprendiéndose de sus diversas facetas inmaduras hasta que alcanza la capacitación para afrontar la demanda femenina.
Los alemanes, en el film de Spielberg, carecen de esa dimensión sagrada. Son una fuerza pulsional arrasadora entregada al goce más destructor imaginable (una pulsión extremadamente contagiosa, una de las funciones más importantes del capitán Miller/Tom Hanks es evitar que sus soldados sucumban a ella). Es significativo que, donde a Hathaway le basta con un campanario entrevisto, Spielberg necesite una espectacular escenografía de destrucción apocalíptica, y que si el primero necesita una simple cruz para significar el caráter sacrificial de una muerte, el segundo tenga que acumular cientos de ellas para contarnos prácticamente lo mismo, que el espacio siempre frágil de lo humano se sostiene porque, como dice Gary Cooper, "siempre hay alguien que se queda" para protegerlo.

Spielberg se ve obligado a arropar su casi balbuceante relato de filiación simbólica con una puesta en escena muy aparatosa que corre siempre el peligro de comerse a la narración, de la misma manera que las últimas palabras del padre/capitán dirigidas a Ryan (que éste lleve una vida a la altura del sacrificio que ha merecido) casi se pierden en el estruendo de la batalla. Al final, si Ryan ha podido mantenerse ahí, si ha merecido la pena que alguien muera para que el nombre de Ryan sobreviva ¿qué mejor que la mujer que ha adoptado su nombre y ha traído al mundo los hijos que perpetuarán su tarea para certificarlo?






miércoles, 24 de marzo de 2010

El cónsul plasta



En uno de los últimos números de Quimera venía una entrevista con el traductor de Bajo el volcán al español, Raúl Ortiz, lo que me ha animado a leer la novela, cosa que no había hecho hasta ahora a pesar del prestigio que en mi juventud tenía esta obra, prestigio que creo se ha difuminado en los últimos años. El protagonista es un empleado del servicio diplomático inglés al que tienen medio arrumbado en una zona perdida de Dios de México, y que se bebe hasta el agua de los floreros mientras su mujer se la pega con su hermano y con su mejor amigo, sin que quede claro qué fue primero, si la bebida o el adulterio (perfectamente comprensible viendo lo pelmazo que es Geoffrey Firmin, que no puede darle a la botella tranquila y modestamente, sino que, depositario de una cultura pasmosa, no puede dar un paso sin que le vengan a la cabeza todo tipo de referencias lietrarias y mitológicas).


Parece ser que Lowry empinaba el codo tanto como su protagonista, que es muchísimo, y dedicó muchos años a escribir Bajo el volcán, cosa que se nota bastante porque a) las frases están pulidísimas, lo que se trasluce incluso en la (excelente) traducción castellana, y b) no hay párrafo que no esté abarrotado de referencias para que nos enteremos de que no leemos la vulgar historia de un borracho al que engaña su mujer, sino un relato mítico de culpa y redención de resonancias cósmicas, aunque no acaba de quedar claro por qué el cónsul piensa que todos los pecados del mundo recaen sobre su cabeza y por qué de su hipotética redención (o salvación) depende el que Occidente se salve (o más bien por qué debemos pensarlo los lectores).

La verdad es que Kafka resumió Bajo el volcán avant la lettre con su famoso aforismo de que la tragedia del hombre es que no ha abandonado el paraíso, pero no los abe (cito de memoria), y Bowles escribió con El cielo protector una especie de digest con una historia similar (una pareja que no sabe como amarse) con menos alharacas.


martes, 23 de marzo de 2010

Elogio del príncipe azul


Nuestra compañera de blog Mercedes ha inaugurado su recién adquirida condición de directora del periódico de la CNT con una editorial acerca de la igualdad que voy a utilizar de trampolín para escribir la entrada acerca del personaje del príncipe azul que llevaba tiempo con ganas de poner aquí.

Entre una serie de afirmaciones más o menos discutibles (¿qué es eso de "el dominio masculino de la medicina"?) leemos que "el estereotipo del príncipe, el más peligroso de los cuentos infantiles, es el referente irreal que enseña a los niños que la conquista es algo vinculado a la hombría y a las niñas que el ideal es someterse al hombre al que cambiarán gracias a la acción mágica de un beso".

Ya es habitual escuchar críticas a la figura del príncipe azul (y sobre todo a las mujeres que esperan uno), considerado normalmente como una gran entelequia imaginaria que vendría a colmar mágicamente todas las frustaciones de la mujer. Pero sin necesidad de irme a buscar los cuentos de los hermanos Grimm para demostrarlo, basta recordar lo que hacen los príncipes en los cuentos más conocidos para ver que esta concepción está absolutamente equivocada: en Blancanieves, Cenicienta y La Bella durmiente la heroína vive aplastada, o literalmente al borde de la muerte, por culpa de una figura materna marcadamente siniestra e invasora (por culpa de las carencias de la figura del padre, que no ha sabido "frenar" la pulsión devoradora de la madre), y el príncipe es quien la rescata (mediante un beso o en baile) de ese estado catatónico para acabar casándose con ella.


Príncipe, por lo tanto, nombra a esa figura que permite a la mujer acceder a su goce (y por lo tanto para nada se mueve en el campo de lo imaginario, sino de lo real) y que es capaz de afrontar ese espacio potencialmente arrasador sin escapar huyendo, permaneciendo fiel al compromiso adquirido. Que se considere "irreal" esta figura (en el mismo sentido en que Lacan consideraba que la posición del "padre simbólico" era insostenible, que nadie estaba a la altura de la demanda de ese lugar), y sobre todo que se tilde de ingenuas a las mujeres que se atrevan a demandar a un hombre que se haga cargo de su goce sin que después las abandonen sólo muestra la deriva paranoica del discurso feminista en su negación histérica del goce.




Pensaba esto viendo las dos películas de Mulligan que he visto este fin de semana, en las que las trayectorias de sus respectivas heroínas (en ambos casos interpretadas por Natalie Wood) con respecto a sus parejas son opuestas. En Inside Daisy Clover Robert Redford encarna a la perfección el prototipo de figura masculina "débil" que deriva del Romanticismo, alguien con una posición demoníaca respecto al padre que acaba sosteniendo con su rebeldía precisamente la ley paterna en su versión más perversa e incestuosa. En el film, Redford seduce dos veces a Daisy Clover para dejarla tirada inmediatamente, aterrorizado ante el goce que (en eso el film es claro) ha despertado en ella, y dejándola a merced de las pulsiones agresivas e incestuosas de la pareja madura protagonista (pareja que por otra parte no ha hecho otra cosa que utilizarla para mantener a ese fetiche fascinante que es Redford dentro de su círculo libidinal).



En Love with the proper stranger el trayecto es diferente, aunque en el comienzo el encuentro sexual de la pareja protagonista es similar: Angela busca a alguien que le haga escapar del axfisiante espacio familiar, en el que reina una madre posesiva con la ayuda de un hijo que persigue incansablamente a la hermana para evitar que ésta conozca algo del orden del goce (significativamente el pretendiente que le han elegido parece un eunuco), pero la aventura que tiene con Rocky, un músico sin trabajo fijo, no es para éste más que un affaire ocasional que no deja huella en su memoria. Sin embargo, el embarazo que trae como consecuencia ese amor efímero abre una mínima posibilidad para la trayectoria heroica de Rocky, con ese grado mínimo de caballerosidad que le lleva a acompañar a Ángela durante todo el sórdido periplo que debe soportar para poder abortar. La escena del aborto, absolutamente magistral, en la que él "rescata" a Ángela, marca la inflexión del film, que se convierte en el periplo por el que Natalie Wood debe convertir una desganada propuesta de matrimonio en una apasionada declaración de amor (en una estructura similar a la de Orgullo y prejuicio, en la que una petición matrimonial recibida como un insulto pone en marcha el relato que deben acometer los protagonistas para que esa misma acción sea repetida en las circunstancias adecuadas).

lunes, 22 de marzo de 2010

Love with the proper stranger




Lleno en la Filmo para ver este film de Mulligan con Steve Mcqueen y Natalie Wood, que comienza con un plano de un inmenso auditorio vacío, que progresivamente se va poblando de una multitud, de entre la que la cámara elige a Rocky (Steve McQuuen) un músico con poco trabajo que se tropieza con una pareja circunstancial (Natalie Wood) que le cuenta que de su olvidado encuentro efímero espera un niño, y que acaba con otro plano parecido, un contrapicado de una calle en el que otra muchedumbre rodea a la pareja protagonista, momentos antes de que el director abandone a sus personajes al flujo anónimo de su existencia. Entre medias, una desconcertante película que cambia completamente de registro a la mitad, pasando de un drama social en el que los protagonistas buscan dinero para realizar un aborto clandestino en el Nueva York de los sesenta a una comedia romántica de impecable factura clásica.


Entre esos dos momentos en el que descubrimos a los protagonistas en medio de la masa anónima asistimos al doloroso trayecto que deben acometer para conseguir que el acontecimiento que en el pasado tuvo lugar bajo el signo de la desesperación o de la rutina (el encuentro sexual de antaño, cuyos rasgos vamos descubriendo, como en un palimpsesto, en la tortuosa peregrinación que llevan a cabo por la ciudad en busca de los dólares que les faltan para desembarazarse del residuo que dejó su aventura) pueda repetirse en un futuro en las mejores condiciones, gracias a la alquimia sentimental que transmuta el estriércol en oro y el azar en destino.



domingo, 21 de marzo de 2010

Inside Daisy Clover



Inside Daisy Clover comienza con el 15 cumpleaños de la protagonista. Natalie Wood aparece disfrazada de golfillo callejero fumando un cigrrillo, con aspecto de ser mayor y a la vez más ingenua de lo que corresponde a su edad. En seguida sabemos que hay una marcada ausencia de la figura paterna (el padre abandonó mujer e hija 7 años atrás) y que la madre vegeta en una excentricidad rayana en la locura (si bien tiene algo de visionaria), madre de la que Daisy Glover debe encargarse, invirtiendo el orden lógico de las relaciones intergeneracionales.


En ese mundo bastante precario (viven en una especie de carromato de feria) aparece un productor de cine (Swan) para llevarse a Daisy y con todas las papeletas para ocupar ese hueco libre de la figura paterna, cosa que hace en seguida de manera inquietante, metiendo a la madre biológica en un manicomio e inventándo un pasado en el que los padres están muertos. Hay una esposa (Melora) algo fría pero comprensiva, elegante, inteligente. También hay una estrella joven con pinta de hijo rebelde (Robert Redford) que seduce a Daisy y le insta a rebelarse contra el padre, si bien uno, al final de la película, recuerda que quien le guió hasta él fue la mujer del productor, y sabemos por la parábola del hijo pródigo que es el hijo transgresor el mejor candidato a reproducir la ley paterna.



Total, que la pobre Daisy se mete en un entramado libidinal pavorosamente incestuoso: aunque ella no puede percibirlo, es manifiesta la ausencia de deseo que circula entre Swan, el productor, y su mujer Melora, con lo que ambos vuelcan su deseo en Robert Redford, marcado desde su presentación por el estigma de la debilidad (su primera aparición la hcace tumbado y medio borracho en la alcoba matrimonial de los Swan, con lo que ya nos podemos imaginar el resto), y que nada quiere saber de la diferencia sexual ni del compromiso, y huye aterrado de las personas a las que acaba de seducir (en el caso de Daisy dos veces, tras su primer encuentro sexual y tras su noche de bodas).
Swan aprovecha la indefensión sentimental de la chica abandonada para dar sienda suelta a sus pulsiones incestuosas, y Daisy acaba agarrándose a su madre, a la que se lleva a vivir a una casa aislada al borde del mar (hay que ver lo que le gustan a Mulligan las casas aisladas, por lo que veo). La madre muere, y el brote psicótico que espera a Daisy la encuentra en un plató, durante una secuencia extraordinaria que Lynch ha debido de vérsela varias veces antes de hacer Inland Empire. Ya no cuento más, el final es algo desconcertante y ambiguo (¿rompe Daisy con todo este entramado axfisiante o asistimos al definitivo estallido psicótico?).
La película es excelente, filmada en un formato panorámico que acentúa la soledad de los personajes, aislados en pasillos inmensos, rodeados de estatuas y espejos que duplican la frigidez emocional del mundo que rodea a Daisy, y empequeñecidos en enormes platós, la mayor parte de los cuales están inundados de un negro bastante siniestro.






sábado, 20 de marzo de 2010

El impostor como héroe moderno


El gran impostor resulta ser una película bastante simpática en la que Tony Curtis va cambiándose de identidad a lo largo de la película (reinventándose a sí mismo, en la jerga contemporánea), y que parece un capítulo piloto de una serie. Antes de escribir sobre ella quería verme Atrápame si puedes, el remake que filmó Spielberg 40 años después y que en su día se me pasó, para lo que he contado con la colaboración de un alma caritativa que me ha dejado una de esas ediciones de coleccionista que además del film traen todo tipo de entrevistas que te cuentan lo geniales que son todos los que han hecho la peli junto con las escenas (felizmente) suprimidas. Así que anoche obligué a mis hijos mayores a sentarse ante la tele para verla (acotación esta que demuestra que todavía quedan residuos de autoridad patriarcal en nuestra civilización, si bien mi mujer discrepa del hecho de que considere la obligación de ver comedias de Spielberg que impongo a mis hijos como lo que se espera de la disciplina de un padre) y hoy escribo esta entrada, lamentando sólo no disponer de Zelig para hablar de esa nueva modalidad de héroe contemporáneo en el que la identidad se diluye para moldearse continuamente.
El punto de partida de los dos personajes (Tony Curtis en la película de Mulligan y di Caprio en la de Spielberg) es el mismo: en la adolescencia sufren el trauma de ver como la imagen paterna se derrumba. Esa quiebra en el Nombre del Padre abrirá una vía para que los dos personajes puedan metamorfosearse continuamente en diferentes identidades, si bien ambos eligen aquellas de marcada raigambre patriarcal (los dos, por ejemplo, se hacen pasar en algún momento por médicos y maestros). Tony Curtis/Dewara se desembaraza inmediatamente del apellido paterno arrojando todo lo que tiene que ver con el nombre por la borda, enterrando en el agua ese pasado en el agua, y a partir de ahí se hará pasar por cualquier autoridad paterna que le ofrezca fiabilidad. Lo divertido del film es que eso le lleva a situaciones descabelladas, ya que nada del orden del placer le mueve en sus elecciones. Así, será, sucesivamente, monje de clausura, responsable penitenciario de los presos más conflictivos de una cárcel o cirujano jefe de un acorazado canadiense que combate en la guerra de Corea. En todos los casos se muestra como un profesional competente y responsable, y sólo abandona el puesto cuando alguna circunstancia descubre el fraude.


La película de Spielberg es bastante más compleja, e incluye en el relato la persecución de la que el estafador es objeto. Aquí di Caprio utiliza el dinero que obtiene con sus estafas para intentar recomponer compulsivamente la imagen deteriorada del padre, que es evidentemente un (simpático) farsante, y que ha quedado en una posición muy frágil cuando su hijo descubre que su madre tiene un amante. Todo el relato simbólico sobre el mítico encuentro de los padres tras la Segunda Guerra Mundial en un pueblecito francés se desmorona, y así se muestran infructuosos los desesperados intentos del chaval de reconstruir esa imagen primordial. Poco a poco, progresivamente, ese padre que se va mostrando como puro semblante imaginario va siendo sustituido por el personaje, inicialmente ridiculizado, del infatigable agente del FBI que anda tras sus pasos. Si bien al principio las ingentes cantidades de dólares que consigue le permiten entregarse a una vida de ocio en la que no encuentra más que tedio (y que acabarán aparcadas como una montaña obscena de desechos), posteriormente mantendrá el juego con el único motivo de provocar a esa nueva figura paterna que ha aparecido en su vida, y que algo del orden de la constancia (de la Ley) emerja en su existencia.

Así llegamos a la maravillosa, asombrosa y divertidísima escena central del film: el FBI despliega decenas de hombres en el aeropuerto de Miami para interceptar la huida de di Caprio, y éste atraviesa todo el dispositivo haciéndose hipervisible y escondiéndose al mismo tiempo en un círcunferencia deslumbrante de bellezas, jóvenes fascinantes a las que ha engutasado y que forman un anillo inexpugnable ante las miradas de los agentes, que literalmente se vuelven ciegos ante la fascinación de esa aparición. Pero no de todos, claro, el joven sabe que hay alguien que no se deja engañar (para Spielberg un padre es el que no se deja engatusar por los espejismos imaginarios, y en el film, que yo recuerde, Hanks no comparte plano con ninguna mujer -de hecho, casi siempre está muy solo- salvo en el gag de la lavandería, en el que está flanqueado por dos ancianas gruñonas) y le tiende una trampa de otro orden, en la que un doble especular de él mismo es el cebo.

Esa imagen de di Caprio rodeado de beldades es lo más parecido a una fantasía erótica pansexual que el puritano Spielberg se ha permitido nunca. Es significativo que la utilice para escapar del orden patriarcal (la monogamia) y huir a Europa/Francia, el espacio de la madre, donde espera dejar atrás los sinsabores que impone la Ley y entregarse a las delicias de la anarquía erótica (aunque ya sospechamos que la demanda que le hace a Tom Hanks para que deje de perseguirle es más bien una inversión de su anhelo inconsciente, un grito para que siga ocupándose de él y no le deje a merced de su pulsión de disolución). Pero lo que se encuentra, obviamente, no es ese paraíso sin límites de placer eterno sino la versión psicótica de la Ley simbólica, su parodia siniestra, aquí ejemplificada en una especie de institución policiacopenitenciaria francesa que parece sacada de Dumas y que en su día levantó airadas protestas en el país vecino. El infatigable Hanks acude a su recate y consigue traerlo de vuelta al redil, no sin que antes di Caprio haga un último y desesperado intento de refugiarse en el paraíso, ya perdido para siempre, de la imago materna, y del que definitivamente le arranca Hanks para lanzarlo al mundo adulto (la prisión, el FBI, la Ley, en suma).

Es imposible no ver Atrápame si puedes como un autorretrato de Spielberg, el brillantísimo adolescente que se ve de repente convertido en un triunfador en un mundo de adultos del que, a la vez, se burla y del que demanda desesperadamente aprobación, la dificultad de crecer y comprobar que uno dispone de todo el dinero del mundo y, sin embargo, no se alcanza la grandeza de los ancestros (¡Conseguir hacer algo digno de Centauros del desierto!)

viernes, 19 de marzo de 2010

Baby, the rain must fall


"Ya está bien, habría que quemar todas las historias del cine y dejarse de rollos académicos"


La frase es de Luciano Berriatúa, y aunque la suelta a propósito de la doxa tópica sobre el expresionismo, que mete a todas las películas alemanas de la época en el mismo saco, mezclando las churras con las merinas (se puede escuchar en el estupendo reportaje de Alberto Bermejo sobre el expresionismo que ayer emitió Días de Cine, aunque las declaraciones de Berriatúa provienen de una larguísima entrevista que le hicieron cuando publicó uno de sus últimos libros sobre Murnau, y que me cuenta Alberto que no tiene desperdicio y que daría para decenas de reportajes), se podría aplicar a muchas obras y períodos sepultados en el olvido o en la incomprensión, probablemente por la pereza del estamento crítico o académico.



Aunque también es probable la culpa sea mía, y si no conocía esta estupenda película de Robert Mulligan sólo a mí se me puede echar en cara. El caso es que Baby, the rain must fall, además de contar con uno de los mejores títulos de crédito que recuerdo, es perfecta para ilustrar la transición que en los 50/60 se produjo en el cine norteamericano de una narrativa clásica a una postclásica, moderna o manierista, elíjase el término preferido. Esa tensión se inscribe en el film (o más bien la voy a explicar) a través de las tres edificaciones principales que aparecen: la casa prefabricada y aislada en medio del campo en donde habita el muy frágil entramado familiar que está en el centro del film (una mujer que lleva a su hija de seis a años a conocer, por primera vez, a su padre -Henry Thomas-, que acaba de salir de prisión y se encuentra en libertad condicional), tan desolada que incluso el camino que aparentemente lleva hasta ella pasa de largo, una mansión manifiestamente decrépita en una de cuyas alas vive la anciana que adoptó de niño al ex-convicto, y que aún mantiene cierta autoridad legal sobre él, y el edificio que representa a la Ley, y donde se mueven el juez y el ayudante del sheriff (aunque muchas secuencias transcurren en exteriores, apenas vemos a nadie más que a los protagonistas, el pueblo no parece tener otros habitantes).



La casa situada en mitad de ninguna parte es una fotocopia del hogar de la familia Edwards en Centauros del desierto, la que es arrasada en el comienzo del film; hasta tal punto algunos encuadres son similares que dudo que sea casualidad. La mansión que habita la madre moribunda, con una hiedra en la fachada que parece una telaraña gigante o unas cataratas que le han salido a las ventanas viene manifiestamente de Psicosis, cuyo enorme éxito tenía que estar presente todavía en la industria. Y el edificio imponente que acoge a las fuerzas simbólicas de la comunidad no puede esconder el hecho evidente de que sus representantes son incapaces de enfrentarse el poder devorador de la madre, que ha aplastado a Henry Thomas, al que entregaron en custodia pensando que llevaría una vida mejor para descubrir que ofrecieron a una víctima como objeto de goce absoluto. La tragedia del hijo es la ausencia de una figura paterna que interponga una separación con el cuerpo de la madre: incluso en la hora de la agonía, nadie puede impedir que el monstruo se despida con una maldición. Esa ausencia de la castración simbólica se manifiesta en las dificultades que el sujeto mantiene para controlarse en el momento en que su narcisismo sufre la más mínima herida, con lo que acaba a golpes constantemente, incapaz de dirigir al campo de la palabra sus conflictos con el entorno (y más cuando todas las figuras importantes que le rodean se empeñan en que renuncie a la música, el único campo en el que puede dar salida a las tensiones de su subjetividad). Finalmente la agresividad tanto tiempo retenida contra esa figura materna tan siniestra estalla en una espiral de destrucción contra esa casa que es una hipertrofia de su cuerpo moribundo y en una explosión psicótica que le impele a profanar la tumba materna en una escena terrorífica que Mulligan filma de cerca, en la oscuridad de la noche, con una compulsión que puede ser la de la agresión o la del sexo.


Probablemente una de las razones por las que este film resulte tan triste es por la mirada "compasiva" (o comprensiva) de Mulligan sobre sus personajes, mucho más cerca de Ford que de Hitchcock, no hay más que ver lo alejada que está la mirada que posa sobre Lee Remick de la que lanza el director inglés sobre sus heroínas rubias. Pero esta mirada lacónica no puede más que certificar la retirada del espacio social de la ley paterna para dejar el campo libre al horror del matriarcado devorador.













jueves, 18 de marzo de 2010

Policía de nuestro tiempo

"La formación impartida trata de dar respuesta a las demandas y problemáticas sociales sin descuidar la formación en valores y la sensibilización de los policías hacia colectivos sociales desprotegidos."



Extracto de la carta en la que un resposable de la Academia de Policía Local, dependiente de la Comunidad de Madrid, ha solicitado al programa La Noche Temática una copia de la emisión que lleva por título "Homo, Bi, Trans", compuesta por los documentales "El tiempo de Harvey Milk", "Transexual en Irán" y "Bisexualidad, todo un arte". Para que luego digan que las cosas no han cambiado en este país.

martes, 16 de marzo de 2010

Lirios rotos


Esta madrugada me he visto Lirios rotos, y me he dado cuenta de que hacía 25 años que no la veía (de hecho, ni Lirios rotos ni ninguno otro Griffith). La verdad es que no sé si Griffith tiene muchos espectadores hoy en día fuera de la Universidad, donde se estudia por esas inanidades del montaje paralelo y el plano contraplano, cuestiones que dan de comer a los historiadores pero que dudo muevan a nadie a ponerse delante de una pantalla. El caso es que me he quedado pasmado de la complejidad del film, que bajo la pátina del desaforado melodrama que recordaba esconde propuestas no menos turbias que cualquier peli de Lynch, por traer a colación un nombre con el que no se suele relacionar su cine.



El primer protagonista que Griffith nos presenta es The yellow man, un chino que se prepara para dar el salto a Occidente para extender la buena nueva del budismo. Nuestro chino tiene un preceptor simbólico que le otorga su bendición, pero ya antes de partir de viaje la película nos muestra que su posición es bastante débil. Y efectivamente, tras una elipsis de varios años lo vemos, ya en Londres, completamente aletargado, entregado al consumo de opio y fascinado por la figura de Lucy, la adolescente interpretada por Lilian Gish, y que en seguida se nos descubre por completo sometida a un padre abrumadoramente incestuoso, un boxeador entregado a la pulsión más desaforada (estoy convencido de que Canetti tenía en mente Lirios rotos cuando escribió Auto de fe).


Lirios rotos es un film de cámara que transcurre básicamente en dos interiores, la casa/habitación donde vive Lucy con su padre/amante, y la tienda del Chino, a su vez dividida entre el espacio "público", el mostrador, y su aposento privado, que se encuentra en el piso de arriba. Aunque con una disposición diferente, las dos habitaciones tienen los mismos elementos, una cama y un aparador, en cierta manera no marcan una diferencia entre el lado social de un hogar, el salón, y el espacio íntimo, el dormitorio. Tras una paliza especialmente brutal, Lucy acaba, extrañamente, desmayada en la tienda de Yellow man, el enamorado y delicado chino.

A continuación se desarrolla la extraña y espinosa y compleja y famosa escena central de la película, en la que Lucy pasa un día entero en la cama del Chino mientras éste la adora castamente y vela su descanso. La secuencia es claramente fantasmática, y responde a la demanda de Lucy de un hombre "asexuado" que no la avasalle sexualmente. El film hipersignifica la "sensibilidad" del cuidador, con todo tipo de pensamientos más o menos kitsch acerca de la luz de la luna y los lirios blancos, lo que puede responder a la idea que de la poesía tiene una adolescente analfabeta que no ha conocido más que la explotación. Pero la complejidad de la escena reside en que también acoge la fantasía del chino, anotando su deseo sexual (ya que su mirada anota un deseo que niega lo que dicen sus palabras).

Lo que acaba emergiendo es el carácter complementario y especular de la figura incestuosa del padre y la del adorador rendido y casto. En diferentes momentos Griffith filma tanto el rostro del chino como el del padre en un primerísimo primer plano que resulta desconcertantemente extraño, y también es significativo que nunca compartan plano (hasta el final). Es cuando el chino sale de plano cuando aparece la monstruosa figura del padre. Pero las dos posiciones masculinas se manifiestan claramente insuficientes: para cuando el chino enarbole la pistola/falo para enfrentarse a la pulsión de su antagonista ya será demasiado tarde, y su objeto de deseo yacerá aniquilado por el estallido del goce más siniestro.

Como ya me ha quedado suicientemente larga y pedante la entrada la dejo aquí, mientras corro a hacerme con mas griffiths para posteriores madrugadas.

lunes, 15 de marzo de 2010

El contraplano oriental


El otro día estuve viendo un rato de Érase una vez en China (hasta que me aburrí en demasía y me fui de la sala), una película hipernacionalista en la que los malos son los occidentales, y entre coreografía y coreografía del espectacular y carismático Jet Li (que interpreta a Wong Fei Hung, al parecer un personaje que existió realmente) me dio por pensar en las razones por las que la china ha sido la única cinematografía que ha sido capaz de desarrollar el contraplano al discurso cinematográfico dominante, por llamar de alguna manera al cine americano.

No me refiero a esos films en los que se viene a decir que el tercer mundo también existe, y que los pobres del mundo también tienen su corazoncito, asumiendo su condición marginal frente a las fuerzas hegemónicas de la cinematografía estadounidense. Hablo de películas tan arrogantes y seguras de sí mismas como esta superproducción de Tsui Hark, que implican una industria poderosa y desarrollada, con un gran potencial de público, enorme destreza técnica, star system y una tradición propia más que acrisolada. Érase una vez... no tiene nada de ingenua o naif, más bien me recordaba a Leone, de lo que deduzco que tiene detrás un largo trayecto de las películas de artes marciales que desconozco, por lo que me convierto en un espectador bastante malo para esta cinta.

Un ejemplo más interesante: hace poco veía El imperio del sol, que se centraba en las vicisitudes de la colonia occidental en el Shangai de la ocupación japonesa, y en el que la población local no era más que un decorado que el protagonista observaba a través del cristal de un coche. La historia del otro lado del cristal la contó hace poco Ang Lee en Lust, caution (de lejos el mejor film del director que haya visto), una película en la que Occidente era tan prescindible que no creo recordar que apareciera de ninguna manera, salvo en cierta influencia en vestidos y decorados.

sábado, 13 de marzo de 2010

Dos veces Brooklyn


Lionel Essrog y Alvy Singer han crecido en Brooklyn. Lionel es el narrador de Huérfanos de Brooklyn, la primera novela de Jonathan Lethem que leo, y Alvy Singer es el nombre que se pone Woody Allen en Annie Hall, la película por la que ganó un Oscar que no fue a recoger.




Lionel, el narrador de Huérfanos de Brooklyn, tiene el síndrome de Tourette, síndrome del que tengo noticia gracias a uno de los casos que narra Oliver Sacks. La novela está casi entera en el título: está omnipresente la ciudad, y la marcada ausencia del padre. Los protagonistas son unos huérfanos a los que adopta un mafiosillo del barrio al que adoran como a una divinidad patriarcal de la época en que se adoraban deidades patriarcales. En la primera escena este padre postizo muere asesinado, y en el resto Lionel recapitula su relación paternofilial mientras investiga el laberinto más o menos oscuro en el que andaba metido el muerto.


Como novela negra no está mal, aunque me da la impresión de que tiene un barniz de trabajo de comité de editorial, con todo muy bien puesto y las cosas bien cerradas, sin nada desmelenado. Hay una suave crítica al zen, o al menos al zen occidentalizado que es la cara amable del capitalismo depredador japonés (la novela tiene unos años), y aparecen los personajes arquetípicos del género más o menos puestos al día, sin que falten alusiones a la ambigüedad de la posición del narrador.


Annie Hall le ganó el Óscar a La Guerra de las Galaxias, lo que en su día me pareció incomprensible. Yo tenía 11 años y recuerdo la fascinación que me produjeron las aventuras galácticas de los chicos de Lucas, fascinación, por cierto, que se ha trocado en absoluto aburrimiento en una reciente revisitación de lo que pude aguantar de la peli. Tardé años en ver la película de Allen, que el otro día me senté a ver con mi hija, que se perdió bastantes de las incontables citas que jalonan el film.

Annie Hall es bastante ambiciosa, y tiene uno de los guiones más complejos de Allen, sin que se note demasiado. Resulta pasmosamente misógina, con esa sucesión de encuentros sexuales con mujeres inevitablemente frígidas, y destila cierto resentimiento contra el establishment cultural que no había percibido hasta ahora. Si Lethem le da tobas al zen, aquí Allen se cachondea de lo lindo del orientalismo que en los setenta debió de asolar Hollywood, que es retratado como un sitio donde la gente vive de fiesta en fiesta compitiendo en banalidad. Siendo bastante divertida, tiene ese punto cruel que utiliza el director sobre todo en las películas en las que actúa por el que busca la complicidad del espectador ridiculizando al resto de los personajes, algo que a veces llega a sacar de quicio.

Una vez entrevisté a una actriz que había participado en uno de sus films (Rhada Mitchell en Melisa y Melisa) y me confirmó lo que se cuenta de que no da indicaciones a sus actores, ni señala si algo no le ha gustado, simplemente pide repetir la secuencia. Tan verborreico en sus personajes, parece que linda con el autismo cuando no está delante de las cámaras. Una última anécdota: en San Sebastián lo llevaron a cenar a Arzak y sólo se comió un huevo duro.

(La foto que encabeza la entrada se la he robado a Qualunque sin pedir permiso ni nada)

jueves, 11 de marzo de 2010

Come september


Tengo una imagen desdibujada de Robert Mulligan, del que la Filmoteca presenta un ciclo este mes. Del listado de sus películas apenas conozco media docena, y sólo estoy seguro de haber visto las más conocidas (Matar un ruiseñor y El otro) en algún pase televisivo de mi adolescencia, pases de los que guardo, por otro lado, un buen recuerdo, lo que sin embargo no me ha llevado a mostrar curiosidad por el resto de su filmografía.
Ayer ponían Come september, y una serie de azares me llevó a acercarme a verla, entre otras cosas el descubrir que era una película de la que había visto algún plano de refilón también en la tele, una comedia con Rock Hudson de la que me imaginé un tono ñoño. Pero recordaba que era en scope, en color, y transcurría en Italia, así que en pantalla grande muy mal se tenía que dar para no pasar un rato agradable (copia en muy buenas condiciones, por cierto).

Bueno, hacía tiempo que no me reía tanto viendo una comedia. El folleto que dan para introducir el ciclo, de un crítico de Positif, ni siquiera la cita, y despacha el grueso de películas que hizo Mulligan alrededor del 60 para la United Artists como carentes "de personalidad", y no debe de ser mucho el prestigio del film porque la sala estaba bastante vacía (con lo que mis continuas carcajadas se debían de oír bastante).
Come september tiene un comienzo en estado de gracia que debería ser obligatorio en cualquier escuela de cine, en el que se plantean magistralmente los temas que se desplegarán en el desarrollo del film. El equívoco que dispara el conflicto es muy divertido (un millonario estadounidense adelanta inesperadamente su visita anual a su villa italiana para visitar a su amante, y descubre que el servicio a cargo de la casa la regenta como hotel en su ausencia) y el film se cierra con uno de los gags más hermosos que recuerdo (y que no voy a desvelar aquí, por su alguien se anima a verla).


Imagino que una de las razones por las que este film vegeta en el purgatorio de las obras olvidadas es porque su estructura clásica, basada en la prolongada dilación del encuentro sexual de los protagonistas (el camino por el que la pulsión se transforma en deseo) hasta que éste encuentra un cauce simbólico para desarrollarse (en una de las peticiones de matrimonio más divertidas de la historia del cine) tenía pocas posibilidades de encontrar gracia a los ojos de la crítica de las últimas décadas del siglo XX, más bien fascinados por el estallido de la pulsión en todas sus vertientes.
Vista 50 años después, uno puede hacer recuento de lo que el cine ha perdido por el camino, como cierto ojo casi automático para la elegancia en la puesta en escena (por ejemplo, un plano al comienzo en el que la cámara sigue al rolls del protagonista atravesando un pueblo italiano y acaba quedándose con el dueño de una taberna que llama corriendo al hotel/villa para avisar de la que se avecina, de una compleja -en la preparación- sencillez -en la ejecución- que es fácil que pase inadvertida), o un oficio en la escritura que da lugar a personajes antológicos (como Maurice, el mayordomo leal y estafador a la vez), a desternillantes secuencias (esa en el que una ingenua y envarada estudiante de psicología descubre involuntariamente al protagonista el engaño del que es objeto por parte de los criados) y a frases antológicas ("¿Por qué ser desgraciada con un hombre al que no quieres pudiendo ser desgraciada con el hombre al que quieres?").


Rock Hudson está simpático como actor de comedia, aunque no acaba de resultar del todo convincente la pasión que ejerce sobre una descomunal Gina Lollobrigida que se lo come en pantalla (a él y al resto del elenco, con excepción del magistral Walter Slezack, el bribón y maquiavélico y encantador mayordomo), guapísima e impresionante con el vestuario que se gasta. Los chavales que dan la réplica a la pareja estelar funcionan algo peor y su parte es más floja, pero bueno, así es la vida, ya crecerán y aprenderán de sus mayores.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Esperando a Godard




Tiene nueva película, Film socialisme, que se espera para Cannes.

martes, 9 de marzo de 2010

Horror y matriarcado


Un poco pesada la obra de Bretch en el Valle-Inclán. A mí ya me pilló la época en que el alemán andaba algo desprestigiado por su estalinismo, así que no había leído la obra, que se centra en una mujer (Madre Coraje) que atraviesa Europa durante la Guerra de los Treinta años con una carreta en la que acumula cualquier cachivache con el que pueda comerciar. La carreta es una prolongación de su vientre materno y una casa a escala reducida, es todo su mundo y para mantenerlo acaba sacrificando a sus hijos.
Estos hijos no tienen padre, o tienen padres diferentes que han desaparecido a lo largo del tiempo. Ella domina y esclaviza a sus hijos; en ausencia de una figura masculina que establezca una distancia con el cuerpo materno éste tiende a devorarlos. Probablemente sea la principal aportación del patriarcado a la historia de la humanidad, esa construcción que Freud llamó el complejo de Edipo, y que él ya conoció en su declive. Freud unía el comienzo de esta estructura al surgimiento del monoteísmo y el establecimiento de la Ley de ese súper padre que es el Dios de Abraham y Moisés.