sábado, 20 de marzo de 2010

El impostor como héroe moderno


El gran impostor resulta ser una película bastante simpática en la que Tony Curtis va cambiándose de identidad a lo largo de la película (reinventándose a sí mismo, en la jerga contemporánea), y que parece un capítulo piloto de una serie. Antes de escribir sobre ella quería verme Atrápame si puedes, el remake que filmó Spielberg 40 años después y que en su día se me pasó, para lo que he contado con la colaboración de un alma caritativa que me ha dejado una de esas ediciones de coleccionista que además del film traen todo tipo de entrevistas que te cuentan lo geniales que son todos los que han hecho la peli junto con las escenas (felizmente) suprimidas. Así que anoche obligué a mis hijos mayores a sentarse ante la tele para verla (acotación esta que demuestra que todavía quedan residuos de autoridad patriarcal en nuestra civilización, si bien mi mujer discrepa del hecho de que considere la obligación de ver comedias de Spielberg que impongo a mis hijos como lo que se espera de la disciplina de un padre) y hoy escribo esta entrada, lamentando sólo no disponer de Zelig para hablar de esa nueva modalidad de héroe contemporáneo en el que la identidad se diluye para moldearse continuamente.
El punto de partida de los dos personajes (Tony Curtis en la película de Mulligan y di Caprio en la de Spielberg) es el mismo: en la adolescencia sufren el trauma de ver como la imagen paterna se derrumba. Esa quiebra en el Nombre del Padre abrirá una vía para que los dos personajes puedan metamorfosearse continuamente en diferentes identidades, si bien ambos eligen aquellas de marcada raigambre patriarcal (los dos, por ejemplo, se hacen pasar en algún momento por médicos y maestros). Tony Curtis/Dewara se desembaraza inmediatamente del apellido paterno arrojando todo lo que tiene que ver con el nombre por la borda, enterrando en el agua ese pasado en el agua, y a partir de ahí se hará pasar por cualquier autoridad paterna que le ofrezca fiabilidad. Lo divertido del film es que eso le lleva a situaciones descabelladas, ya que nada del orden del placer le mueve en sus elecciones. Así, será, sucesivamente, monje de clausura, responsable penitenciario de los presos más conflictivos de una cárcel o cirujano jefe de un acorazado canadiense que combate en la guerra de Corea. En todos los casos se muestra como un profesional competente y responsable, y sólo abandona el puesto cuando alguna circunstancia descubre el fraude.


La película de Spielberg es bastante más compleja, e incluye en el relato la persecución de la que el estafador es objeto. Aquí di Caprio utiliza el dinero que obtiene con sus estafas para intentar recomponer compulsivamente la imagen deteriorada del padre, que es evidentemente un (simpático) farsante, y que ha quedado en una posición muy frágil cuando su hijo descubre que su madre tiene un amante. Todo el relato simbólico sobre el mítico encuentro de los padres tras la Segunda Guerra Mundial en un pueblecito francés se desmorona, y así se muestran infructuosos los desesperados intentos del chaval de reconstruir esa imagen primordial. Poco a poco, progresivamente, ese padre que se va mostrando como puro semblante imaginario va siendo sustituido por el personaje, inicialmente ridiculizado, del infatigable agente del FBI que anda tras sus pasos. Si bien al principio las ingentes cantidades de dólares que consigue le permiten entregarse a una vida de ocio en la que no encuentra más que tedio (y que acabarán aparcadas como una montaña obscena de desechos), posteriormente mantendrá el juego con el único motivo de provocar a esa nueva figura paterna que ha aparecido en su vida, y que algo del orden de la constancia (de la Ley) emerja en su existencia.

Así llegamos a la maravillosa, asombrosa y divertidísima escena central del film: el FBI despliega decenas de hombres en el aeropuerto de Miami para interceptar la huida de di Caprio, y éste atraviesa todo el dispositivo haciéndose hipervisible y escondiéndose al mismo tiempo en un círcunferencia deslumbrante de bellezas, jóvenes fascinantes a las que ha engutasado y que forman un anillo inexpugnable ante las miradas de los agentes, que literalmente se vuelven ciegos ante la fascinación de esa aparición. Pero no de todos, claro, el joven sabe que hay alguien que no se deja engañar (para Spielberg un padre es el que no se deja engatusar por los espejismos imaginarios, y en el film, que yo recuerde, Hanks no comparte plano con ninguna mujer -de hecho, casi siempre está muy solo- salvo en el gag de la lavandería, en el que está flanqueado por dos ancianas gruñonas) y le tiende una trampa de otro orden, en la que un doble especular de él mismo es el cebo.

Esa imagen de di Caprio rodeado de beldades es lo más parecido a una fantasía erótica pansexual que el puritano Spielberg se ha permitido nunca. Es significativo que la utilice para escapar del orden patriarcal (la monogamia) y huir a Europa/Francia, el espacio de la madre, donde espera dejar atrás los sinsabores que impone la Ley y entregarse a las delicias de la anarquía erótica (aunque ya sospechamos que la demanda que le hace a Tom Hanks para que deje de perseguirle es más bien una inversión de su anhelo inconsciente, un grito para que siga ocupándose de él y no le deje a merced de su pulsión de disolución). Pero lo que se encuentra, obviamente, no es ese paraíso sin límites de placer eterno sino la versión psicótica de la Ley simbólica, su parodia siniestra, aquí ejemplificada en una especie de institución policiacopenitenciaria francesa que parece sacada de Dumas y que en su día levantó airadas protestas en el país vecino. El infatigable Hanks acude a su recate y consigue traerlo de vuelta al redil, no sin que antes di Caprio haga un último y desesperado intento de refugiarse en el paraíso, ya perdido para siempre, de la imago materna, y del que definitivamente le arranca Hanks para lanzarlo al mundo adulto (la prisión, el FBI, la Ley, en suma).

Es imposible no ver Atrápame si puedes como un autorretrato de Spielberg, el brillantísimo adolescente que se ve de repente convertido en un triunfador en un mundo de adultos del que, a la vez, se burla y del que demanda desesperadamente aprobación, la dificultad de crecer y comprobar que uno dispone de todo el dinero del mundo y, sin embargo, no se alcanza la grandeza de los ancestros (¡Conseguir hacer algo digno de Centauros del desierto!)

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