lunes, 23 de diciembre de 2013

Moisés en Chile



Freud sacó mucho partido en su celebérrimo y extraordinario ensayo Moisés y la religión monoteísta de la tartamudez de su protagonista, un defecto también clave en la no menos célebre ópera de Schoenberg Moses und Aron (para los que no sepáis alemán traduzco: Moisés y Aarón) que yo, para qué os voy a engañar, he sido incapaz de oírme entera en disco, pero que gracias a la versión que hicieron los Straub para la televisión (así como lo cuento: hubo una época en que las televisiones públicas encargaban cosas como una ópera de Schoenberg a Straub y Huillet, y no es la única) conozco enterita, lo que es una suerte, porque al final de la misma hay un diálogo genial entre Moisés y su hermano (por cierto, que sin música, no sé si es una obra inacabada) en el que el profeta se muestra atormentado porque la experiencia epifánica y sublime de la Palabra se convierte en el portavoz en que se ha erigido su hermano en pura charlatanería que, sin embargo, y para su sorpresa, opera sobre el mundo como si verdaderamente estuviera sustentada por una presencia divina.

La estupenda No viene a ser una variación chilena y contemporánea de esa tensión entre la experiencia inefable y su inevitable traición al convertirse en palabras, si bien en ese caso la verdad de la experiencia no viene del ámbito de lo sagrado (definitivamente clausurado en la modernidad) sino del horror, que ya se sabe que es el único espacio que en nuestros días tiene el acrisolado prestigio de lo incontestable. 

Reminiscencias



Todos coincidíamos a la salida del pase de Inside Llewyn Davis en que los Coen eran irregulares y que unas nos gustaban bastante más que otras; lo curioso es que diferíamos completamente en nuestras favoritas, que había hasta quién encontraba muy superior True Grit a No es país para viejos, para escándalo y estupor de quien esto escribe.

Ésta última gustó bastante, aunque a mí me parece demasiado melancólicamente correcta, con esa pátina de pesimismo de buen gusto que te garantiza buenas críticas en los ambientes cool y premios en las listas indies. Como todo el mundo sabe, trata de un cantante folk que no ve venir el terremoto Dylan; Weinrichter la define como la versión Coen de La vida de Brian. Lo más interesante es el retrato de un artista que supuestamente se entrega a la transmisión de un legado cultural, pero que vive completamente desarraigado, asaltando los sofás y las parejas de sus amigos. La película es un muestrario de figuras paternas contemporáneas que van de lo ridículo a lo afásico, el protagonista, consecuentemente, huye del compromiso de la paternidad.

Resulta curioso que al hilo de Inside... no se haya hablado de una película con la que comparte bastantes elementos, Love with the proper stranger (Amores con un extraño), en la que Steve McQueen es un músico que tiene que buscar dinero para que aborte una chica (Natalie Wood) a la que ha dejado embarazada tras un encuentro casual, una película tan hermosa como sorprendente (por el cambio de registro que el desarrollo de la historia provoca) que bien merece ser revisitada. 

sábado, 7 de diciembre de 2013

Estrenos

Para que no se oxide el teclado, o se acartone, o lo que sea que haga el plástico cuando no se usa, voy a hablar de algún estreno de esta semana, que para sorpresa mía me he visto varias de las cosas que han hecho su aparición en la cartelera este puente (supongo que la razón es que dado que hay doscientas o trescientas pelis nuevas por semana, lo raro sería no conocer ninguna).


Le week-end y La grande bellezza transcurren en las dos metrópolis europeas en las que la presencia del pasado es más abrumadora (París y Roma, respectivamente), y en ellas abundan los planos generales en los que los protas figuran enanos ante la majestuosidad de una herencia ante la que, obviamente, no dan la talla. Ambas remiten al cine de los sesenta a través de dos de sus directores más emblemáticos, Godard en el caso de Roger Mitchell (que da la impresión de que no ha visto la obra posterior del suizo) y Fellini en el de Sorrentino (que probablemente se sabe de memoria todos los planos que rodó aquel). Le week-end tiene gracia en la manera en que muestra las ancestralmente espinosas relaciones de los anglosajones con la intelligentsia gala, mezcla de admiración, envidia y horror, y lo mismo pasa respecto a la obra de Godard, a la que se homenajea a destajo pero manteniéndola a distancia: Mitchell parece tan enamorado de la nouvelle vague como contento de haberla dejado atrás. Tampoco deja de tener gracia este ejercicio de nostalgia por tiempos mejores e inalcanzables ejemplificados en Godard, un director que parte ya en su obra de la consciencia de haber llegado tarde a la historia del cine, cuando la era de los grandes maestros había quedado definitivamente atrás (lo que hace de Le week-end un divertimento decididamente menor).


El film de Sorrentino, por el contrario, tiene algo se monstruoso en su fagocitación del maestro italiano, al que no se sabe bien si homenajea o devora; en cualquier caso no tiene pudor en mostrarse como legítimo heredero de su legado. Al margen de citas y copias, La grande belleza repite el deambular de los personajes fellinianos (y también de Antonioni) , en una versión algo más trash, entre restos de una cultura sublime y atravesados por discursos vacíos: una religión cristiana inoperante que va dejando paso a relatos más absurdos como el espiritismo o el orientalismo new age, un compromiso político que sólo se utiliza para brillar en sociedad, el intercanbio de datos sobre la versión más canallesca de las relaciones sentimentales como sucedáneo de la amistad. Como en Fellini, aquí tenemos también momentos epifánicos que acaban apagándose, promesas de redención que acaban frustradas, nostalgia de maestros que atesoren un cierto saber, pero cuya aparición acaba sometida a la burla. Probablemente Sorrentino tenga razón al enarbolar con orgullo esta estética como todavía pertinente para hablar de nuestro presente; he comprobado que comparto con otros espectadores cierta incomodidad ante una obra que en muchos momentos me atrapa casi contra mi voluntad.


La jaula de oro es una magnífica película a la que su aire de docufición para cineclubes progres creo que va a pasar factura (por la pereza que he detectado entre alguno de sus potenciales espectadores). Asume con talento la condición de los textos contemporáneos de residuos o ruinas de los relatos míticos, erosionados por la virulencia de lo Real, en este caso la ausencia de Ley alguna en muchos de los territorios de nuestro tiempo. Así, la película es una relectura del Éxodo bíblico, el viaje a través del desierto (un México en el que la emergencia de los representantes de la ley puede ser tan letal como su ausencia completa) de unos adolescentes que quieren llegar a la Tierra Prometida (Los Ángeles, la Meca del imaginario occidental del último siglo). Diego Quemada-Díez (espeñol afincado en México, ninguno nos resistimos a contar que es de Burgos, lo que aplicado al cine parece el colmo del exotismo) logra que esa impronta mítica no se imponga arbitrariemnte desde fuera, sino que emerja de manera natural desde la propia peripecia de sus protagonistas.