viernes, 7 de marzo de 2014

La mujer de negro



Una mujer cualquiera es una película desconcertante en la que todos los que participaron en el proyecto parecieran haber equivocado las intenciones del resto del equipo. Si el guión y las situaciones parecen reflejar los intereses de Mihura, utilizando la estructura del noir para confrontarlo con escenas de realismo costumbrista, a Rafael Gil le debió de apetecer una película de cine negro a la americana, y entre medias a algún productor se le ocurrió la disparatada y deslumbrante idea de colocar en el centro de esta extraña mezcolanza a la imponente figura de una María Félix algo madura pero cuyas apariciones siempre vestida de negro cortan la respiración, y cuyas miradas parecen que podrían calcinar a todos los hombres que se cruzan con ella, a los que suele sacar una cabeza. Pero lejos de encarnar la esperada figura de la femme fatale, aquí parece empeñada en demostrar la hipótesis que enunciaba Adorno en Minima moralia, la de que todas las mujeres hermosas están condenadas a la infelicidad, y así empieza arrojada a la prostitución (retratada a la vez como un destino trágico pero mostrada con una naturalidad pasmosa) y acaba enamorada del asesino que ha intentado involucrarla en su crimen (aunque entre María Félix y Antonio Vilar hay tan poca química que parece que estuviéramos asistiendo a una pasión brechtiana), uno de los personajes más marcianos del cine español, a ratos mafioso con una red de bares en los que trafica con cocaína, maquiavélico cerebro capaz de urdir complejas maquinaciones para encubrir sus crímenes, a ratos el novio entregado de una inocente hija de la patrona que regenta una pensión, e hijo de un gallego amante de la ópera que tiene un restaurante cerca de la frontera con Portugal (gallego que no se inmuta cuando su hijo aparece por su pueblo con una mexicana de metro noventa que parece vestida por Balenciaga).


sábado, 1 de marzo de 2014

La invasión del Ultracuerpo



Cuando el recientemente divorciado Dr Bennell regresa de un congreso médico a su pueblo de la América profunda se da de bruces con el cuerpo de su primer amor, Becky, que luce un modelo que, a pesar de mi desconocimiento de la moda norteamericana de mediados de los 50, diría que es altamente improbable que ninguna mujer (ella, también recientemente divorciada) se atreviera a lucir un día de diario en una cultura tan puritana, pero que sirve al espectador para que sitúe inmediatamente el lugar que ella ocupa en el imaginario libidinal del protagonista de esta película mítica.


A partir de ese primer encuentro el periplo de la pareja es desconcertante, o más bien es un muestrario de las fases del cortejo clásico puestas patas arriba, punteadas todas por brotes psicóticos: tras una cita frustrada para cenar (primera aparición de un protocuerpo), él asalta la casa paterna de ella y, literalmente, la rapta sacándola de la cama (Siegel invierte la iconografía habitual del encuentro nupcial: el camisón blanquísimo de Becky funciona como vestido de boda, pero el umbral se atraviesa al revés, salen de la casa del padre en vez de entrar en el umbral de su propio hogar). Tras alguna peripecia más y una elipsis vemos a Becky, a la mañana siguiente, ya dueña y señora de la cocina de la casa del doctor, como si el fundido a negro nos hubiera ocultado, realmente, la noche de bodas.


A partir de este encuentro sexual imposible aunque fuertemente connotado, la psicosis de dispara definitivamente en el film. Dándole la vuelta a la estructura del relato clásico, en el que el príncipe debía despertar (al goce) a la heroína, la tarea aquí es impedir que ésta se duerma, esto es, impedir que el Objeto Primordial pierda su aura inaccesible y devenga cuerpo sexuado y deseante. Si finalmente el Dr Bennell alcanza el éxito en la fútil y trivial empresa de detener la invasión de la tierra a manos de unas leguminosas transgénicas, fracasa en lo que es el imposible trabajo ante el que tiembla todo el muestrario de protagonistas masculinos de los textos modernos: hacerse cargo del deseo de la mujer.