Cuando el recientemente divorciado Dr Bennell regresa de un congreso médico a su pueblo de la América profunda se da de bruces con el cuerpo de su primer amor, Becky, que luce un modelo que, a pesar de mi desconocimiento de la moda norteamericana de mediados de los 50, diría que es altamente improbable que ninguna mujer (ella, también recientemente divorciada) se atreviera a lucir un día de diario en una cultura tan puritana, pero que sirve al espectador para que sitúe inmediatamente el lugar que ella ocupa en el imaginario libidinal del protagonista de esta película mítica.
A partir de este encuentro sexual imposible aunque fuertemente connotado, la psicosis de dispara definitivamente en el film. Dándole la vuelta a la estructura del relato clásico, en el que el príncipe debía despertar (al goce) a la heroína, la tarea aquí es impedir que ésta se duerma, esto es, impedir que el Objeto Primordial pierda su aura inaccesible y devenga cuerpo sexuado y deseante. Si finalmente el Dr Bennell alcanza el éxito en la fútil y trivial empresa de detener la invasión de la tierra a manos de unas leguminosas transgénicas, fracasa en lo que es el imposible trabajo ante el que tiembla todo el muestrario de protagonistas masculinos de los textos modernos: hacerse cargo del deseo de la mujer.
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