sábado, 28 de febrero de 2009

Cuentos de hadas contemporáneos


Decía Godard que cuando uno veía un film de Kiarostami se daba cuenta de que el cine no era cuestión de dinero, y lo mismo se podría decir de Wendy y Lucy, la excelente película de Kelly Reichardt que pasan este finde en La Casa Encendida, y que me acerqué a ver gracias a los consejos de Daniel en la blogosfera.
W & L pertenece a la vena minimalista del cine independiente americano, género en el que, al parecer, la directora es una estrella emergente, pero voy a aproximarme a ella a través de su maridaje con una película con la que, en principio, no parece tener mucho que ver, precisamente de Kiarostami: ¿Dónde está la casa de mi amigo?
Las dos se podrían considerar ejemplos de lo que llamo cuentos de hadas (o cuentos maravillosos, siguiendo la terminología de Propp) modernos, caracterizados porque la tarea del héroe es mínima (devolver un cuaderno a un compañero de clase, encontrar un perro), y las figuras que les rodean, potenciales destinadores, son incompetentes (no aciertan a dar la dirección correcta, no son capaces de arreglar un coche), cretinos, farsantes o malvados (el profesor, el dueño de la tienda), y en las variaciones más siniestras directamente incestuosos. Aquí la protagonista encuentra acogida en la figura paternal del guarda de seguridad, que le hace una promesa de futuro (el perro aparecerá), y hasta le hace donación de un objeto mágico (un móvil) pero la envía al lugar equivocado, el bosque, el emblemático lugar del encuentro con lo real y donde, efectivamente, sufre una agresión (en el caso de la mucho más autoconsciente película iraní el motivo geográfico era el del laberinto).
Wendy y Lucy es una película tristísima, aparentemente el personaje principal tiene un destino, Alaska, por el que no siente ningún interés; intuimos que está huyendo de algo, tal vez un triángulo familiar en el que lleva todas las de perder (en una conversación telefónica su cuñado se muestra inquieto por su suerte, pero su hermana la trata con mucha agresividad); la manera en que se aferra anímicamente a su perra nos dice mucho de su soledad; al final del film se encuentra en una situación todavía más deteriorada que al comienzo, cuando ya era una homeless.
Aunque tiene un soberbio travelling al comienzo, un ejemplo de plano "contemporáneo" (la cámara sigue a la pareja protagonista demsiado lejos para considerarlo un plano descriptivo, pero tampoco articula un punto de vista objetivo, el plano dura bastante para lo que narra, hasta el punto de volver inquietante lo que muestra), el film es bastante sencillo formalmente. Buena parte de su éxito descansa en la soberbia encarnación que de Wendy hace Michelle Williams, actriz de la que no sé nada (bueno, tampoco sé nada de la directora), aunque Daniel cuenta en la entrada que dedica a la película que se rumoreó una candidatura al Óscar: se ve que con la nominación de Frozen river se consideró cubierto el cupo de cine raro.

viernes, 27 de febrero de 2009

Las Damas del Bosque de Boulogne

El otro día me pasé por la paupérrima videoteca del centro de la Escuela de Idiomas donde estudio francés, y entre un pupurrí de aburridos y previsibles dvd refulgía la edición de Las Damas del Bosque de Boulogne que ha sacado la Fnac. Tengo la impresión de que los exégetas bressonianos miran un poco por encima del hombro esta peli (y todavía más Los ángeles del pecado), pero me consta que existe una secta de espectadores devotos que siempre que pueden se acercan a ver en pantalla grande este film absolutamente hermoso, con el extra añadido de poseer uno de los finales más memorablemente sublimes que se hayan rodado nunca.


Y tampoco es una secta para iniciados: Las Damas... es el film, seguramente, más transitable de Bresson, aunque ya apunta aquí su afición por la abstracción y el ascetismo formal. Rodado en el París de la ocupación alemana (curiosa la ferocidad con la que el film elimina todo lo que no tiene que ver con la historia), parte de una de las muchas historias que se cuentan en Jacques el Fatalista. En el libro creo recordar que ocupa dos páginas, y sólo se plantea el nudo argumental, que queda sin resolver. El tono lúdico de Diderot se transforma en un salvaje melodrama jansenista de la mano de Bresson, que contó con la colaboración del más improbable de sus compañeros, Jean Cocteau, que llena los diálogos de brillantes aforismos (mi favorito, nada más empezar la película, el que le dirige a la protagonista un enamorado rechazado: "No existe el amor, il n'y a que de preuves d'amour") que acaban resultando terroríficos por la manera en que resuenan en el centro neurálgico del texto, el rostro ensimismado en la pasión monomaníaca que anima a María Casares, donde se combinan una determinación helada y una pulsión arrasadora.
Ese abismo tan oscuro como los vestido que siempre lleva resulta invisible para Paul, su ex amante, un seductor que se mueve como pez en el agua en el brillo de los salones parisinos pero ciego para los movimientos de fondo que se producen en un alma femenina profundamente herida, y sobre todo incapaz de imaginar adonde puede llegar el alcance del odio de una mujer. Pero Agnès, el objeto sacrificial que Hélene utilizxa para sus maquinaciones de demiurgo demoníaco (y por lo tanto infalible), sí lo intuye; y lo que aprecia le resulta tan aterrador que prefiere volover a su pasado prostibulario antes que seguir enredada en el juego del que sabe que no puede escapar.
Ejemplar encarnación de la máxima taoísta-hitchcockciana de que menos es más, la economía de elementos de la película hace que estos brillen con un abanico de significados que el cine perdió por el camino hacia la modernidad y, sobre todo, hacia ese cáncer de la verosimilitud, empezando por el uso de la iluminación. Aquí los pares de opuestos tienen una densidad casi metafísica: día/noche; exterior/intrerior; negro/blanco: como en el cerdo, en esta película no se desaprovecha nada; hay que estar atento a pequeñas modulaciones, ver como cuando el espacio se contrae (el ascensor, el interior de un coche) algo intenso se aproxima; cuando unas flores (omnipresentes heraldos de la corrupción en todo el film) hacen su aparición en el plano es que algo del orden del Mal (hay que tener cierto oído para las categorías teológicas para apreciar Las Damas...) se va a manifestar, al agua hace su aparición en los momentos en que Paul y Agnes se encuentran: la cascada del bosque, a medio camino entre la Naturaleza y la Civilización, simbolizados respectivamente por la lluvia y la fuente que hay en la plaza frente a la casa de las damas recogidas.
Con esa ingenuidad propia de los expertos, éstos copiaron el aparente desdén de su autor por la película. Bresson se iría despojando progresivamente de los actores profesionales, de la música de fondo, de los complejos movimientos de cámara. La evolución de su filmografía es uno de los procesos artísticos más apasionantes del siglo XX. Pero a algo tuvo que renunciar en su periplo, o tal vez era ya imposible repetir la incandescente intensidad dramática der este film incomparable (tal vez sólo Gertrud, pero aquí ya vemos a la protagonista envejecer, acaba sola su trayectoria vital, ningún hombre está a la altura del gesto heroico de Paul). Pienso que Bresson era consciente de ello y escondió el secreto tras el manto del menosprecio, una actitud infaliblemente eficaz ante los especialistas, siempre dispuestos a ser más papistas que el Papa, y nos dejó a los legos el regalo del film más romántico de la historia del cine.

martes, 24 de febrero de 2009

El curioso caso de Benjamin Button


De toda la avalancha de películas que se estrenan en las semanas anteriores a la entrega de los Óscars, y de las que tanto se habla y que tan importantes parecen, y que olvidamos a los tres días de la ceremonia, sólo me interesaba la de Fincher, que es un director que me gusta (Gus Van Sant también, pero a pesar de los elogios y recomendaciones de Susana creo que la de Harvey Milk me la voy a ahorrar). Total, que el domingo, flanqueado por mi incombustible hija, me acerqué a ver el Benjamin Button, con la curiosidad de saber en qué se había gastado el pastizal que le habían dado; y resultó que se lo había gastado en rodar un montón de chorradas. El curioso caso... participa de varios géneros caros a los americanos, principalmente El Gran Relato Americano, la bildungsroman y el cuento de hadas, todos más que estimables pero que en este caso no funcionan bien, por limitaciones no sólo del guión (que tiene muchas), que es al que le han echado la culpa de todo (además, Eric Roth no sólo ha escrito Forrest Gump -que no he visto, así que no puede decir mucho de ella- sino que en su haber tiene guiones tan buenos como los de Munich o El buen pastor).

La película recorre prácticamente todo el siglo XX, y parece empeñada en evitar cualquier tipo de aristas. Dos ejemplos que cantan: Benjamin Button, cuál héroe mítico, es salvado de morir en las aguas a mano de un padre vengativo para acabar siendo criado en una familia adoptiva que es negra, en la Nueva Orleans de la primera mitad de siglo. Pues la única alusión a los conflictos raciales es un elegante pigmeo y gran narrador (uno de los muchos personajes paternales que puntean la educación de B.B.) que le cuenta al protagonista que estuvo expuesto en la jaula de los monos de un zoológico. Significativimente, es de las pocas historias que no se trasladan a imágenes, en una peli que parece empeñada en demostrar que han rodado todo lo que han querido. Supongo que se ha hablado ya de un imaginario obamista, o algo parecido, para este enterramiento de los feroces conflictos raciales (enterramiento parecido, por cierto, el discurso conservador que en nuestro país defiende que todo lo referente a la Guerra Civil es pasto exclusivo de la historiografía académica), pero me parece una ausencia sorprendente. El otro ejemplo se refiere a los sesenta y setenta, décadas también de conflictos de todo tipo que están escandalosamente fuera de la pantalla, con B.B. danzando por paraísos orientalistas en busca de ridículas identidades new age (la única guerra que se nos muestra es la heroica contra el nazismo y el imperialismo japonés; Corea, y sobre todo Vietnam, brillan -muchísimo-por su ausencia). Y esto es especialmente raro al haber sido esta época donde Fincher situó Zodiac.

Y tampoco se puede decir que sea debido a la autoindulgencia patriótica del potencial público norteamericano: Brad Pitt vive su primer romance no mercenario en la estalinista Unión Soviética (aunque aquí la llaman Rusia) de los años 30 sin que se vea otra cosa que un hotel que brilla con el fulgor imaginario del inquietantemente atractivo rostro de Tilda Swinton rodeado de joyas y envuelto en pieles; vamos, que nada de purgas salvajes ni fusilamientos en masa ni pueblos enteros muriendo de hambre.

Y en cuanto el romance melodramático que es el eje central del film, pues decir que el personaje de Cate Blanchet tira a sonrojante (¡esa escena con ella bailando a contraluz!) y que desde luego el fuerte de Fincher no es rodar la plenitud del enamoramiento: para el videoclip en que nos muestra los tiempos de feliz emparejamiento tira de su muestrario publicitario y aquello parece un anuncio. Y aunque uno acabe entrando en el juego artificioso que es el motor de la historia, al final se muestra demasiado forzado (particularmente, en un registro similar -el del fantastique romántico- me parecen mucho más logradas Eduardo Manostijeras y Big Fish, por buscar un par de ejemplos de otro niño prodigio del cine actual con una estructura narrativa similar).
Benjamin Button tiene escenas notables, pero le falta algo de alma; me ha recordado el comentario que hizo Ford (a propósito de Wyler, creo) acerca de los directores que están muy preocupados por lo que aparece en la esquina inferior izquierda del plano, una obsesión por el perfeccionismo presente a lo largo de toda la película y que parece la marca de cierto desinterés.

viernes, 20 de febrero de 2009

La dama de blanco

Ayer Mercedes nos llevó al equipo bloguero al completo a cenar calçots y estuvimos hablando de la novela más conocida (junto a La piedra lunar) de Wilkie Collins, que Susana y la propia Mercedes se están leyendo en estos momentos. A menudo me dediqué a predicar en el desierto recomendando este libro a mis compañeras, sin recibir otra respuesta que la más absoluta de las indiferencias; pues basta que una se lo haya empezado a leer para que la otra haya hecho lo mismo, y como es ley infalible en este mundo que basta leer unas páginas para quedar irremediablemente enganchado a las cuitas de Walter Hartright y Laura Fairlie, las dos no hablan de otra cosa y es fácil encontrárselas leyendo a la luz de las farolas en cualquier esquina, muy nerviosas ante la posibilidad de que les avance algún detalle del desenlace.
A las dos le quedan por delante un montón de rocambolescas revueltas argumentales, que el bueno de Collins no se cortaba a la hora de pegar salvajes saltos narrativos, pero voy a contar las razones por las que creo que este es el más memorable de los tochazos que escribió su autor (que en los últimos años han ido siendo publicados por Alba y Montesinos de manera masiva), y que no tienen que ver con la pareja principal, los convencionales Walter y Laura, enredados en su historia folletinesca e interclasista, sino con el tándem Mary Halcombe/Conde Fosco, verdadero golpe de genio narrativo. El Conde Fosco es uno de esos personajes diabólicos y omniscientes que han ido poblando la narrativa contemporánea, que técnicamente podríamos llamar el Destinador Demoníaco Omnipotente (a partir de ahora, el súper malo), y que en la novela es el demiurgo que mueve todos los hilos de la trama. Frente a él, el único personaje que en el campo de los buenos está a su altura es Mary Halcombe, la hermanastra feúcha y megainteligente (las dos cosas van conectadas, la consciencia de no dar la talla en el campo del deseo hace que Mary sea impermeable a las fantasías imaginarias, y es de una lucidez devastadora), empeñada en frustrar los planes del súper malo.
El punto fascinante del relato es lo que podríamos llamar La Fascinación por la Bondad, esto es, la pasión desaforada e imposible que el Conde Fosco empieza a alimentar por Mary Halcombe, y que eleva el libro de artefacto literario hipereficaz (esa sensación que tiene uno al terminar las novelas de Collins de que se haya ante una maquinaria perfecta, pero inanimada) a obra maestra.

sábado, 14 de febrero de 2009

Rafaela Ybarra 5-Juan de la Cierva 4

Hace treinta años jugaba al baloncesto en mi colegio, lo que no era cualquier cosa: como mi colegio era el Ramiro de Maeztu, jugaba en el Estudiantes. En todos los años en que jugué no recuerdo haber visto a mis padres (ni a los de ningún compañero) en las gradas: era algo inimaginable, que hubiera cubierto de oprobio al desdichado. Así que ahora que son mis hijos los que se pasan las tardes danzando por esos campos de Dios aplico la misma regla y no aparezco por allí, o más bien aparecía, porque se ve que los tiempos cambian y ahora acuden padres y abuelos y familias enteras a hacer de júligans de los chavales, y éstos, en vez de envenenar a toda la parentela para evitar el bochornoso espectáculo, se toman a mal la educada ausencia de los discretos. Así que para demostrar que soy un padre tan bueno como los demás he empezado a asistir los sábados por la mañana a los encuentros de fútbot-sala de mi hijo pequeño, que tiene 9 años y juega en el equipo del colegio y participa en una liga con los equipos de la zona (Villaverde y Orcasitas, barrios casi obreros, si es que quedan obreros en Madrid), que son un montón. Y ha ocurrido lo inevitable, que me he vuelto adicto y vivo los partidos con una tensión que no desmerece ante la de los míticos forofos de antaño, que sufrían ataques cardíacos en las finales (o como Bódalo, del que se cuenta que salía al escenario con un transistor en el bolsillo cuando le coincidían partidos de Copa de Europa -Champion lig en la pretenciosa jerga de nuestros días- del Madrid con una obra de teatro), y más teniendo en cuenta que la torpeza de la edad (la de los niños, no la mía) hace que cualquier barullo sea ocasión peligrosa y haya constantes alternativas en el marcador.
Y, para mi estupor, he descubierto que mi hijo es el líder del equipo. Como en casa es el más pequeño mantiene una lucha constante por llamar la atención y no para de hacer el ganso y decir lo primero que se le pasa por la cabeza, que suele ser una chorrada, para no ser menos que sus hermanos, que no desperdician ocasión para machacarlo. Yo con la mitad de lo que soporta estaría hundido para una semana, pero yo era el hermano mayor de cuatro, así que no puedo compartir su experiencia. Bueno, pues es pisar el campo y ponerse a dar órdenes a todos sus compañeros, y lo más raro es que le hacen caso. Supongo que tiene eso que llaman los periodistas deportivos "visión de juego": hoy, por ejemplo, ha recibido un balón de espaldas a la portería, lo ha protegido ante la avalancha de contrarios que se le han venido encima (porque a esa edad los niños se echan encima del balón en seguida), ha conseguido darse la vuelta y dar un pase al hueco que ha dejado a dos compañeros suyos solos ante el portero, al que han fusilado. También ha metido un gol mediante el infalible método de darle un punterón a balón desde el quinto pino y conseguir que un defensa lo desvíe torpemente antes de que llegue a la portería. Hoy han perdido 5-4, el sábado pasado ganaron 3-2 (en el último minuto); total, que ya es impensable hacer otra cosa los sábados por la mañana.

jueves, 12 de febrero de 2009

Ari Folman en Madrid


Vals con Bashir se estrena a finales de mes, y supongo que a estas alturas todo el mundo sabe de qué va, pero cuando yo me metí a verla no tenía ni idea de lo que iba a ver y salí con los ojos como platos. Ari Folman vino el martes a presentrar la peli a Madrid, y ya a la entrada, antes de que empezase la rueda de prensa, me avisaron de que estaba a la defensiva y pasablemente mosqueado, harto de que le preguntaran por Gaza y las elecciones israelíes.
Comenzó la rueda de prensa diciendo que estaba muy contento porque iba a ser la última después de nueve meses en los que había dado 630 ( o 6.300) entrevistas, y se notaba que estaba entrenado porque parecía que las respuestas se las sabía de carrerilla, como un opositor de los viejos tiempos. La pregunta más espinosa que se le planteó fue acerca de la reacción de la clase política israelí a la película y su opinión sobre la participación de Sharon en las matanzas de Sabra y Chatila; contestó que el film ha sido bastante apoyado por casi todo el espectro político, y obvió lo concerniente a Sharon.
Aunque la película tiene un formato de documental, a base de entrevistas, la estructura narrativa es propia de un relato, el de la búsqueda de la verdad por parte de un caballero andante, un motivo medieval que, en nuestra época, sólo puede tener un resultado: en el centro de esa encuesta necesariamente emerge el horror como la única respuesta posible.

miércoles, 11 de febrero de 2009

El encuentro de Descartes con Pascal


Cualquiera podría imaginarse que una obra de teatro en la que se recrea el encuentro que tuvieron Descartes y Pascal, y que consiste en un diálogo ininterrumpido acerca de diferentes concepciones teológicas con algún pequeño suspense alrededor de nombres de los que sólo saben los especialistas en la época sería pasto de teatros alternativos con dos docenas de espectadores. Pues no, la sala grande del Español estaba hasta arriba para escuchar como Pascal le tiraba anzuelos a Descartes para que se adhiriese al integrismo jansenista, y como Descartes picaba a Pascal para que se dejara de delirios fundamentalistas y pusiera a trabajar esa mente privilegiada que le había sido concedida. Jean-Claude Brisville se inventa el contenido del diálogo, porque según se cuenta en la nota de prensa ni Descartes ni Pascal dejaron constancia del contenido de su conversación de varias horas. Descartes era ya famoso y las cortes ilustradas se lo rifaban, mientras que Pascal era un genio precoz de las matemáticas que desconfiaba de las potencialidades de su poderosísima inteligencia, y abrazó la causa del jansenismo, esa especie de versión católica del protestantismo que surgió en Francia y que fue bastante perseguida, entre otras cosas porque arrasó entre zonas muy poderosas de la aristocracia (a mí ese ansia repentina de pureza que le entró a la muy libertina nobleza francesa del XVII siempre me ha recordado a la pasión desaforada por el puritanismo estalinista que le entró a la aristocracia oxfordiana gay de los años 30 del siglo pasado). Aunque Descartes es figura clave en la historia de la filosofía occidental, que levante la mano quien lo haya leído si no es por obligación; Pascal, sin embargo, con esa conciencia atormentada por las presiones que ejercía sobre su fe compulsiva los avances científicos de su época, es casi un best-seller en nuestros días, y sus Pensamientos salen constantemente en ediciones de bolsillo (es curioso como se han puesto de moda entre lo que queda de la intelligentsia europea los escritores católicos más radicales, ya no sólo Pascal o Kierkegard o Chesterton, hasta Leon Bloy y Joseph de Maistre, por no hablar de San Agustín, al que de repente todo el mundo se ha puesto a leer, o el mismo San Pablo, sobre el que han escrito Badiou, Ambagen y Zizek, y seguro que me dejo alguno). Tal vez el más famoso de esos Pensamientos sea el de la apuesta por la salvación, aunque sólo sea por la cancha que le dio Rohmer en Mi noche con Maud; a mí el que más me gusta es el de que el hombre empieza arrollidándose y la fe viene luego ( o algo así, y es que realmente creo que en el hombre antes es el rito y el ceremonial que la creencia.
Flotats recrea de manera excepcional a un flemático y (aparentemente) acomodaticio Descartes, algo incómodo con su fama, entregado a una vida nómada, aturdido ante la vehemencia y el nihilismo de un Pascal al que la imagen de talibán que se le da no acaba de cuadrar con como lo imagino, aunque aquí se nos presenta en el momento en que ha entrado en contacto con el fuego purificador del jansenismo, una corriente religiosa radical que, como la Reforma, venía de San Agustín y, curiosamente, Baltasar Gracián, y a la que se miró con bastante desconfianza pero que se ha mantenido más o menos viva en ciertas regiones de la cultura francesa, y cuya última eclosión importante se manifiesta en el cine de Bresson. La obra comienza en el momento en que los dos pensadores se encuentran, y tras las cortesías de rigor empiezan a medirse con cierta desocnfianza. Tras la aparente aridez de la propuesta se encuentra una obra apasionantemente construida, casi como una partida de ajedrez en que los contendientes se tienden trampas dialécticas, sobre todo por parte de Pascal, empeñado en llevar al filósofo europeo de moda al huerto de sus creencias. Descartes contraataca con inteligencia, y para acabar le tienta con la posibilidad de llevar a buen fin todas sus investigaciones científicas, tentación que Pascal rechaza un poco como Cristo frente a Satanás. Aunque ambos filósofos eran creyentes sinceros, la obra señala que no hay posibilidad para el trazado de puentes entre ambas concepciones del mundo. El integrismo católico vuelve a ocupar páginas de periódicos en nuestros días, pero es obvio que El encuentro... señala al fundamentalismo religioso realmente existente (y operativo socialmente) en nuestros días, el islámico, y no parece que Brisville sea muy optimista con respecto a diálogos entre civilizaciones.

Peluquerías


Para Susana, que podría haber escrito este texto.

"Siempre, desde chico, le había resultado difícil explicarle al peluquero como quería el corte. Muchas veces había pensado que lo ideal sería poder señalar una fotografía, o a alguien real que estuviera presente, y decir "lo quiero así". Pero nunca había tenido la suerte de poder hacerlo; nunca había fotos ni gente disponibles. Y con palabras, por mucho que se había esforzado, no lograba transmitir exactamente lo que quería, al menos a los peluqueros, que aun con la mejor voluntad hacían algo que nunca coincidía con lo que él traía como intención. Una vez hecho el trabajo, no se atrevía a protestar, aunque en ocasiones le habían hecho algo tan opuesto a lo que había pedido, y tan seguro estaba de haberlo pedido con claridad, que le daban ganas de rebelarse y decir "No, no era así, empiece de nuevo". Se culpaba a sí mismo, por no emplear los términos técnicos adecuados, y planificaba la fórmulas de antemano, puliéndola, corrigiéndola."


César Aira, Las aventuras de Barbaverde

martes, 10 de febrero de 2009

Candilejas


La Filmoteca ha proyectado en sendos domingos Monsieur Verdoux y Candilejas, dos de las películas en las que Chaplin se fue trabajosamente desprendiendo del personaje de Charlot. Monsieur Verdoux es estupenda, sorprendente y con bastante mala leche, pero Candilejas, que no veía, probablemente, desde hace treinta años, me dejó de piedra. Tengo la impresión de que está más bien ninguneada por la crítica, que la coloca en la etapa de decadencia de su autor (tras ella sólo haría dos películas más, Un rey en Nueva York y La condesa de Hong-Kong , que también hace décadas que no veo), o por lo menos con esa impresión fui al cine, casi como una obligación cultural. Y lo que me encontré fue un film descomunal, excesivo, apasionante, megalómano, narcisista, trágico, cruel, obsceno, impúdico, desequilibrado, infinito, doloroso. Se ve que Chaplin quería despedirse a lo grande y se percibe en cada momento la obsesión por crear una obra maestra y definitiva. Perro esta summa cinematográfica era incomprensible en su tiempo. No me extraña el desconcierto educado que provocó: nosotros no somos más listos que aquellos, pero hemos pasado por Rivette, y Oliveira, y Fellini, y Ionesco, y Coppola, y toda la modernidad cinematográfica, y nos parece normal la frontalidad arcaizante de parte de la (refinadísima) puesta en escena, o el alarde arrogante de mostrar enteros (y varias veces) los números cómicos (¿no nos fascinan Tsai Ming Liang y Weerasethakul cuando hacen lo mismo?).
Chaplin elige una historia sublime y popular de sacrificio: un actor cómico en decadencia salva de la muerte a una (hermosísima) bailarina, Thereza, a la que ayuda a triunfar y a cuyo amor renuncia para ver como acaba en brazos de otro. En un relato clásico tendríamos el clásico triángulo en el que la figura paterna renunciaría a su objeto de deseo incestuoso para entregárselo, cual ofrenda sacrificial, al destinatario. Pero Candilejas no tiene (casi) nada de relato clásico: aquí el personaje de Chaplin (Calvero) acapara cámara todo el rato, y aunque renuncia al amor de la chica (que esta le ofrece en una secuencia fantasmática algo siniestra), desde luego le cuesta mucho hacerlo, y la película tiene un espesor incestuoso bastante considerable. El personaje al que el propio Calvero destina a la chica desde prácticamente el principio del film (Neville, un compositor), en la famosa primera hora del film, en el que los dos se pasan el rato hablando sin que la acción avance, tiene muy poca consistencia. Uno de los lados obscenos del film vienen de la complacencia con que Chaplin filma a la guapísima Clare Bloom adorándole (placer al que parece incapaz de renunciar, incluso a costa de cargarse el film). Pero si Candilajes es absolutamente fascinante es porque la lucidez del creador le hace ver la imposibilidad de su fantasía narcisista: Chaplin/Calvero/Charlot tiene que desaparecer, pero antes hay que dejar constancia del talento del artista: la brillatez de Calvero, el arte de Chaplin, lo sublime de su sacrificio. Otro de los giros postclásicos del film es el derrumbe de la figura paterna: Clavero fracasa cuando intenta rehacer su vida, se entrega de nuevo a la bebida, tendrá que ser la chica quien lo mantenga, quien lo anime, quien mueva influencias para que encuentre trabajo, quien lo busque cuando se pierda (una imagen recurrente en el cine de Chaplin, la de la mujer hermosa que busca a su objeto de deseo y siempre lo encuentra deteriorado, hundido -el vagabundo en Luces de la ciudad, el Verdoux arruinado en Monsieur Verdoux, Calvero convertido en mendigo), y en uno de los momentos más brutales del film, la que cuente que ha aleccionado al público para que aplauda en la última actuación del payaso. Por la lógica del relato, Clavero muere tras haber vivido su último momento de gloria (el celebérrimo dúo con Keaton, el adiós definitivo a la pantomima) y ver como alcanza el triunfo definitivo su bailarina. El plano es soberbio, Chaplin sentado en un sofá, entre bambalinas, rodeado por una extraña corte de teatreros (Keaton a punto de salirse de cuadro), mirando el éxtasis de la danza. Podría haber sido el cierre del film, pero el último plano es una mirada anónima, en plano general, del escenario donde Thereza reina en solitario, inconsciente de lo que ha ocurrido fuera de la escena.

Casi podríamos decir que Candilejas es un film a punto de devorarse a sí mismo, un texto empeñado en narrar desde la épica el derrumbe de un personaje, la decadencia de un creador, la imposibilidad de un estilo ya periclitado, cruzado todo ello por la voluntad "demoníaca" de negarlo.

domingo, 8 de febrero de 2009

Sabrina


Me encontré con que pasaban Sabrina en la Filmoteca, y con ese ardor pedagógico que tenemos los padres de hijos adolescentes decidí que era la película ideal para llevarme a mi hija de 14 años la tarde del sábado, bendecido por Susana, a quién le encanta la película y la considera ideal para alguien que sea a la vez joven y chica.

Sabrina es una variación de El patito feo y Cenicienta, los dos Ur-text de cualquier relato que quiera triunfar entre el público femenino, y de ahí deriva su eficacia, porque como peli tira a floja, con un montón de errores de bulto, empezando con el garrafal del casting, que de tan disparatado casi sale bien: La abrumadora falta de química entre Bogart y Audrey Hepburn hace que la parte en que él se toma el trabajo de seducirla como algo más soporífero que sus tediosas reuniones de trabajo resulte convincente, pero el final feliz no hay quien se lo crea. La verdad es que Bogart parece mortalmente aburrido todo el rato, salvo cuando algo parecido al odio o al desprecio por su partenaire asoma en su mirada. Tampoco parece que Wilder fuera la persona más adecuada para llevar a buen puerto una comedia romántica como ésta, en la que tuvo que esconder esa acidez marca de fábrica de la que parecería que acabó esclavo. Aquí asoma en algún punto, en la que es la gran contradicción del film, el hecho de que Sabrina se vaya a París como atolondrada adolescente y vuelva a los dos años hecha una refinada femme du monde, capaz de merendarse a un millonario en una noche, pero a la vez nos tengamos que creer que sigue siendo una angelical e inocente joven (un poco la imagen que casi de manera natural impone la delgadísima actriz). Como yo pertenezco a esa secta secreta y perseguida de los que no tienen aprecio por el Wilder director casi agradezco que se le impusiera cierta ligereza y simplicidad al conjunto, lo que da lugar, al menos, a una gran secuencia, la que tiene lugar en el despacho hacial el final y en el que casi vemos a la Hepburn cocinando.

viernes, 6 de febrero de 2009

Regreso a casa, de Pinter


Regreso al hogar comienza poniendo en escena al padre de la horda freudiana, un hombre que aplasta a sus hijos imponiendo arbitrariamente su voluntad mediante la amenaza constante de la fuerza. Desgraciadamente para él, sus hijos habitan algún otro género literario y se mofan abiertamente de sus pretensiones, ridiculizando sus actitudes, que básicamente se reducen a ensalzar épicamente un pasado que misericordiosamente podríamos calificar de mediocre. Nos encontramos con una familia compuesta exclusivamente de varones que no se molesta en aparentar verosimilitud alguna: tenemos desde un catedrático de filosofía hasta un representante del lumpen proletariado más cerril, y cuando se juntan parece que se entretienen en poner en práctica todo tipo de rituales tribales más o menos extraños, salvo los que uno imaginaría que corresponden a su tiempo y espacio, que son los de la Inglaterra obrera de mediados de los sesenta: así, se pelean con ferocidad por la comida (un bocadillo de queso) o un objeto mágico/banal (unas tijeras) mientras que se sueltan a la cara las mayores barbaridades con total impasibilidad.
En este desconcertante universo aparece el hijo pródigo (el profesor de filosofía) acompañado de su esposa, pensamos que para presentarla en familia pero en realidad para entregarla como objeto para disfrute sexual del resto de la manada. Esto puede parecer sórdido, pero en la obra se cuenta con feroz comicidad (a la que el excesivo respeto con el que se acomete la adaptación no hace justicia, o tal vez el respeto lo llevamos puesto los espectadores, que vamos a degustar un Pinter): algo acobardados los machos de la camada, tiene que ser la mujer la que ponga en escena su condición de carne disponible, y al final uno se va con la impresión de que se los va a merendar a todos.
En cualquier caso, Pinter parece empeñado en frustrar las hipótesis que va imaginando el espectador, incluso en la misma escena pasamos de un registro, o un género, a otro; este hábil desconcierto hace que la obra pueda ser admirada pero a mí me aburrió un poco, con esas facilidades que da para marcharte de la historia.

Lisandro/Serra



El otro día, posteando en el blog de Daniel Quinn, y a propósito del pequeño ciclo que dedican a Luis Miñarro en La Casa Encendida, recordé que había entrevistado a Lisandro Alonso y a Albert Serra con ocasión del pase de Liverpool y El canto de los pájaros en la Quincena de Realizadores, ambas producidas por Miñarro, que comentaba lo ruinoso que resultaba el exitoso periplo festivalero de películas como esas, dado que eran solicitadas por un montón de certámenes, lo que implicaba tirar copias subtituladas y pagar viajes a la parte del equipo que no era invitada. La verdad es que en un festival de cine, más que hacer entrevistas te las quitas de encima, porque siempre hay que encajarlas entre un montón de actividades, y en cuanto las acabas pasan al pozo del olvido, pero en este caso hubo un par de anécdotas curiosas que siempre quise contar.

Como el pase de Liverpool coincidió con la aparición estelar de Maradona para presentar el documental que Kusturica (que no sabe español) había rodado sobre él, a alguien se le ocurrió la idea de que preguntáramos a todo argentino que nos cruzáramos qué opinaba del jugador, que al parecer tiene en su país iglesias dedicadas a su culto. Y como yo me crucé con Lisandro Alonso, le pregunté (bien que con una inflexión que invitaba al choteo cómplice) qué opinaba de su compatriota.

- Para mí Maradona es Dios, es el más grande, contestó para estupor mío, y tan serio que me di cuenta de que de choteo nada, que con el monoteísmo no se juega. Me quedé tan sorprendido que le pregunté si lo decía de verdad, y me dijo con la misma seriedad que completamente, que para él Maradona era lo más grande del mundo (o alguna hipérbole así). Así que en seguida pasé a preguntar sobre el sustrato mítico del film, la opacidad psicológica del personaje y esas cosas que se le ocurren a uno viendo las pelis de Alonso. Ni la (estupenda) película de Alonso ni el (megalómano) documental de Kusturica se han estrenado todavía, así que no avanzaré nada sobre ellos (la verdad es que el documental me lo ahorré, que ya Alberto contó que era un demencial dúo de dos ególatras que apenas cabían juntos en el mismo plano).

El canto de los pájaros sí se ha estrenado, por decirlo de alguna manera, porque en Madrid ha aguantado un par de semanas con una sesión diaria en el Pequeño Cinestudio, aunque en el Cahiers le dedican tropecientas páginas, en ese mismo Cahiers en el que aparecía Honor de Caballería como una de las mejores películas del 2007. Pues eso mismo le comenté, qué le parecía encontrarse en ese club tan selecto, donde la verdad es que siempre aparecen los mismos y donde cuesta mucho hacerse un hueco. Total, que estupor similar al alonsiano me invadió cuando el bueno de Serra se descolgó con que no le daba importancia alguna, porque todas las pelis que aparecían en la susodicha lista antes que la suya le parecían detestables, momento en que hice un ímprobo esfuerzo de memoria gracias al cual recordé que entre esas pelis detestables estaban Paranoid Park, Inland Empire y Death Proof, películas que además de gustarme me parecían mejor que la suya. Aquí no se me ocurrió preguntarle si hablaba en serio porque era obvio que así era. Y aunque a mí me gusta El canto de los pájaros, me parece que derrocha la misma arrogancia y autosuficiencia que su director .
Y como postdata, y aunque no tenga nada que ver con la presente entrada, recomendar vivamente a cualquiera que se la tropiece la película de Skolimowski que abrió la Quincena, Las cuatro noches de Ana, no vaya a ser que se pase en algún sitio raro o la compre algún marciano y alguien se la pierda.

lunes, 2 de febrero de 2009

Lyndon y Washington




Comencé mi finde dieciochesco acercándome a la filmo a ver Barry Lyndon. No soy de los fans de Stanley Kubrick, pero tenía un buen recuerdo de la película, y la verdad es que salí encantado de esta revisión. Tiene ese rollo perfeccionista que puede resultar irritante, con esa manía que tenía el director de hacer la película definitiva en cada género, con chorradas como la iluminación con velas, que tanto les mola a los historiadores y a los periodistas, pero bueno, la historia está muy bien, y ese afán pictorialista que anima cada plano y que parece que va a hacer naufragar el film acaba yéndole bien a ese tono distanciado tan de los setenta que tiene, casi como si fuera un syberberg para masas (una de las diferencias significativas con el libro es que éste está narrado en primera persona, mientras que la película tiene una voz en off de un narrador objetivo y omnisciente).


En su primera parte la peli es una narración de iniciación en la que Barry Lyndon abandona su hogar (tras un prólogo en clave bufa en el que Kubrick se burla de la inocencia romántica del protagonista) para caer en las manos de todo tipo de figuras paternas que resultan ser farsantes, cobardes o que se mueren demasiado pronto. En la segunda empieza casado con una viuda rica y atractiva, con la que se las promete muy felices y acaba iniciando una carrera imparable de desastres, en su mayo ría relacionados con su desastrosa gestión de la paternidad: se enzarza en una absurda guerra de antagonismo con su hijastro y adora de manera literalmente letal a su hijo carnal. Esta parte es fascinante, y tiene el plus de descubrir cosas curiosas, como por ejemplo de donde saca John Woo esa manía tan rara de llenar de palomas sus tiroteos (de la genial escena del duelo).


Barry Lyndon tiene lugar durante el reinado de Jorge III, monarca inglés conocido por su peculiar locura y por ser el soberano que lidió con el levantamiento en armas de las colonias americanas. Como todos los reyes que en el mundo han sido, le resultaba incomprensible que no hubiera bofetadas por ser súbditos suyos. La lectura a la que me he entregado compulsivamente ha sido 1776, una narración de no-ficción que sigue minuciosamente el primer año (bastante desastroso) de las cuitas del ejército (por llamarlo de alguna manera) de Washington en su enfrentamiento con las hiperprofesionales tropas británicas, los marines de la época, a las que ayudaban además mercenarios alemanas, una especie de terminators dieciochescos. David McCullough articula como una novela una cantidad infinita de documentos históricos, y el resultado es deslumbrante.