martes, 10 de febrero de 2009

Candilejas


La Filmoteca ha proyectado en sendos domingos Monsieur Verdoux y Candilejas, dos de las películas en las que Chaplin se fue trabajosamente desprendiendo del personaje de Charlot. Monsieur Verdoux es estupenda, sorprendente y con bastante mala leche, pero Candilejas, que no veía, probablemente, desde hace treinta años, me dejó de piedra. Tengo la impresión de que está más bien ninguneada por la crítica, que la coloca en la etapa de decadencia de su autor (tras ella sólo haría dos películas más, Un rey en Nueva York y La condesa de Hong-Kong , que también hace décadas que no veo), o por lo menos con esa impresión fui al cine, casi como una obligación cultural. Y lo que me encontré fue un film descomunal, excesivo, apasionante, megalómano, narcisista, trágico, cruel, obsceno, impúdico, desequilibrado, infinito, doloroso. Se ve que Chaplin quería despedirse a lo grande y se percibe en cada momento la obsesión por crear una obra maestra y definitiva. Perro esta summa cinematográfica era incomprensible en su tiempo. No me extraña el desconcierto educado que provocó: nosotros no somos más listos que aquellos, pero hemos pasado por Rivette, y Oliveira, y Fellini, y Ionesco, y Coppola, y toda la modernidad cinematográfica, y nos parece normal la frontalidad arcaizante de parte de la (refinadísima) puesta en escena, o el alarde arrogante de mostrar enteros (y varias veces) los números cómicos (¿no nos fascinan Tsai Ming Liang y Weerasethakul cuando hacen lo mismo?).
Chaplin elige una historia sublime y popular de sacrificio: un actor cómico en decadencia salva de la muerte a una (hermosísima) bailarina, Thereza, a la que ayuda a triunfar y a cuyo amor renuncia para ver como acaba en brazos de otro. En un relato clásico tendríamos el clásico triángulo en el que la figura paterna renunciaría a su objeto de deseo incestuoso para entregárselo, cual ofrenda sacrificial, al destinatario. Pero Candilejas no tiene (casi) nada de relato clásico: aquí el personaje de Chaplin (Calvero) acapara cámara todo el rato, y aunque renuncia al amor de la chica (que esta le ofrece en una secuencia fantasmática algo siniestra), desde luego le cuesta mucho hacerlo, y la película tiene un espesor incestuoso bastante considerable. El personaje al que el propio Calvero destina a la chica desde prácticamente el principio del film (Neville, un compositor), en la famosa primera hora del film, en el que los dos se pasan el rato hablando sin que la acción avance, tiene muy poca consistencia. Uno de los lados obscenos del film vienen de la complacencia con que Chaplin filma a la guapísima Clare Bloom adorándole (placer al que parece incapaz de renunciar, incluso a costa de cargarse el film). Pero si Candilajes es absolutamente fascinante es porque la lucidez del creador le hace ver la imposibilidad de su fantasía narcisista: Chaplin/Calvero/Charlot tiene que desaparecer, pero antes hay que dejar constancia del talento del artista: la brillatez de Calvero, el arte de Chaplin, lo sublime de su sacrificio. Otro de los giros postclásicos del film es el derrumbe de la figura paterna: Clavero fracasa cuando intenta rehacer su vida, se entrega de nuevo a la bebida, tendrá que ser la chica quien lo mantenga, quien lo anime, quien mueva influencias para que encuentre trabajo, quien lo busque cuando se pierda (una imagen recurrente en el cine de Chaplin, la de la mujer hermosa que busca a su objeto de deseo y siempre lo encuentra deteriorado, hundido -el vagabundo en Luces de la ciudad, el Verdoux arruinado en Monsieur Verdoux, Calvero convertido en mendigo), y en uno de los momentos más brutales del film, la que cuente que ha aleccionado al público para que aplauda en la última actuación del payaso. Por la lógica del relato, Clavero muere tras haber vivido su último momento de gloria (el celebérrimo dúo con Keaton, el adiós definitivo a la pantomima) y ver como alcanza el triunfo definitivo su bailarina. El plano es soberbio, Chaplin sentado en un sofá, entre bambalinas, rodeado por una extraña corte de teatreros (Keaton a punto de salirse de cuadro), mirando el éxtasis de la danza. Podría haber sido el cierre del film, pero el último plano es una mirada anónima, en plano general, del escenario donde Thereza reina en solitario, inconsciente de lo que ha ocurrido fuera de la escena.

Casi podríamos decir que Candilejas es un film a punto de devorarse a sí mismo, un texto empeñado en narrar desde la épica el derrumbe de un personaje, la decadencia de un creador, la imposibilidad de un estilo ya periclitado, cruzado todo ello por la voluntad "demoníaca" de negarlo.

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