lunes, 2 de febrero de 2009

Lyndon y Washington




Comencé mi finde dieciochesco acercándome a la filmo a ver Barry Lyndon. No soy de los fans de Stanley Kubrick, pero tenía un buen recuerdo de la película, y la verdad es que salí encantado de esta revisión. Tiene ese rollo perfeccionista que puede resultar irritante, con esa manía que tenía el director de hacer la película definitiva en cada género, con chorradas como la iluminación con velas, que tanto les mola a los historiadores y a los periodistas, pero bueno, la historia está muy bien, y ese afán pictorialista que anima cada plano y que parece que va a hacer naufragar el film acaba yéndole bien a ese tono distanciado tan de los setenta que tiene, casi como si fuera un syberberg para masas (una de las diferencias significativas con el libro es que éste está narrado en primera persona, mientras que la película tiene una voz en off de un narrador objetivo y omnisciente).


En su primera parte la peli es una narración de iniciación en la que Barry Lyndon abandona su hogar (tras un prólogo en clave bufa en el que Kubrick se burla de la inocencia romántica del protagonista) para caer en las manos de todo tipo de figuras paternas que resultan ser farsantes, cobardes o que se mueren demasiado pronto. En la segunda empieza casado con una viuda rica y atractiva, con la que se las promete muy felices y acaba iniciando una carrera imparable de desastres, en su mayo ría relacionados con su desastrosa gestión de la paternidad: se enzarza en una absurda guerra de antagonismo con su hijastro y adora de manera literalmente letal a su hijo carnal. Esta parte es fascinante, y tiene el plus de descubrir cosas curiosas, como por ejemplo de donde saca John Woo esa manía tan rara de llenar de palomas sus tiroteos (de la genial escena del duelo).


Barry Lyndon tiene lugar durante el reinado de Jorge III, monarca inglés conocido por su peculiar locura y por ser el soberano que lidió con el levantamiento en armas de las colonias americanas. Como todos los reyes que en el mundo han sido, le resultaba incomprensible que no hubiera bofetadas por ser súbditos suyos. La lectura a la que me he entregado compulsivamente ha sido 1776, una narración de no-ficción que sigue minuciosamente el primer año (bastante desastroso) de las cuitas del ejército (por llamarlo de alguna manera) de Washington en su enfrentamiento con las hiperprofesionales tropas británicas, los marines de la época, a las que ayudaban además mercenarios alemanas, una especie de terminators dieciochescos. David McCullough articula como una novela una cantidad infinita de documentos históricos, y el resultado es deslumbrante.

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