martes, 27 de enero de 2009

Caos Calmo

Estas navidades perseguí infructuosamente esta novela por alguna librería segoviana y la biblioteca de mi barrio, y como esos dones de los cuentos de hadas me llegó a destiempo, cuando ya el deseo de leerla era un recuerdo del pasado, aunque la inercia de los sentimientos hizo que me la llevara, convencido como estaba de que sería un libro agradable que no cambiaría la historia de la Literatura (en lo que no me he equivocado). Al final la he devorado compulsivamente, sentado en los andenes del metro hasta terminar cada capítulo antes de poder moverme, y eso que la película es un resumen fiel de todo lo que ocurre (vamos, que sabía como terminaba, con esa historia que invierte la de Primavera Tardía y en donde es la hija la que tiene que separar al padre que se había quedado pegado a ella).
Y mientras la leía pensaba en que, realmente, es imposible para el hombre ser ateo: cuando uno se para a pensarlo puede reconocer que ninguna instancia garantiza el sentido, pero en la práctica todos actuamos como si existiera (bueno, todos no, pero para eso hay un nombre, psicosis), porque si no no saldríamos cada mañana a la calle convencidos de que el día seguirá a la noche y el metro aparecerá por el túnel negro y nos llevará al trabajo y no a otro tiempo ni a geografías extrañas. Al protagonista, Pietro, le ocurre una de esas cosas que hacen tambalearse esa fe en la realidad: no sólo muere su mujer, sino que muere mientras él está salvando de ahogarse a otra, en una escena que en el libro está muy conectada con el sexo en su vertiente más primaria. La gracia del libro (y de la peli, pero el libro tiene más tiempo para desarrollarlo) es que Pietro se convierte en un eremita con muchos puntos para caer en la locura, pero es todo lo que le rodea lo que se lanza a la paranoia más desaforada, representada por una fusión empresarial que es descrita como un combate cosmogónico entre fuerzas celestiales enfrentadas. El pobre solitario se encuentra con que todo el mundo va a contarle sus cuitas progresivamente delirantes. Y es ahí cuando uno descubre que todo sentido es necesariamente delirante, porque es obvio que fuera del espacio de lo humano no hay nada del orden del sentido. Así Pietro empieza a sorprenderse de como unas canciones de Radiohead parecen escritas específicamente para él, y justo en el momento en que les presta atención, hasta el punto de que llega a pensar que su mujer se las dejó como un oráculo antes de morir, y tan consciente es de que eso que cree es absurdo como que es imposible dejar de creerlo.
Otro de los chistes del libro es su lado Traje del emperador: Pietro se convierte en una figura fascinate y misteriosa, al que se adscriben los más esotéricos y oscuramente sabios motivos para su reclusión, hasta el punto de que las deidades más altas se acercan a consultarle sus problemas, hasta que tiene que ser el niño (su hija) el que le diga que, en realidad, lo que está haciendo es el gilipollas.












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