El cine de aventuras contemporáneo puede dividirse en tres categorías: aburrido (Indianas Jones), bastante aburrido (piratas caribeños) e insoportablemente aburrido (el señor de los dichosos anillos), si bien tengo inteligentes conocidos que consideran que la última categoría engloba perfectamente casi todo lo que se hace hoy en día en el género otrora glorioso de la aventura, quedando por debajo casi todo lo que hace el infame Bruckheimer, para lo que realmente el lenguaje no ha encontrado todavía una término adecuado.
Una de las variadas razones por las que el sopor y la indiferencia asaltan al espectador en cuanto los inanes actores de nuestra época se ponen a dar cabriolas sin fin para salvar a la humanidad, al planeta, a las galaxias o a lo que sea menester es la detestable invasión de infografías y fondos digitales por doquier. A uno le intentan hacer creer que Frodo y sus mariachis se lanzan a un peligroso periplo a través de innúmeros peligros y escarpados paisajes para tirar un anillo a una fosa, pero es palmario que ni Frodo ni nadie se mueve en esa peli, que todos están más quietos que el fondo verde ante el que posan con cara de panoli, y que ni pasan frío, ni calor, ni sed, ni nada de nada.
Se ve que a finales de los 60 todavía quedaban equipos que hacían localizaciones en condiciones, o todavía quedaban archivos sensatos donde buscar escenarios con rocas peladas, desiertos áridos y polvorientos y un valle sublime rodeado por escarpadas montañas que lo ciñen cual claustrofóbica prisión, que es donde acaba Gregory Peck asediado por el primo apache de Terminator en este western extraordinario rodado por Mulligan (más Pakula en la producción), y que de tan físico y matérico que es uno sale del cine sacudiéndose el polvo y estirando el cuello de dormir en el suelo.
En el comienzo del film unos soldados rodean a una tribu india que ha salido a buscarse la vida y a la que conducen a la reserva. En medio anda una mujer blanca, secuestrada por los indios años atrás, que carga con un mestizo, y que es separada de la tribu a la vez que pide abandonar también la comunidad social "blanca", representada en ese momento por el ejército, lo que coincide con la petición del explorador interpretado por Gregory Peck por abandonar el servicio tras 15 años de pertenencia al ejército. Él también tiene una especie de ahijado mestizo al que deja algo desclasado tras sí. Este conjunto de fuerzas desestructuradas (la tribu que es obligada a abandonar su tierra, la mujer que es separada de su comunidad de adopción sin que pueda retornar a la de su origen, esa imposible categoría de inserción simbólica que es el mestizo, una clase siempre de estatus peliagudo en toda cultura) se manifiesta en el film por la emergencia de una fuerza brutal, ajena a todo freno y completamente asesina, que recibe el nombre de Salvaje, un indio de estatura mítica que es obvio que tiene mucho que ver con la mujer blanca y su hijo, que arrasa todo lo que tiene algún contacto con el peculiar trío que acaban formando los tres protagonistas.
Si en Dos cabalgan juntos "lo indio" asociado a la mujer y su goce provocaba sobre todo una fascinación más o menos escandalizada en la comunidad femenina del cuartel acerca de la vida sexual que había llevada la joven que había convivido años con el guerrero indio (y que todas suponían más intensa que la que ellas sobrellevaban), aquí es más bien una especie de horror ante lo inimaginable de ese goce lo que aturde a los hombres, que no paran de decir que lo que ha debido de sufrir esa mujer con rostro arrasado y enigmático, pero todavía hermoso, cuyo deseo resulta un misterio para Gregory Peck y para el espectador (¿por qué esa devoción absoluta por ese hijo que se presume fruto de una violación?).
The stalking moon, que en español lleva el desconcertante título de La noche de los gigantes, está prodigiosamente rodada y es de una belleza formal deslumbrante; anota en su interior con desconcertante facilidad las tensiones que zarandeaban al western en los sesenta (el hiperrealismo de Leone, el minimalismo de Hellman, el cansancio "postmítico" de los personajes de Peckinpah y el aura crepuscular y hermoso de los últimos films de Ford) y certifica que el relato clásico ha dejado de ser posible en un mundo a punto de ser arrasado por pulsiones devastadoras.
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