viernes, 19 de marzo de 2010

Baby, the rain must fall


"Ya está bien, habría que quemar todas las historias del cine y dejarse de rollos académicos"


La frase es de Luciano Berriatúa, y aunque la suelta a propósito de la doxa tópica sobre el expresionismo, que mete a todas las películas alemanas de la época en el mismo saco, mezclando las churras con las merinas (se puede escuchar en el estupendo reportaje de Alberto Bermejo sobre el expresionismo que ayer emitió Días de Cine, aunque las declaraciones de Berriatúa provienen de una larguísima entrevista que le hicieron cuando publicó uno de sus últimos libros sobre Murnau, y que me cuenta Alberto que no tiene desperdicio y que daría para decenas de reportajes), se podría aplicar a muchas obras y períodos sepultados en el olvido o en la incomprensión, probablemente por la pereza del estamento crítico o académico.



Aunque también es probable la culpa sea mía, y si no conocía esta estupenda película de Robert Mulligan sólo a mí se me puede echar en cara. El caso es que Baby, the rain must fall, además de contar con uno de los mejores títulos de crédito que recuerdo, es perfecta para ilustrar la transición que en los 50/60 se produjo en el cine norteamericano de una narrativa clásica a una postclásica, moderna o manierista, elíjase el término preferido. Esa tensión se inscribe en el film (o más bien la voy a explicar) a través de las tres edificaciones principales que aparecen: la casa prefabricada y aislada en medio del campo en donde habita el muy frágil entramado familiar que está en el centro del film (una mujer que lleva a su hija de seis a años a conocer, por primera vez, a su padre -Henry Thomas-, que acaba de salir de prisión y se encuentra en libertad condicional), tan desolada que incluso el camino que aparentemente lleva hasta ella pasa de largo, una mansión manifiestamente decrépita en una de cuyas alas vive la anciana que adoptó de niño al ex-convicto, y que aún mantiene cierta autoridad legal sobre él, y el edificio que representa a la Ley, y donde se mueven el juez y el ayudante del sheriff (aunque muchas secuencias transcurren en exteriores, apenas vemos a nadie más que a los protagonistas, el pueblo no parece tener otros habitantes).



La casa situada en mitad de ninguna parte es una fotocopia del hogar de la familia Edwards en Centauros del desierto, la que es arrasada en el comienzo del film; hasta tal punto algunos encuadres son similares que dudo que sea casualidad. La mansión que habita la madre moribunda, con una hiedra en la fachada que parece una telaraña gigante o unas cataratas que le han salido a las ventanas viene manifiestamente de Psicosis, cuyo enorme éxito tenía que estar presente todavía en la industria. Y el edificio imponente que acoge a las fuerzas simbólicas de la comunidad no puede esconder el hecho evidente de que sus representantes son incapaces de enfrentarse el poder devorador de la madre, que ha aplastado a Henry Thomas, al que entregaron en custodia pensando que llevaría una vida mejor para descubrir que ofrecieron a una víctima como objeto de goce absoluto. La tragedia del hijo es la ausencia de una figura paterna que interponga una separación con el cuerpo de la madre: incluso en la hora de la agonía, nadie puede impedir que el monstruo se despida con una maldición. Esa ausencia de la castración simbólica se manifiesta en las dificultades que el sujeto mantiene para controlarse en el momento en que su narcisismo sufre la más mínima herida, con lo que acaba a golpes constantemente, incapaz de dirigir al campo de la palabra sus conflictos con el entorno (y más cuando todas las figuras importantes que le rodean se empeñan en que renuncie a la música, el único campo en el que puede dar salida a las tensiones de su subjetividad). Finalmente la agresividad tanto tiempo retenida contra esa figura materna tan siniestra estalla en una espiral de destrucción contra esa casa que es una hipertrofia de su cuerpo moribundo y en una explosión psicótica que le impele a profanar la tumba materna en una escena terrorífica que Mulligan filma de cerca, en la oscuridad de la noche, con una compulsión que puede ser la de la agresión o la del sexo.


Probablemente una de las razones por las que este film resulte tan triste es por la mirada "compasiva" (o comprensiva) de Mulligan sobre sus personajes, mucho más cerca de Ford que de Hitchcock, no hay más que ver lo alejada que está la mirada que posa sobre Lee Remick de la que lanza el director inglés sobre sus heroínas rubias. Pero esta mirada lacónica no puede más que certificar la retirada del espacio social de la ley paterna para dejar el campo libre al horror del matriarcado devorador.













No hay comentarios: