martes, 11 de agosto de 2009

Banderas de nuestros padres



Cuenta la Biblia que Moisés era tartamudo (lo que dio pie a Freud para suponer que era extranjero, o sea egipcio, y a partir de ahí elaboró su teoría sobre el monoteísmo), por lo que pensó que era una extraña elección por parte de Jehová para andar de portavoz suyo. Éste le sugirió que utilizase a su hermano para los discursos. Schonberg se sirve esta historia para contar en su ópera Moisés y Aaron, que los Straub filmaron para la tele alemana (vamos, como Tele 5) como el profeta se retorcía cada vez que veía como Aaron transformaba sus experiencias epifánicas en banales clichés. Este abismo que separa la inefable experiencia de su plasmación sobre el papel es tema señero en la literatura contemporánea, y siempre es un tema socorrido cuando no se te ocurre nada que escribir (y ya has escrito una novela sobre un escritor al que no se le ocurre nada que escribir, probablemente el argumento más utilizado de los últimos decenios).


A los protagonistas de Banderas de nuestros padres les ocurre algo parecido: tienen que pasar por el trago de ver como la experiencia del horror de la guerra (como se sabe el horror es la única experiencia que en Occidente se considera capaz de albergar un espacio para la verdad) es transmutada en un espectáculo kitsch y obsceno con la no muy loable intención de sacar pasta de los poco enfervorizados americanos. Desgraciadamente la película, con su equivocadísima estructura en puzzle a base de flashbacks, impide que nos centremos en el periplo de los protagonistas en la batalla por la isla (casi no hay tiempo para identificarlos) ni en la gira para recaudar dinero, que no tiene demasiado interés (en realidad no se habla del hecho bastante marciano de que la guerra se "costeara" poco menos que con colecciones de cromos: ¿es que no existían los impuestos en aquella época?).


Hay un tema estupendo en el centro de la película que en cierto modo se pierde: La famosa foto sobre la que gira el argumento no fue un montaje, más bien todo lo contrario: una instantánea descuidada de un hecho trivial, desprovisto de todo rasgo heroico. Y, sin embargo, en la foto revelada emergía algo que no estaba en las contingencias azarosas del momento, un plus de "verdad" que los protagonistas no podían percibir. En un momento dado, un alto mando cree que será la bandera la que, poseedora del aura del objeto único, pase a convertirse en el fetiche que aglutine de nuevo el desvaído pathos guerrero de un país cansado, como siempre, de las guerras largas. Pero se ve que que el oficial no había leído a Benjamin; será la foto de, precisamente, la segunda izada de la bandera, una especie de simulacro del acto "verdadero" (si bien ya bastante intrasceedente de por sí) de la colocación de la primera bandera la que se reproduzca infinitamente (hasta el punto de que se metamorfosea en inmensa estatua o en tarta para banquetes) y se convierta en el icono que, según uno de los protagonistas "hizo que se ganara la guerra". Igual la(s) bandera(s) están en algún museo (aunque, si ya había dos desde el principio, con lo cual cada una, de alguna manera, negaba a la otra el status de "la bandera que fue izada realmente en Iwo Jima" ¿cómo estar seguro de la autenticidad de la que se exhibe?), pero en el film, inteligentemente, desaparecen de campo en seguida, mientras que las reproducción en cualquier formato y material inundan la ficción.


Hay algo irritante en el tono ligeramente crítico y convencionalmente deconstructivo del film, ese lado blandamente liberal, el discurso sobre la manipulación de los sentimientos "auténticos". No es tanto que lo que al final acabe surgiendo sea la habitual elegía al patriotismo y al valor de los soldados por encima de las manipulaciones de la clase política corrupta. Por el contrario, lo que se hecha en falta es la asunción de la posición auténticamente heroica de EEUU en la Segunda Guerra Mundial, cuya opción no era elegir entre el bien o el mal si no entre resistir al mal o no hacer nada. A la postre, el discurso acerca de que todas las guerras son malas y todos los bandos cometen crímenes se revela como conservador, en el sentido de que siempre negará la posibilidad de un acto ético radical con la excusa de que siempre generará violencia.
Sin que la recuerde tampoco como una peli como para tirar cohetes, Cartas desde Iwo Jima acertaba a evitar la tentación de la fascinación por la opacidad orientalista y permitía ver el carácter demencial del militarismo japonés "desde dentro", aunque puestos a elegir el Dr Akagi de Imamura me pareece muy superior en ese campo. Aunque se podría pensar que Cartas... estaba pensada para que un espectador occidental accediera al sistema de pensamiento japonés de la época (en la que el emperador todavía se consideraba de origen divino, si bien siempre es problemático establecer qué "peso" real tenía esa creencia en los súbditos de la época), el hecho de que la película fuera un éxito inmenso en Japón tal vez señale que los propios japoneses necesitaban un mediador extranjero y aceptable para verse a sí mismos con respecto a un pasado tan cercano pero ya relativamente extraño.


Curiosamente Sokurov (ruso y así mismo perteneciente al campo enemigo) también se ha ocupado recientemente de la derrota del Japón, justo en el momento en que el emperador es obligado a renunciar públicamente a su status sagrado. The sun se centra en mostrar el abismo que existe entre la persona "real" del emperador (prácticamente un cretino, un clown chaplinesco que se entrega con felicidad a la tarea de hacer el payaso ante los soldados americanos) y su papel simbólico en el orden social de su país. El mensaje por el que anuncia que es una persona "normal" no tiene mayos importancia para él, es una pequeña obligación que lleva a cabo mientras toma el té; sin embargo, para toda la sociedad es un trauma casi inasumible: la primera reacción a su confesión de que no es un ser divino es que, para su estupor, su secretario se suicida. Aunque Cartas... y The sun puede parecer que están muy alejadas (y en algunos aspectos pertenecen a universos diferentes) ambas hacen visible la enorme brecha que puede existir entre el relato que configura simbólicamente una sociedad y las condiciones reales de existencia de la misma, lo que puede llevarla a la destrucción.

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