Estas navidades he podido verme dos de las películas europeas más renombradas de los últimos años, La muerte del señor Lazarescu y Érase una vez en Anatolia, que tienen numerosos puntos en común: duran casi lo mismo (dos horas y media), transcurren a lo largo de una única noche, la filmación en largos planos secuencia alimenta la impresión de que transcurren en tiempo real y, sobre todo, comparten tema: la radical desacralización de la muerte en nuestra sociedad, convertida en un enojoso trámite burocrático en el que el cuerpo real del difunto deja de ser un objeto sagrado pasa a convertirse en un resto excrementicio que hay que eliminar para que no perturbe la fluidez del papeleo.
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