jueves, 9 de julio de 2009

Cuando ruge la marabunta


El recuerdo que tenía de Cuando ruge la marabunta era el de un film en blanco y negro, una película vista en la tele cuando era niño que me dejó una imagen que me impresionó mucho, y que el otro día en la Filmo descubrí que era exactamente igual a como la recordaba: un señor gordo y con bigote que se despierta para descubrir que las hormigas están subiendo por sus piernas para devorarlo. Es curioso comprobar como las imágenes a partir de la adolescencia van siendo moldeadas en el recuerdo por el paso del tiempo, mientras que en la infancia éstas quedan grabadas con exactitud fotográfica.
La verdad es que me acerqué a verla porque desde que han cerrado la línea 6 a la altura de Legazpi volver a casa desde Torrespaña se ha puesto muy complicado, mientras que acercarse al Doré se presentaba como una opción sensata. No tenía especial interés en volver a ver este clásico menor del cine de aventuras, que a la postre se descubrió como un film bastante notable. Para empezar, la enésima constatación de que, en el cine clásico, sea cual sea el género, prácticamente no hay acción. Toda la intensidad se vuelca en el despliegue narrativo de los conflictos libidinales, y cuando hay que rodar las persecuciones, tiroteos, peleas y demás zarandajas, uno tiene la impresión de que se ceden los trastos a la segunda unidad, a los becarios y a los dobles mientras que el equipo A se dedica a las cosas importantes. Y supongo que por esa razón nos resultan decepcionantes sus secuencias de acción y nos involucramos tanto en la trama, mientras que, por ejemplo, en Piratas del Caribe uno se entretiene con las interminables y minuciosamente coreografiadas batallas de barcos o espadachines, mientras que dudo que haya en el mundo algún espectador al que le importe lo más mínimo si el sosainas de Orlando Bloom acaba en los brazos de la esquelética Keira Knightley o en las del histriónico Sparrow.
Aquí las cosas están planteadas con la precisión del mejor cine clásico: una mujer llega a una plantación en el trópico para conocer a su marido, con el que se ha casado por poderes. Como es de rigor en ese cine clásico, Joanna/Eleanor Parker ni es una puritana ni una histérica, con lo que su demanda (en el campo del goce) es muy clara y directa, de hecho tan directa que su marido, Cristopher/Charlton Heston, que sólo busca una especie de vientre de alquiler que le dé, narcisísticamente, reproducciones exactas de su persona en forma de hijos, retrocede entre desconcertado y asustado. Cristopher no quiere saber nada de esa demanda femenina, que le afecta profundamente, perturbado a su vez por la atracción hacia su hermosísima mujer (que no "cede" en ningún momento en su posición, como se muestra en el inverosímilmente impecable vestuario que lleva a lo largo de toda la película, vestidos de gala o saltos de cama de escote cuadrado que dejan siempre al aire sus hombros y su cuello perfectamente perfilados por la iluminación, adornados de vez en cuando por un elegante collar).
En la escena del primer encuentro se juega todo lo que va a ser el conflicto que se desarrolla a lo largo de todoa la película; con esa concisión que mencionaba antes Joanna bascula a los ojos de Cristopher entre su condición de figura sublime (sus ademanes refinados, sus conocimientos de idiomas, el tocar el piano) y excrementicia, aquí derivada de ser una mujer separada y la sospecha de que haya sido la amante del hermano, el destinador simbólico que la eligió como esposa. Para que haya una relación sexual (en el sentido en que Lacan dice que la relación sexual es imposible) el hombre tendrá que atravesar estas figuras imaginarias; mientras se mantenga en ese plano sólo conseguirá establecer a una distancia estéril o aproximarse mediante humillantes agresiones sexuales. Todo empieza por las formas: ¿cómo acceder a una mujer que es la tuya? Joanna se lo dice constantemente, ella es su mujer, o cuando Cristopher fuerza la puerta de su dormitorio ella le recuerda que esa misma puerta está abierta. La paradoja empieza por ahí: el film nos dice que el ABC es pedir permiso para entrar en una habitación a la que ya tenemos acceso.
Sabemos por los textos que conviene atender esa demanda femenina, cuya pulsión puede destruir todo lo que le salga al paso. Aquí la llegada de Joanna a la plantación anuncia la aparición de la devastadora plaga de las hormigas, plaga que, por supuesto, se dirige el epicentro del conflicto de los deseos que se mueven en la película, esa plantación que Charlton Heston, una especie de reverso del Kurtz conradiano, ha arrancado a fuerza de titánicos esfuerzos a la jungla (o sea, a lo Real), pero cuyas solidísimas puertas amenazan con transformar al protagonista en una piedra (como le dice el gobernador, otro de los destinadores simbólicos del film que intentan convencer a Cristopher de que la chica es la mujer que necesita). Al igual que los dragones de los cuentos de hadas o los pájaros de Hitchcock, las hormigas de la película dicen algo del goce de la mujer, algo que el hombre tendrá que demostrar que es capaz de afrontar antes de que la pareja se reúna definitivamente (en Hitchcock los personajes masculinos son incapaces de esa tarea, por lo que los pájaros acaban invadiendo el universo, pero aquí todavía el goce es afrontado y las hormigas destruidas).
Lo bueno de una película como ésta, digamos que de clase media y lejos de obras maestras como Mogambo, es que ayuda a percibir las virtudes objetivas de un sistema como el del Hollywood clásico, un sustrato de base sobre el que se erigían casi sin despeinarse películas tan interesantes como ésta, en el que casi todo suma, al margen de aportaciones personales como la solidez del guión y la sobriedad de la puesta en escena. Incluso acertadas elecciones de casting hacen que un mal actor como Charlton Heston resulte apropiado para el carácter pétreo del personaje que encarna.

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