Si bien Inglorious basterds postulaba que el cine es el imaginario absoluto de nuestra contemporaneidad, por encima de lo que la Historia pueda decirnos, el estallido final de la pantalla y de la sala cinematográfica aportaba la posibilidad de que Tarantino escapara de esa cárcel en el que su cine se ve encerrado, como la princesa de los cuentos, esa cinefilia absoluta que no deja correr el aire de lo Real, Real invocado compulsiva e inútilmente por los proverbiales y discutidos estallidos de violencia que jalonan sus películas. En este sentido, Django es una pequeña decepción: no hay paso adelante. Django es a los negros lo que Inglorious a los judíos, un mecanismo poderosísimo de gratificación, un intento de redimir el sufrimiento, y una constatación de que ése es un empeño imposible. Así que, finalmente, la peli se enroca en su propuesta de film total, empeño loable que Tarantino lleva camino de convertir en género (ya llevamos tres, Kill Bill, Inglorious y ésta), pero que a este paso va a convertir sus obras en inmediatas piezas de museo.
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