Si bien el cine de Capra y el de Tarkovsky están alejadísimos en todos los aspectos, empezando por el hecho de que las películas del primero están pobladas de héroes activos sustentados por el deseo de una mujer, mientras que en las del segundo sólo hay empanaos que lidian con mujeres atrapadas en espirales melancólicas, el ver ¡Qué bello es vivir!/It's a wonderful life a continuación de Solaris depara un shock considerable: ¿cuál es una de las imágenes emblemáticas del cineasta ruso? Ese interior extremadamente deteriorado en el que cae lluvia a mansalva (aunque a menudo sus habitantes no se enteren, bien porque las goteras fueran muy abundantes en la URSS, bien porque los protagonistas tarkovskianos suelen estar locos, aunque sea de una manera muy arty, y esas nimiedades no les importan).
Pues nada, podemos afirmar sin lugar a dudas que Andrei le robó la idea a Frank: cuando James Stewart se acerca a la dirección donde su mujer le ha citado para pasar su luna de miel, para estupor del personaje y del espectador, el protagonista se adentra en un universo absolutamente tarkovskiano, un caserón medio derruido en cuyo interior llueve torrencialmente y donde todo está a punto de derrumbarse, si bien la extrañeza queda rápidamente evacuada merced a un deslumbrante: primer plano del rostro de Donna Reed, resplandeciente en su deseo. A partir de ahí ese espacio doméstico sigue un proceso opuesto al habitual en Tarkovsky: aunque el posible retorno de la ruina esté siempre presente, la casa irá progresivamente haciéndose más y más habitable. Y ¿cuál es la energía que mantiene esa casa? No hay duda: ¡El goce de la mujer! Que es un elemento marcadamente ausente en todas las pelis de Tarkovsky, que así no hay casa (ni relato) que se mantenga en pie.
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