Un segundo visionado de Arraianos en la Sala Berlanga (un cine incomodísimo con una proyección digital fabulosa) confirma la película de Eloy Enciso como mi favorita española de este año. Construida a partir de la filmación de una obra de teatro gallega (para mí completamente desconocida) con actores aficionados y con técnica straubiana, el resultado parece que fue tal desastre que el director se replanteó todo el proyecto, volviendo al mismo espacio para rodar a los protagonistas en su entorno. En el film van quedando huellas de todas las fases, elaborándose como un yacimiento arqueológico en el que van aflorando distintos estratos que acaban cristalizando en una experiencia sensorial bastante hipnótica y que parece la ilustración perfecto del dicho rivettiano de que una película es el residuo de su rodaje.
A destacar la muy hermosa secuencia en que unas ancianas se arrancan a cantar canciones populares de su juventud que hablan de amores, sin que acaben de dar con la letra, hasta que una de ellas acierta a enhebrar un romance, el rostro surcado por las arrugas transfigurado por la historia que canta, la de un amor joven e inevitablemente desdichado, la historia de la vida de todas alles, mujeres seguramente filmadas por primera vez y a punto de desaparecer, una secuencia en la que emerge lo sublime a través de lo real de la erosión que el tiempo causa en los rostros y los cuerpos.
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