Ayer bajé a un Madrid axfisiante desde mi fresco exilio segoviano para preparar mi agosto laboral, en el que disfrutaré de la libertad del Rodríguez y dispondré del dvd para verme lo que me dé la gana y de mi sillón favorito para tirarme horas leyendo novelones o sesudos tratados mediavales de teología, como hacía Philip K. Dick, por cierto. Saqueé un par de bibliotecas y me compré una nouvelle de Levrero que encontré en la librería Antonio Machado del Círculo de Bellas Artes, y resistí la tentación de llevarme la antología de Die Fackel que ha publicado Acantilado, uno de esas propuestas casi suicidas de la editorial, que uno se pregunta como es que no han publicado la integral de la revista del mítico y compulsivo calígrafo que era Krauss.
El caso es que me metí en la librería a hacer tiempo entre dos pases del ciclo de Minnelli que organiza el Bellas Artes para este fin de julio. Ayer ponían Dos semanas en otra ciudad y Como un torrente (Some came running), de las que creía tener un buen recuerdo, y digo creía porque resultó que la segunda no la había visto. Tal vez la vi de niño en la tele, pero es una película absolutamente adulta, cuyas tensiones sólo pueden entenderse si uno tiene cierta edad, lo que prácticamente la hacen inviable en nuestros días, cuando incluso las películas supuestamente realizadas para un público adulto tienen conflictos que parecen de preadolescentes.
Y aquí empieza mi filípica reaccionaria: Some came running es una obra maestra absoluta, fascinante, extraordinaria, maravillosa, hermosísima, de una sutileza que hace que uno se eche a llorar cuando ve las chorradas que los críticos se ven a obligados a elogiar en nuestros días (soy perfectamente consciente de que el valor teórico de este comentario es nulo). Pues bien, en la sala el espectador más joven casi era yo (que tengo 44 años). Había una pareja más joven y un padre heroico que había llevado a su hija adolescente. El resto estaba compuesto por hombres de la edad de mi padre y, mayoritariamente, por grupos de amigas entre los sesenta y los setenta, un sector omnipresente en todos los saraos culturales, ya sean exposiciones, conciertos, presentaciones de libros o ciclos de cine clásico.
¿Y qué pasa con los cinéfilos de nueva hornada? Pues deben de haber desaparecido. Que en una ciudad como Madrid, con Facultad de Imagen, Academia de Cine e innúmeros institutos y academias de cine y televisión y artes audiovisuales, lo que supone miles de estudiantes, ninguno se acerque a ver un film de esta categoría en pantalla grande (teniendo en cuenta, además, que está rodado en Cinemascope) es como para preguntarse por el bagaje de nuestros futuros cineastas. Por lo que me cuentan mis amigos que dan clases en esos institutos, quitando algún excéntrico, para el grueso de la cinefilia jovenzuela el cine comenzó con La Guerra de las Galaxias y Tiburón. No es que no hayan visto Ojos sin rostro, es que no han visto The searchers o Vértigo, dos películas de las que parte todo el cine contemporáneo.
(Bien, es cierto, como confesaba al principio yo tampoco había visto Como un torrente, así que toda esta diatriba está bañada por la contradición).