La única razón que se me ocurre para que durante décadas se haya definido Viaje por Italia como la crónica de la descomposición de un matrimonio es que los críticos no suelen casarse, o, al menos, no suelen encontrar mujeres (o maridos) que los aguanten veinte años. También está el hecho evidente de que los críticos no suelen ver las películas de las que hablan (quiero decir más de una vez), y resulta más cómodo repetir un discurso consensuado y domesticado que volver sobre los textos, aunque se consideren capitales, y ver como han cambiado respecto a la evolución del cine.
Resumiendo: los Joyce son un matrimonio normal, tirando a maduro, que se aburre cuando están juntos y solos, como nos pasa a casi todos los matrimonios veteranos. Incluso yo diría que estos hablan bastante, teniendo en cuenta además lo british que son, que incluso se llevan su Jaguar (o lo que sea) a Italia, que hay que ser descerebrado, aunque Rossellini le saca mucho partido a esa especie de tanque con el que se acoraza la pareja para aislarse de la posible contaminación vital del Mediterráneo; si bien en este aspecto es Alex/George Sanders el que se lleva la palma, que resulta ser uno de los mayores cretinos que el cine ha dado, la apoteosis de la frigidez emocional, al que lo único que le motiva es tirarle los tejos a italianas jóvenes, guapas y pijas que acaban dándole calabazas.
La pobre Katherine/Ingrid Bergman intenta, al menos, como turista ejemplar, emocionarse con los tesoros artísticos de un pasado que más bien la aplasta, cuando no sale huyendo cuando algo de ese pasado sin duda glorioso pero ininteligible la afecta, dado que poco apoyo puede encontrar en su marido, siempre presto a dejarla tirada. Al final lo que de verdad captura su deseo son los carritos de los niños y las mujeres embarazadas, aunque es un indescifrable misterio como piensa tener un hijo, viendo el poquísimo deseo que circula entre los Joyce (probablemente una de las razones por las que esta película se cita siempre como uno de los hitos fundacionales de la modernidad cinematográfica: pasan pocas cosas en general, y nada de nada entre la pareja protagonista, costumbre que se extendería entre los cónyuges posteriores en la historia del cine).
Es más, Viaggio in Italia está a punto de acabar bien: los Joyce, acorazados en su cochazo, son detenidos por una procesión; por supuesto, cualquier conato de religación con esa experiencia de lo sagrado popular está excluida, pero en un momento dado una marea humana parece arrastrar a Katherine hacia el santo que se vislumbra a lo lejos, separándola de su detestable marido (que la acaba de decir una de las mayores canalladas que se hayan oído en una sala de cine nunca, y es que está muy contento de no haber tenido hijos con ella porque así se pueden separar más fácilmente), pero tras bogar contra la corriente que la podría llevar a una nueva vida se aferra desesperada a él; que ya se sabe que más vale pésimo conocido que sabe Dios qué por conocer, y el film termina con un muy desconcertante plano: la cámara inicia el típico plano de grúa en ascenso, pero antes del Fin Rossellini mete a los músicos de la banda municipal dándole a sus instrumentos sin especial entusiasmo, mientras la gente pasea por delante de la cámara, uno de los planos que más me han desconcertado nunca en mi larga historia de espectador.