Hace 25 años la cola para ver este Griffith en la Filmo daba la vuelta a la manzana, el otro día éramos cuatro gatos y la proyección fue a palo seco, que los acompañamientos al piano se ve que se reservan para las películas alemanas mudas, imagino que es lo que lleva más ahora; igual Griffith cotiza a la baja o ya no lo enseñan en las Universidades; tampoco yo la había vuelto a ver desde aquel entonces.
Como en los otros Griffith que he visto recientemente, aquí la escena primordial de donde surge el relato es la de la joven virginal amenazada sexualmente; como todo el mundo sabe el fantasma del film es el del sexo interracial, lo que le ha valido a la peli su mala fama: como en Lirios rotos es el padre el que viola a la hija la cosa se da por descontado, mientras que a la aristocracia francesa, por poner otro ejemplo, la afición al estupro y a la perversión se le supone señas de identidad.
En cualquier caso el paraíso inocente que se ve amenazado por los ataques de la pulsión es ese Sur estadounidense previo a la Guerra de Secesión cuyo imaginario el cine se ha inventado de cabo a rabo. Griffith habla de cultura y civilización, pero lo único que vemos son amables viñetas de interiores en los que el patriarca se ve rodeado de sus hijas inocentes y sus viriles retoños masculinos. No es extraño que la mejor secuencia de la película sea la invasión de ese interior idílico por una horda destructiva que empieza por arrastrar al padre por los suelos y posteriormente se entrega a una destrucción que Eisenstein copiaría más de una década después en la celebérrima secuencia del asalto a las habitaciones del zar (y de la zarina) en Octubre, mientras que la resolución final, en la que el Ku-Kux-Klan restaura el orden blanco y el Norte y el Sur se reconcilian vía matrimonial a costa de condenar a los negros a convertirse en el resto excrementicio social que se borra del orden político resulta pasmosamente inane.
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