Cuando Dickens mete en un libro un personaje meramente para que lleve una carta, aún tiene tiempo de dar dos pinceladas y hacer de él un gigante.
G.K.Chesterton, Charles Dickens, Pre-textos
Como he descubierto que le pasa a mucha gente, tenía bastante pereza ante este film de Eastwood, vendido como una especie de melodrama sobrenatural, algo así como Peter Ibbetson en blandurrio. Una vez visto, diría que es el film norteamericano más hermoso de los últimos años. Comienza mostrando a una pareja de franceses ricos, guapos, cultos y simpáticos, felices en el paraíso terrenal, al que un tsunami se les viene encima. El hombre lo contempla desde las alturas seguras de un balcón, pero la mujer se ve completamente anegada en él: la escena, magníficamente rodada, serviría para un tratado acerca de la distinta posición del sujeto masculino y del femenino ante lo real del goce, y como después de ese conocimiento de la diferencia sexual es imposible regresar al paraíso indiferenciado presubjetivo (y, efectivamente, para la pareja ya nada será igual), pero esta entrada versará sobre una de las grandes cualidades del cine de Eastwood, la extraordinaria presencia que tienen sus personajes.
El protagonista principal, George Lonegan (Matt Damon), es adicto a Dickens, probablemente el mejor creador de personajes de la historia de la Literatura (junto a Tolstoi y Cervantes, por ceñirnos a la novela); a su vez es alguien que es (o ha sido capaz) de servir de intermediario en los diálogos con los seres queridos fallecidos, que es como decir con el inconsciente del sujeto, una capacidad que siente como una losa. Probablemente es aquí donde el director ha reflexionado más explícitamente sobre su condición de creador, alguien que es capaz de dar voz a un sinfín de personajes, personajes que lo habitan sin que él se considere su dueño (por radical oposición a la idea autoral de la obra como emanación de un mundo personal, una opinión más bien ortodoxa al menos desde el Romanticismo). En las mejores películas de Eastwood hasta los más modestos secundarios tienen un peso considerable, como ocurre con Ford, que tenía a gala escribir la biografía de los peronajes de sus películas; es el caso aquí del chef que da los cursos de cocina o los padres adoptivos de Markus: al margen de su función narrativa tienen "alma", esa cualidad intangible que hace que alguien que aparece en la pantalla sea una presencia viva y no un actante cuya mera función es empujar la ficción.
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