Para sorpresa de propios y extraños una distribuidora española (Vértigo) va a estrenar In the fog, película de Loznitsa que el año pasado se pudo ver en Cannes, donde se llevó el curioso premio FIPRESCI, ese que dan unos cuantos críticos de cine que los festivales de postín reúnen para eso, para dar ese premio, y que casi siempre le cae al film más raro del certamen, por eso de que se note que los críticos son gente en posesión de esotérica sabiduría. In the fog no es nada rara, todo hay que decirlo (y más si la comparamos con My joy, su primer largo de ficción), pero es más triste que una primavera sin sol. Participa de una visión deconstructora de la resistencia soviética a la invasión alemana, invasión que parece ser que contó con bastantes más colaboracionistas de lo que luego nos han contado, al menos en Bielorrusia. Y para las luces que demuestran los partisanos, la pregunta que uno se hace es que cómo los pudieron echar del suelo patrio.
Para alegrarme el día decidí verme El hombre de Londres, de Béla Tarr, un director que reniega de la estupenda Las armonías de Werkmeister porque la considera demasiado optimista y luminosa, lo que sólo puede significar que al director le pasaron otra peli en la sala de montaje o que el traductor de húngaro presente en la entrevista estaba borracho o de coña. Las dos pelis tienen en común que comienzan con un plano secuencia espectacular, que nadie se ríe en todo el metraje (de más de dos horas, por descontado), que la dieta de sus personajes se reduce prácticamente a patatas (si bien Tarr alcanzaría la cima de la épica patatera en El caballo de Turín) y que el espectador no se cambiaría por ninguno de ellos.
Hay que decir que la novela de Simenon es también triste hasta decir basta, si bien de una manera diferente. En Béla Tarr el mundo es metafísicamente triste; la tristeza es una característica inherente de todo el cosmos. En Simenon lo que es insoportable es ser pobre en una ciudad de provincias, condición que más parece una maldición bíblica que un resultado racional del juego de las fuerzas económicas. Película y libro parten de una mínima quiebra en la realidad: un pasajero que viene en barco de Inglaterra no coge el tren que le espera para llevarlo a París (a nadie se le ocurre quedarse en invierno en Dieppe, donde transcurre la acción de acuerdo al escritor belga). En seguida hay un crimen y un ojo que lo observa todo, los datos mínimos para que unas cuantas vidas se vayan al garete irremisiblemente. Las supresiones de personajes que hace los guionistas son significativas, así como la variación en el final, desconcertantemente abierto en la película. Pero lo más curioso es la elección del actor que interpreta al inspectos Mollison, el policía que viene de Londres a investigar el robo de miles de libras, que en la novela es un competente y comprensivo comisario y en la película es un hombre sorprendentemente anciano.
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