sábado, 20 de junio de 2009

Los abrazos rotos


Debo de ser la primera persona en España a quien le ha gustado Los abrazos rotos, que ayer me vi en compañía de otros cinco o seis despistados en los Princesa. Tiene los habituales errores de bulto del Almodóvar guionista (el personaje de Ernesto hijo crea unas expectativas que tira por la borda al final, como si hubiera tenido que acortar el guión; no le saca partido al accidente; la confesión final de Blanca Portillo resulta inane después de lo que nos han contado, cosas así), y se le puede echar en cara esa imposibilidad para renunciar a tours de force esteticistas, como algún complejo plano contrapicado o el plano aéreo del coche en Canarias, que parece pensado para poner los dientes largos a tanto realizador español que no se puede permitir tamaños alardes.
Pero Almodóvar pertenece a esa gloriosa estirpe de realizadores contemporáneos para los que el cine ocupa el lugar del Absoluto, y no temen ponerse en la picota en su intento de que sus obras estén a la altura de la tarea. Tal vez sea Tarantino el realizador con más similitudes en su concepción "sagrada" del oficio de cineasta con el director español. En ambos casos se tiene la sensación de que nos encontramos ante dos compulsivos cinéfagos cuya adolescencia fue empleada en el consumo adictivo de celuloide, en un intento de colmar la ausencia de una figura paternal iniciática. Esto viene a cuento por la presencia recurrente de un personaje en las películas de ambos, la de un padre demoníaco y omnipotente que, a la postre, acaba siendo desenmascarado como un fraude, o al menos una figura débil. Es el caso de David Carradine en Kill Bill, Samuel L. Jackson en Jackie Brown, el mafioso en Pulp Fiction, Kurt Russel en Death Proof y el genial Cristoph Waltz de Inglorius Bastards; y es el caso, también, del poderosísimo empresario interpretado por José Luis Gómez (muy bien, desde mi punto de vista; me habían dicho que estaba patético), del que, por otro lado, lo primero que sabemos es que ha muerto tras caer en desgracia, aunque durante los flash backs que componen el film viene adornado con el don del la omnisciencia (vía vídeo). La paternidad, en cualquier caso, es el tema recurrente de la película; curiosamente la relación paterno-filial más exitosa será la "involuntaria" de Mateo y Diego, que junto a la Judith García interpretada por una gran Blanca Portillo componen una de las familias "blancas" más conseguidas que se han visto últimamente en la pantalla.
La discutida cita de Viaje en Italia me parece pertinente como concreción de esa percepción sublime del cine (en realidad, lo que según me parece le han echado en cara al director es que sea tan explícito como para que todo el muindo entienda la referencia, en vez de hacerla más escondida y sólo puedan cazarla los iniciados): esa imagen de los amantes pompeyanos unidos para toda la eternidad rima, obviamente, con esa fijación también eterna que permite la imagen electrónica, que convierte en memorable un instante fugaz y olvidado. El cine se convierte en una utopía, una alquimia que dota de sentido y peso la sucesión sin forma de los hechos de una vida; una cámara que registra el último beso que se dan unos amantes que instantes después serán separados por la muerte se convierte en un milagro. Almodóvar persigue recuperar esos momentos epifánicos que vivió (y probablemente viva todavía, puesto que sigue siendo bastante cinéfilo) en el cine, pero al igual que Tarantino es consciente del carácter imposible de su empeño: en ambos casos los directores pueblan sus filmes de caídas en la irrisión y la burla de su intento, curiosamente los fragmentos que popularmente se identifican con sus autores, y que más fácilmente copian sus epígonos.
Otra forma de entrar en Los abrazos rotos es a través del protagonista, un director de cine que se ha quedado ciego. Resulta curiosa la manera en que el cine contemporáneo inscribe en sus obras la figura del realizador, casi siempre como un ser débil e impotente (el caso más palmario tal vez sea Hong Sang Soo, pero hay ejemplos para aburrir, sin salirnos de la excelencia citaremos Muholland Drive, Salvaje inocencia, Cazador blanco, corazón negro, Barton Fink o todos los avatares de Godard, en persona o vía algún actor; en todos los casos se trata de demiurgos que creen controlar el universo para revelarse al final como unos cantamañanas). Y si en un texto tenemos un personaje que se ha quedado ciego, lo primero que nos viene a la cabeza es Edipo, claro. Y qué castigo debería expiar Mateo Blanco, hasta el punto de que debe abandonar su nombre durante años, hasta ser capaz de volver a utilizarlo? Pues, tal como se desarrolla el film, Mateo es castigado por el dios del cine (o más bien la diosa) por abandonar su sagrado sacerdocio por una mujer (que, por otro lado, se lleva la peor parte). Ese retiro fraudulento a un paraíso imaginario, abandonando todo el material filmado en manos del mal por un deseo patológico y terrenal es el verdadero pecado de Mateo Blanco, por el que tendrá que penar condenado a que sus guiones los filmen (y vean) otros ojos.

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