martes, 11 de enero de 2011

Tiempo de amar, tiempo de morir


No sé si alguien lee hoy día a Erich Maria Remarque, cuya única obra más o menos accesible en español es Sin novedad en el frente, la más conocida, sin duda. Y hasta que no empezaron los títulos de crédito no recordaba que esta película de Sirk estaba basada en una novela suya (Remarque tuvo suerte con las adaptaciones al cine de sus novelas, desde luego). Al escritor le debía de gustar tanto la adaptación de Sirk (exiliado como él) que se prestó a encarnar a uno de los personajes claves de la historia, un profesor depurado que encarna una especie de humanismo cristiano y que le suelta al protagonista un discurso que podemos suponer que trasnmite el "mensaje" del film.


La película cuenta el periplo de Ernst Graeber (Jonh Gavin, un actor al que no le había prestado atención en la vida, y en el mismo día me lo encuentro en esta peli y en Psycho, suficiente para justificar una carrera) durante un permiso que pilla por los pelos durante la retirada del ejército alemán del frente del Este. Al llegar a su hogar, lo encuentra destruido por los bombardeos aliados y a sus padres en paradero desconocido. En sus pesquisas por las calles de lo que imagino que es Berlín se tropieza con Elizabeth Kruse, hija del médico de la familia, cuyo padre también ha desaparecido, en este caso en un campo de concentración, y con la que inicia un romance "contra reloj".


Esta macada ausencia de la figura paterna es sustituida por la obscena ley del nazismo, que bascula entre el puritanismo histérico de la comisaria nazi que vive con Elizabeth y el libertinaje sadiano de Binding, jerarca político que fue compañero de Ernst, de alguna manera las dos caras de la misma moneda. En este universo es imposible que los jóvenes lleven adelante su vida en común: a lo largo de A time to love and a time to die todos los espacios que los protagonistas intentan habitar son progresivamente destruidos, de la misma manera que las construcciones que atestiguan un largo estado civilizatorio (museos, universidades, iglesias) aparecen arrasadas. Sólo los interiores habitados por el delirio nacionalsocialista (la casa de Binding, el cuartel de la Gestapo) parecen inmunes a la destrucción.


En última instancia la pareja se topa con una casa inverosímilmente incólume: entre ruinas emerge una casita de cuento de hadas, regentada por una madre amable y comprensiva, que les cede una habitación para que pasen la noche. Este lugar claramente fantasmático no está exento de aristas: la habitación pertenece a la hija muerta de la dueña, que no ha querido modificarla. No es de extrañar que, cuando los protagonistas estén tumbados en la cama dispuestos a pasar la última noche de permiso, hagan acto de presencia los bombarderos (que nunca vemos). Uno de los más grandes (y complejos) momentos del cine de Sirk tiene lugar ahí, cuando la mujer le pide que se queden en el lecho a pesar de las explosiones. En ese territorio arrasado por la psicosis el milagro del amor (en el sentido que le dan San Pablo y Badiou al término) se hace posible por un momento.

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