Open range tiene el curioso hándicap de que no es un Ford, ni siquiera un Eastwood, pero es evidente que aspira a serlo. En principio no parece que en el campo de las artes haya nada malo en medir las fuerzas con los mejores de tus mayores (vamos, se supone que es lo obligado), pero en cine (y también literatura) se lleva uno más aplausos con la distancia irónica o el giro sarcástico (ejemplo: la nadería esa de True gift) que armando un relato clásico en el que uno acompaña a los personajes y se toma en serio sus dilemas éticos.
Pues nada, a Kevin Costner no se le toma en serio por querer hacer un western épico y que no la salga a la altura de Dos cabalgan juntos o Sin perdón, aunque no desmerezca tampoco a su lado. Además, en estos casi diez años transcurridos desde su realización la peli ha ganado: es tal el déficit de realizadores que hay en el cine norteamericano que algunos planos brillan más, con la luz del genio: extraordinario ese contraplano en el que el expistolero que encarna Costner contempla como el pueblo, que ha convivido cobardemente con la arbitrariedad del cacique local, persigue y mata como a un perro al último de sus esbirros, un linchamiento en toda regla que le hace comprender que lo que él pensaba que le separaba de sus congéneres (un pasado de violencia extrema) es en realidad lo que más en común tiene con ellos.
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