El otro día fui a ver Nightcrawler y mi butaca estaba arrumbada en un extremo de una fila ocupada por un bullicioso grupo de mujeres mayores que momentos antes de empezar la proyección aleccionaban a la más desmemoriada de la pandilla acerca de la última película que habían visto en esa misma sala (Whiplash). A mí Nightcrawler me dejó mal cuerpo, con esa grima que da el personaje de Jake Gyllenhaal, actor que ha debido proponerse como reto no interpretar nunca a un personaje mínimamente equilibrado, pero mis compañeras de sala salieron entusiasmadas. Y es de ellas (y no de la película) de lo que quiero hablar, de ese grupo sociológico del que se suele hablar como sostén de las familias modernas en cuanto ha permitido a las jóvenes generaciones de mujeres incorporarse al mercado laboral mientras ellas cuidaban/educaban/alimentaban a sus nietos.
Pero no se se suele comentar que son el grupo que más cultura consume (y aquí el verbo es acertado, ya que casi hay una pulsión bulímica en la manera en que están presentes en todos los fregaos) en nuestro país, y con una falta de prejuicios que para muchos de nosotros es ya una aspiración inalcanzable. Por hablar sólo de cine (aunque podríamos centrarnos en exposiciones, teatros, conciertos, danza, lo que sea, que nunca fallan), me he tropezado al sempiterno grupo de amigas jubiladas (muy rara vez hay hombres) viendo películas de Garrel, Bilge Ceylan o Godard, sin que por otra parte esos nombres les hicieran el más mínimo cosquilleo cultureta en sus castos oídos.
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