Una de las cosas más entretenidas que se puede hacer viendo Sonrisas y lágrimas es intentar imaginar a qué se ha dedicado los últimos 20 años el héroe de guerra y condecorado por el emperador (por la edad que aparenta en 1938, cabe suponer que el día de su primera comunión) capitán Trapp, miembro de una marina que dejó de existir en el 18, salvo que Austria mantuviera acorazados en los lagos de los Alpes. Tampoco está muy claro en la peli la razón que podía llevar a los nazis a fichar a un militar con dos décadas de holgazanería para incorporarlo a su eficaz ejército (resulta que su sosias real era experto en submarinos).
Uno de los momentos más felices de la película es la escena del matrimonio, en el que una literalmente deslumbrante Julie Andrews atraviesa el pasillo de la catedral de Salzburgo como quien recorre el axis mundi: el día que se casa una mujer es el centro del cosmos. Una brillante elipsis une las campanadas que tocan a boda con las que anuncian la anexión de Austria al Tercer Reich, exactamente igual a como (por ejemplo) los alemanes invaden París en el momento del encuentro sexual de los protagonistas en Casablanca: los nazis como la emergencia de lo real del sexo (lo que llevó a los guionistas a forzar la historia: la boda "verdadera" tuvo lugar en 1927).
Si los siete hijos no tienen apenas perfiles que los individualicen (con la posible excepción de la hija mayor), el personaje periférico del cartero, Rofl, el joven que hace la corte a la joven Trapp pero que acaba sucumbiendo a los perversos cantos de sirena del nacionalsocialismo acaba siendo el más consistente al encarnar la vía psicopática que tantos jóvenes varones eligieron para escapar a la melancolía en la que se hundió el mundo germano tras la humillación de la derrota en la primera guerra mundial.
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