jueves, 6 de diciembre de 2007

El día en que comí en el Burger King

Miércoles 5 de diciembre. Tras pasar dos días en el hospital, a Víctor le han dado el alta tras su operación de anginas. El Santa Elena (e imagino que cualquier hospital privado) funciona como un hotel, y tienes que dejar la habitación antes de las diez. Como está muy imbuido de su rol de enfermo, Víctor pide una silla de ruedas para salir del hospital.
He quedado con Alejo y Gasset a las dos para rellenar las acreditaciones de Berlín. Iberia nos regala los billetes de avión, pero exige un trámite trabajoso y complicado que comienza con la reserva telefónica. Como es habitual, me ponen diferentes pegas para hacerla. Así que decido acercarme a la central de Iberia en María de Molina, donde te sientas delante de un mostrador y están las oficinas a mano para cualquier consulta. La única razón por la que llevamos a cabo esto, teniendo en cuenta lo baratos que están los billetes, es porque Gasset aprovecha para estar un mes en Berlín, con su familia, con lo que sus billetes tienen otra fecha, y de esta manera se evita tener que dar explicaciones. Tras las dudas y consultas de rigor quedan nuestras reservas registradas (ahora hay que mandar un fax, el mismo de siempre, pidiendo la autorización, y cuando se tenga ir a recoger los billetes).
Tras el engorroso paso me voy a la Torre. Alejo me cuenta que Gasset está depre porque Michel Castro (sí, el del making of sansebastianero) le ha puesto o le va a poner una denuncia por mobing. Corre la leyenda de que en alguno de los numerosos altercados que han tenido Michel grabó en el móvil los insultos que el otro le dirigió. Michel es muy amigo de Luz Aldama y de Javier García, el productor ejecutivo para contenidos que Luz ha puesto para los programas de cine (porque ya hay uno para la producción, Juan Antonio Camacho), y al que todos llaman Javier Cacerolo, por su destacada participación sonora en la última huelga en Televisión. En el programa todos están convencidos de que es una maniobra para hacerse con la dirección del programa, cosa perfectamente verosímil porque la incompetencia y la megalomanía hacen buena pareja.
El caso es que Gasset está empeñado en que todo lo relativo a Berlín se lleve en secreto, así que nos reunimos por los pasillos de montaje y en mesas de despachos ignotos. Todo me pilla un poco lejano, es el tipo de rencillas que alimentan incansablemente los diálogos en las comidas de los miembros del programa, pero que desde fuera se agota en el párrafo en que lo he descrito.
A las cuatro me marcho de Torrespaña, no he comido y tengo intención de pasarme por casa, pero me doy cuenta de que no voy a tener tiempo de hacerlo porque a las seis tengo que estar en la otra punta de Madrid. Así que oteo las posibilidades de almorzar a esa hora en Manuel Becerra, y me topo con el espantoso letrero del Burger King, que juraría no ha cambiado en los tropecientos años que llevan de implantación en España. Me decido a entrar con la sensación de estar cometiendo algo prohibido y a la vez inocuo. Me pido una ensalada, aros de cebolla y una cosa que llaman long chicken, y que en el mejor de los casos es un bocadillo de pechuga empanada. Me lo como todo y al cuarto de hora estoy en la calle. Cojo el metro para ir al intercambiador de Moncloa, donde pillo un autobús que me deja en Casaquemada. Como tengo tiempo, me tomo un café (que está muy bueno) en un puesto subterráneo. La luz es deprimente y baña de tristeza el sitio, pero me basta imaginarme habitante de cualquier película urbana que retrata a la gente tomando café en puestos similares para reconfortarme. De hecho, como en las películas, unos empleados se dirigen por el nombre a la camarera (una mulata bajita y algo entrada en años de gestos reposados y eficaces) para pedir unas consumiciones que se adivinan recurrentes. A mi lado, una mujer, también inmigrante, como la camarera, espera pacientemente y sin moverse. La camarera saca un pan con queso de un horno, le añade unas lonchas de jamón york, lo envuelve primorosamente, primero en papel de aluminio y después en una bolsa de papel, y se lo entrega. La clienta busca afanosamente monedas para pagar los dos euros setenta del bocadillo, y por un momento siento la tentación de invitarla, pero el gesto me parece ridículo, y ya es la hora de coger mi autobús, así que agarro mis libros y me voy.

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