domingo, 18 de noviembre de 2012

El diablo cojuelo



En los títulos de crédito finales nos enteramos de que Faust pertenece a una tetralogía compuesta por las películas que Sokutrov dedicó a Hitler, Lenin e Hirohito, inclusión que tal vez se deba a la sana intención de sacar un pack completo y venderlo como rosquillas, al lado de la edición coleccionista de la saga Crepúsculo, por ejemplo. Si el nombre de Tetralogía del poder no convence, podría llamarse el de la imbecilidad del mal, pues la característica principal de estos malvados es que no dejan de decir cretinadas y tiran a payasetes (bueno, en el caso de Lenin Sokurov lo presenta en su etapa de enfermo terminal y gagá).

Faust tiene un comienzo deslumbrante, con un primer plano de un sexo masculino llagado, que da paso en seguida a un cuerpo hendido al que el protagonista le saca los órganos para hacer investigaciones anatómicas mientras habla con su ayudante (de nombre Wagner, que Sokurov nunca se ha cortado un pelo para estas cosas) sobre el (inexistente) alma. El director, que tiene pinta de ser un reaccionario de tomo y lomo, sitúa el film en el momento de la quiebra simbólica definitiva de Occidente, cuando el discurso dominante (el científico) se desliga de cualquier elemento sagrado donde el ser humano pueda anclar su subjetividad. El encuentro de Fausto con el cuerpo femenino no es diferente: de la mano de un padre que no puede transmitirle nada, pues se entrega a prácticas médicas delirantes que sólo acarrean la muerte de los pacientes sin que parezca importarle demasiado, se enfrenta a un sexo que no es más que pura anatomía.

En este páramo en el que no parece que puede crecer ninguna palabra del orden de la verdad surge el personaje demoníaco, genialmente representado por Sokurov como un clown torpe y obsceno, que si bien parece estar en posesión de algún conocimiento no acaba de contar nada interesante, y del que hay que decir que, lejos de ocultar su faceta de comprador de almas (que todo el mundo en el pueblo parece conocer -y solicitar-), es más bien su actividad como usurero la que disimula, como si ahí fuera realmente donde radica el mal. En cualquier caso guía a Fausto hasta su objeto de deseo, Margarita, ante la que queda completamente fascinado, y por la que venderá su alma en una secuencia desternillante (el contrato está mal redactado y hay que corregir las faltas de ortografía, la tinta se ha secado y hay que pincharse en el dedo para escribir con sangre, y es que la decadencia simbólica no afecta sólo a los órdenes angélicos: en un proceso especular, también llega a las regiones del inframundo).

¿Y qué ocurre cuando uno accede al objeto de deseo absoluto fuera de un marco simbólico apropiado (aquí directamente de la mano de un trayecto diabólico, en el que el protagonista sólo quiere pasar una noche con su amada, sin que se plantee un horizonte posterior en común)? Pues que supone la aniquilación para el sujeto, aquí visualizada en una de las imágenes más deslumbrantes de una peli que las tiene a cientos (de hecho, a Sokurov se le va un poco la mano con su esteticismo), con la pareja sumergiéndose en una Laguna Estigia de la que renacen en un extraño mundo del que Faust es arrancado para peregrinar por un desierto rocoso habitado por muertos.   

3 comentarios:

Sergio Sánchez dijo...

Sokurov alterna peñazos y películas entretenidas, para mí ésta es de las más visibles.

abbascontadas dijo...

Sí, esta es estupenda, en cuanto a sus pelis aburridas, de las que he visto Padre e hijo se lleva la palma, sin duda.

Sergio Sánchez dijo...
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