Resulta casi enternecedora la incompetencia de Peter Jackson para filmar la otreidad, ya sean pobres de la época de la depresión, ya sea una tribu de salvajes formada por lo que parece un agregado de familias desestructuradas. En todos los casos la impericia se disimula con toneladas de presupuesto y de aparatosidad, amén de un premioso metraje que uno se salta con el mando a distancia. Tampoco voy a hablar de la peli, de la que apenas habré visto un cuarto; no es impensable que cuando el primate y su chica vuelvan a Nueva York la cosa mejore, no he tenido paciencia para averiguarlo. Pero hasta en los textos más insospechados se encuentra uno con fragmentos aprovechables (sí, hasta en un film perpetrado por Jackson), y aquí tenemos el momento en que ese falo pulsional que es King Kong se divierte abatiendo a Naomi Watts con la punta del dedo hasta que la chica se pone firme y erecta y al gorila grande le entra una furia destructora que no es más que el reverso del descubrimiento de su insospechada impotencia ante la fascinante imago primordial, y el resto no es más que esperar a que sucumba como ofrenda sacrificial ante el altar de la diosa invulnerable.
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