lunes, 23 de noviembre de 2009

Lo sublime y lo mostrenco

Mercedes me pasó el cómic de Jordi Costa y Darío Adanti Mis problemas con Amenábar, del que tanto se ha hablado estos días, y que es un ajuste de cuentas del crítico de cine con el director en el plano tanto personal como cinemtográfico. El cómic tiene truco, y es que Costa se presenta como el único adalid que se enfrenta a la apisionadora Amenábar, que ha dejado el cine español comvertido en un erial del que el goce está ausente, mientras que el resto de la humanidad se ha rendido a los encantos de este maestro de la simulación, cuando la verdad es que el mundo está lleno de espectadores a quienes las películas de este chico les traen al pairo. Quitando eso, el cómic es muy divertido, y tiene la virtud de describir desde dentro un universo tan casposo como ególatra, el del mundillo de los festivales de cine y las miserias que lo rodean (sobre todo en una industria tan raquítica como la nuestra). Y como muestra, Costa/Adanti ponen como ejemplo de bajísimo nivel de nuestra crítica de cine la famosa anécdota del año en que en Venecia ganó Still Life, de Jia Zhang-Ke, una de las mejores películas de la década, y que nadie vio porque se pasaba por la noche y (mayor escarnio) a la hora del aperitivo, y cuyo premio fue despachado como una extravagancia del Müller y sus secuaces, siempre empeñados en ensalzar chinos desconocidos y raros.


Total, que el sábado me hice con Monstruos modernos, otro volumen del dúo en el que recogen las colaboraciones que durante meses escribieron/dibujaron para el On Madrid, el suplemento con la letra más chica del panorama periodístico español, y gracias al cual he descubierto que Costa comparte mi fobia a los expertos en enología.
Costa se muestra como el más acabado enciclopedista de la cultura de masas, y es capaz de, en un párrafo, acumular nombres y datos acerca de la voz que finalmente pusieron a Popeye cuando el personaje fue creado en los años 30, o de citar con soltura fuentes y tendencias de lo más variopinto. A pesar de lo vehemente que es, y de que siempre se lo ha considerado uno de los más grandes teóricos del friquismo, me consta que (además de ejemplar padre de familia) el crítico atesora una cultura monumental y una honradez a prueba de bomba, lo que le lleva a entregarse a frivolidades como verse las películas antes de comentarlas en prensa, comportamiento este no muy extendido en su gremio.


Monstruos modernos me lo leí casi entero mientras hacía tiempo a que empezase la proyección de Los amantes crucificados, una de las películas más conocidas de la década prodigiosa de Mizoguchi, la de los 50 (a la espera de que se vayan redescubriendo las otras, por ahora pasto de iniciados, que cuentan que también están plagadas de obras maestras). A la salida entablé una animada controversia con mi mujer, que veía en la película la desesperación de una mujer que descubre que todo el mundo que le rodea, sin excepción, está habitado por la mentira, mientras que yo defendía que es la historia de una mujer que no renuncia a su deseo, lo que lleva a la destrucción de todos los lazos sociales, si bien habría que decir que cada uno se fijó en partes diferentes de la peli.

Creo que a Mizoguchi se le va la mano a la hora de pintar tan negativamente al marido: tacaño, irascible, infiel, acosador, egoísta, cobarde...Un punto de compasión renoiriana le habría venido bien al presentarlo como alguien que también está encadenado a un tejido axfisiante de convenciones sociales. Por lo demás, el film es otra pasmosa prueba de las alturas por donde se movía el director japonés, alguien que parecía tocado por la gracia divina para desarrollar el precepto baudeleriano de ser sublime sin interrupción.

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