martes, 25 de agosto de 2009

Rebecca, o la mujer como imposible sujeto

Antes de entrar en materia voy a aclarar, por si algún lector despistado se tropieza con esta entrada, que tan pedante título es una provocación a Mercedes, que ha prometido criticar todo lo que escriba aquí, antes de saber lo que va a aparecer.
El otro día volví a ver Rebeca (en la infame edición en dvd de Filmax) y, aparte de que no recordaba lo que el principio y el final se parecían a los de Ciudadano Kane (la cámara que atraviesa una verja para acceder a un espacio prohibido, el fuego que se abate sobre unas letras que en su opacidad encierran el secreto de la subjetividad), me sorprendió lo "lacaniano" que ya era Hitchcock en los 40.
Como todos recordamos, Joan Fontaine se interroga constantemente por las razones por las que el enigmático de Winter la ha elegido como esposa, con lo que tenemos la clásica pregunta del protosujeto: ¿qué soy yo para el Otro? La verdad es que de Winter se lo dice 18 veces: quiere que siga siendo una adolescente torpe, insegura e inocente: o sea, quiere una mujer completamente alejada del espacio (de la demanda del) goce. Es curioso lo claro que está en el film y lo ciegos que somos a ello, lo que evidentemente se debe a que entramos en el mundo de Rebecca de la mano de la joven de Winter, que traza el sinuoso camino de la formación del sujeto (femenino) en Hitchcock: intentar la imposible tarea de encarnar plenamente un espacio fantasmático, en este caso el de la antigua Sra. de Winter (el ejemplo supremo es, por supuesto, el de Vértigo, en el que Judy tiene que llenar el personaje de Madeleine, que ya es ella misma; en este caso la brecha se produce en el interior, el mismo cuerpo tiene que encarnar dos personajes, mientras que en Rebecca son dos figuras quienes ocupan el mismo espacio sociosimbólico, ser la señora de Winter y de Manderley).
El caso del personaje de Joan Fontaine es el de la decodificación aberrante: todo el rato cree que su tarea es estar a la altura de su antecesora, ya que diversos destinadores la han confundido. En cualquier caso, no es del todo cierto (como decía Mercedes en su entrada sobre la peli) que la joven sea recibida en un entorno hostil cuando va a Manderley: todos los habitantes masculinos la acogen cordialmente, desde el mayordomo hasta el mejor amigo de Maxim (que es una fotocopia suya), pasando por su cuñado. No sólo la acogen cordialmente si no que se les aprecia cierto alivio en su trato con ella. Pero da igual, porque todos los hombres en el film son de una inanidad pasmosa. Para la Fontaine, igual que para el espectador, lo único que cuenta es el fascinante personaje de Mrs Denvers, una especie de excrecencia siniestra que Rebecca dejó a su paso por Manderley, y ante la que la nueva Mrs Winter se siente inerme.
En la escena cumbre de la película, Joan Fontaine se disfraza, sin ella saberlo, de Rebecca. En una estructura narrativa típica del director, asistimos al impacto de esta aparición en de Winter mediante el truco manierista de observar en la propia Fontaine como su marido recibe este shock. Para ella es la muestra de su fracaso en su intento de estar a la altura de su antecesora, pero luego descubrimos que es justo lo contrario: en ese momento las dos señoras de Winter "son la misma"; lo que provoca el horror en el personaje de Laurence Olivier es asistir a la emergencia de Joan Fontaine como sujeto deseante. Lo que provoca su rechazo es, por supuesto, "el retorno de lo reprimido": es en ese momento cuando el cadáver de Rebecca emerge de las aguas para anunciar a su sucesora, básicamente, que se ha casado con un imbécil. A partir de ese momento hay un cambio sustancial en los personajes: de Winter se derrumba, empieza a balbucear delirios sobre maldiciones, mientras que su mujer empieza a caminar con seguridad y a llevar las riendas del cotarro. Incluso el cínico Favell (el gran George Sanders), el único que aparentemente tiene cierta capacitación erótica (aunque a la postre sea condenado a una posición ridícula, como todos los amantes de Rebecca), sanciona positivamente el cambio experimentado por Fontaine (que, es hora de anotarlo, hace una interpretación prodigiosa). Incluso el contubernio tramposillamente conservador del final, el lío del juicio, la confesión de Maxim de que no mató a Rebecca y todo eso, una excusa para justificar el final más o menos feliz, dice la verdad sobre el personaje: de tan incompetente como es, Maxim no da ni para infligir ese grado cero del goce que es la agresión asesina, y Rebecca se tiene que matar ella solita.
Por supuesto, la figura que traza de Winter de Rebecca, esa mujer que se entrega a todos y a la vez es inaccesible al goce (fálico), pertenece al reino del fantasma masculino; sin embargo, nombra algo "verdadero", ese lado "inhumano" del goce (que es básicamente femenino), lo que muchas veces se ha articulado como la difícil, o imposible, inscripción completa de la mujer en el orden simbólico, articulación que suele ser condenada como resabios patriarcales y falocráticos, pero a la que tal vez habría que hacer caso. De cualquier manera, esa posición no es subjetivable: es inimaginable una versión de la peli desde el punto de vista de Rebecca. En la extraordinaria novela de Ford Madox Ford El final del desfile, que Lumen acaba de publicar con una estupenda traducción, existe un personaje muy similar al de Rebecca, Silvia Tiertens, esposa del héroe protagonista y una arpía de mucho cuidado, también alguien definido por la promiscuidad sexual acompañada por un desprecio absoluto por los hombres con los que se acuesta, todo ello acompañado de una apariencia absolutamente fascinante. Pues bien, la novela se deshace cuando asistimos a los monólogos interiores del personaje, todo deviene inconsistente y no hay forma de unir ese interior deslavazadamente histérico con el lado "mítico" (aunque infernal) del personaje.


viernes, 21 de agosto de 2009

Recordando a Kafka

Una adolescente sube a menudo en el ascensor con su joven vecino. Décadas después, descubre que ese joven serio y cortés es uno de los tres o cuatro escritores más importantes del siglo, pero lo único que puede legar a la posteridad son un par de brevísimas conversaciones que apenas recuerda. Los mejores testimonios compilados por Hans-Gerd Koch en Cuando Kafka vino hacia mí ... son los de las personas que no conocieron al genio si no que se rozaron con el discreto Frank Kafka. Décadas después, sus triviales recuerdos tienen algo de epifánico, mientras que los Oskar Baums, Felix Weltsches y Max Brodes pasean con orgullo sus medallas de íntimos y primeros apreciadores del genio oculto (medallas merecidas, todo hay que decirlo). Pero los momentos emocionantes surgen cuando una criada recuerda la receta del pastel que había que hacer ex profeso para el delicado Frank, o cuando una amiga con la que pasea ocasionalmente recibe una carta suya, y tras perderla confiesa a su madre que sabe que jamás en su vida va a volver a recibir "una carta tan maravillosa como aquélla."
Uno de los gags más divertidos de Scary movie (por lo menos a mí me encanta) tiene lugar cuando la parodia de los marcianos de La guerra de los mundos atacan la tierra. En esos momentos, el sosias de Bush está en una escuela, asistiendo a una torpe lectura de un cuento, cuando uno de sus ayudantes le avisa de que la tierra está siendo atacada. El presidente le pide amablemente que no le moleste, porque quiere saber como termina el cuento. Cuando el asistente, estupefacto, le quiere hacer ver la gravedad de la situación, el presidente se indigna, le dice que le importa un carajo lo que le ocurra a la tierra y que lo único que desea es saber como termina la historia (del patito). La versión "sublime" de este chiste es una de las anécdotas más hermosas (y sorprendentes) de la historia de la Literatura, la famosa historia de la niña que se encontró un día Kafka llorando en un parque porque había perdido su muñeca. Kafka le exlicó que la muñeca no se había perdido, si no que se había ido de viaje, y que de hecho le había enviado una carta contándole sus aventuras. Durante varias noches, Kafka se dedicó a escribir concienzudamente las cartas que le llevaba al día siguiente al parque a su amiguita, tarea que testigos de la época cuentan que llevaba a cabo con extrema seriedad y atención. Las cartas están perdidas, pero queda la leyenda de la extraña bondad del siempre discreto Kafka.

Kafka en el umbral


"Hay una colonia de vacaciones del Hogar del Pueblo Judío de Berlín a cincuenta pasos de mi balcón. Entre los árboles puedo ver a los niños jugando. Niños alegres, sanos, apasionados. Judíos orientales, salvados del peligro de Berlín por judíos occidentales. La mitad de los días y de las noches el edificio, el bosque y la playa se llenan de cánticos. Cuando me encuentro entre ellos no soy feliz, pero me siento en el umbral de la felicidad."


Carta de Kafka a Hugo Bergmann, del libro Cuando Kafka vino hacia mí...




jueves, 20 de agosto de 2009

Fuego, camina conmigo (cuando tengas un ratito)



El verano es el único período del año en que la televisión de mi casa está libre para ver películas en dvd, así que aprovecho estos días para recuperar cosas que siempre he querido ver y para las que nunca tengo tiempo, como este film de Lynch que hizo al amparo del éxito de la Twin peaks (que no he visto) y que fue tan machacado por la crítica que ni se llegó a estrenar en nuestro país.
A mí, tengo que reconocerlo, me ha gustado bastante. Fuego, camina conmigo es un remake teenager de Belle de jour, en el que una idílica adolescente lleva una doble vida de zorrón nocturno, si bien se le puede dar la vuelta y describir como una aburrida prostituta de pueblo que tiene un lado oscuro como colegial casquivana. Da igual, porque lo que Lynch deja claro es que tan tediosa es la vida diurna, con esos interiores iluminadísimos en el instituto y esos compañeros sacados de Sensación de vivir, como la de su contrapartida nocturna "demoníaca" con esos clubes oscuros donde se entrega a los soporíferos rituales del libertinaje, y donde vemos a la pobre Laura Palmer pasear su jeta de aburrimiento mientras fuma, bebe, se droga y se entrega al sexo en pandilla con desconocidos (uno de los muchos rasgos de humor de Fire... es que los compañeros del instituto resultan ser más competentes que los supuestos "iniciados" del mundo de la noche, que a la postre son los típicos tarados de Lynch que salen corriendo en cuanto pueden).
Como es de rigor, el gran ausente es el goce, ese fuego que invoca el título y que sólo aparece esbozado en el único espacio verdaderamente siniestro del film, que es, por supuesto, su dormitorio en el domicilio familiar. Como, según recuerdo, la película es posterior a la serie, ya todo el mundo sabía que el malo era el padre (ya no hace falta decir que incestuoso), así que Lynch en seguida nos cuenta que el supuesto violador (Bob) nos es más que una proyección fantasmática de Laura para ocultar el hecho de que su padre la viola desde siempre. Creo que el principal error del film es el tono histriónicamente desquiciado de la interpretación del padre, al que un punto más de contención le hubiera venido bien, ya que el pitorreo que asoma continuamente le resta puntos a la peli, que parece no tomarse en serio sus presupuestos (a ratos): El tal Bob, el Hyde de la figura paterna, parece salido de la parodia de Muchachada nui, mientras que el lado Dr. Jeckyll resulta bastante más inquietante, por ejemplo en la escena en que se obsesiona con la limpieza de las uñas de su hija, una muestra de la maestría de Lynch para dar la vuelta a las escenas cotidianas. Total, que va de suyo que el padre es una figura patética, y que el único goce que va a poder innfligirle a la hija es el del aniquilamiento, pero habría estado mejor haber dejado esto para el final y no haberlo adelantado tanto en el metraje, sobre todo porque se apunta que Laura sólo está cerca de acceder a ese goce invocado y desconocido en los brazos de Bob: la psicosis de Laura no provendría del incesto si no del goce incestuoso (la contrapartida al hecho de que el padre la quiere sólo para sí es que Laura se entrega a todos).
En fin, Fuego, camina conmigo abunda en los típicos espacios oníricos y fantasmales de Lynch, poblados por los enanos y viejas de toda la vida y con las cortinas rojas de siempre, si bien con un punto de banalidad mayor (aún) de lo habitual (Soy un brazo/Me has robado el maíz, cosas así). En ese sentido, tiene una de las secuencias más hilarantes de la ya de por sí bastante divertida filmografía del director: al comienzo del film, un jefe del FBI (interpretado por el propio Lynch) que siempre da las órdenes a grito pelado -porque probablemente está sordo- convoca a un agente en un aeropuerto. Le presenta a su ayudante y de repente señala a una figura femenina completamente incongruente, una mujer vestida de rojo y con una ridícula peluca que se pone a hacer muecas, una especie de parodia de las habitualmente fascinantes mujeres que saca Lynch en sus pelis. Parece la típica intromisión de un espacio paralelo en la realidad diegética del film, el habitual rasgo lynchiano. Cuando el agente y el aprendiz se marchan en el coche, éste último interroga al primero sobre el sentido de la aparición. Éste deconstruye racionalmente los convulsos gestos absurdos de la mujer, traduciéndolos a información objetiva (esa mano quiere decir que vamos a tener problemas con las autoridades locales, la expresión de la cara que no encontraremos donde dormir). Lo gracioso es que todo corresponde a información que se podría haber transmitido verbalmente de manera precisa, probablemente Lynch se cachondeaba de las interpretaciones habitualmente esotéricas de sus films.
Y es que uno de los pasatiempos más entretenidos de los cinéfilos es describir el argumento de los films de Lynch, que suelen ser hipótesis acerca de quién es el destinador de los mismos, o más bien a quién pertenece el delirio que contemplamos. Recapitulemos las posibilidades (y cerremos la entrada):
- Lectura en primer grado: tenemos a una adolescente esquizofrénica porque su padre abusa de ella. Se imagina un amo de su goce (el tal Bob) que no es más que un intento desesperado de contener la psicosis.
- Tenemos a una chica que se aburre como una ostra en su pueblo y se imagina que por las noches se mete en tugurios a acostarse con desconocidos, pero como los delirios tiran de lo que uno conoce, la fantasía acaba contaminada por la realidad y los saraos nocturnos son tan aburridos como la vida en el instituto, por lo que acaba imaginándose que su padre y el tonto del pueblo (que vienen a ser la misma persona) se la cepillan en su habitación por la noche.
- Una putilla se imagina que va a la escuela y tiene una mansión y unos padres respetables, pero como la única interacción social que conoce es la sexual, supone que se acuesta con todos, aunque en una versión algo mejorada con respecto a los gordos y los paletos con los que lidia cada noche.
- Un respetable padre de familia con un interés libidinal cero por su mujer está colgado con su hija, a la que se imagina como un animal hipersexual que se ofrece a todos (uno de los logros del film es que el abuso sexual es, a la vez "real" y delirado).
- Los agentes federales del FBI imaginan el mundo rural de los EEUU como un espacio absolutamente inundado por la locura incestuosa. Lo que vemos es una alucinación del agente Cooper (bueno, en realidad de la agencia al completo), del que ya vemos que está loco (lo que tampoco es aportar información si hablamos de un personaje de Lynch que encarna la ley).
Y así hasta el infinito y más allá.

martes, 18 de agosto de 2009

La verdadera historia de la invención del televisor


Erase una vez una vez un duende malvado, uno de los peores: el diablo. Cierto día se encontraba el diablo muy contento, pues había fabricado un espejo dotado de una extraña propiedad: todo lo bello y lo bueno que en él se reflejaba, menguaba y menguaba ... hasta casi desaparecer; todo lo que no valía nada y era malo y feo, resaltaba con fuerza, volviéndose peor aún de lo que antes era. Los paisajes más encantadores aparecían en él como platos de espinacas hervidas y las personas más buenas se hacían repulsivas o se reflejaban con la cabeza abajo, como si no tuvieran vientre y con sus caras tan desfiguradas que era prácticamente imposible reconocerlas; si se tenía una peca, se podía estar seguro de que la nariz y la boca quedarían cubiertas por ella. El diablo consideraba todo esto tremendamente divertido. Si alguien se hallaba inmerso en un pensamiento bueno y piadoso, aparecía en el espejo con una mueca diabólica, que provocaba las carcajadas del duende-diablo por su astuta invención. Todos los que acudían a la escuela de duendes - pues había una escuela de duendes - contaban por todas partes que se había producido un milagro; por fin se podría ver, decían, el verdadero rostro del mundo y de sus gentes.


Fueron a todas partes con su espejo y, finalmente, no quedó ni un hombre ni un país que no hubiera sido deformado. Se propusieron entonces volar hasta el mismo cielo para burlarse de los ángeles y de Nuestro Señor. Cuanto más alto subían, más muecas hacía el espejo y más se retorcía, hasta el punto que casi no podían sujetarlo; volaron cada vez más alto y cuando ya se encontraban cerca de Dios y de los ángeles, el espejo pataleó tan furiosamente con sus muecas que se les escapó de las manos y vino a estrellarse contra la tierra, rompiéndose en centenares de millones, o mejor, en miles de millones de añicos, y quizá más, de esta manera, hizo mucho más daño que antes, ya que la mayor parte de sus trozos apenas eran más grandes que un grano de arena y se esparcieron por el aire llegando a todo el mundo; cuando uno de esos diminutos fragmentos se metía en el ojo de alguien, allí se quedaba, y a partir de ese momento todo lo veían deformado, apreciando sólo el lado malo de las cosas, pues cada mota de polvo de espejo conservaba la propiedad que había tenido el espejo cuando estaba entero. Lo más terrible fue que, a más de uno, alguna de estas minúsculas partículas se le alojó en el corazón, con lo que éste quedaba convertido de inmediato en un trozo de hielo.


Se encontraron también algunos trozos lo bastante grandes para ser utilizados como cristales de ventana, pero ¡que nadie se le ocurriese mirar a través de ellos, amigos! Otros fragmentos fueron utilizados para gafas, y cuando alguien se las ponía con la intención de ver mejor, lo que contemplaba era sencillamente espantoso. El maligno reía hasta estallar de risa, cosa que a él le producía una sensación sumamente agradable.


Todavía ahora, andan flotando por el aire pequeños átomos de espejo.


(La reina de las nieves, H. C. Andersen)

Tito Andrónico


El otro día estaba viendo en la tele Scary movie 4 con mis hijos cuando me di cuenta de que el actor que hace de venerable patriarca en la parodia de El bosque me recordaba mucho a alguien a quien había visto recientemente. Y luego caí en que era clavado a Alberto Sanjuán intentando hacernos creer que es un veterano general romano que regresa a Roma tras unas décadas de luchas victoriosas, fatigado y anhelando una vejez reposada, para meterse de lleno en una espiral de violencia salvaje incluso para los estándares actuales.
Como hay gente para todo, supongo que habrá ya legiones de enteraos diciendo que Tito Andrónico es la tragedia de Shakespeare que mola de verdad, y no esos tópicos para el vulgo que son Macbeth o El rey Lear. O igual no, porque, al margen de que Alberto Sanjuán es un limitado actor, haga de soldado septuagenario o de taxista merluzo, el (para mi gusto) apreciable montaje de Animalario no consigue levantar una obra bastante floja, con escenas que parece increíble que las escribiera no ya Shakespeare si no hasta el guionista más descerebrado de Takeshi Miike.
Como suele pasar en las tragedias del autor inglés, aquí un frágil orden social se ve rasgado por un crimen o pecado original, un sacrificio humano al que se entrega con evidente goce obsceno Tito Andrónico, con la excusa siempre aceptable de cumplir con los ritos ancestrales. Y por ahí se cuela la pulsión devastadora de la Lady Macbeth de esta obra, la madre del sacrificado y botín de guerra que acaba de emperatriz, lo que aprovecha para urdir salvajes maquinaciones, bien secundada por unos hijos que chapotean en incestuosos pantanos libidinosos que el montaje hace bastante explícitos por si algún espectador es tonto y no se entera.
A pesar de las tibias críticas recibidas el Matadero estaba hasta arriba el día que fui, y esa parece ser la tónica general, también hubo ovación final, aunque se vislumbraba mucho disidente, entre ellos mi hermano, al que le parecía un insondable misterio de la creación el que Sanjuán se subiera a un escenario a llevar el peso de una obra de Shakespeare, por floja que fuera.

jueves, 13 de agosto de 2009

Topaz


Ayer me vi Topaz porque me la tropecé en la biblioteca de mi barrio y acababa de leer en el estupendo blog de Jesús Cortés (un blog comme les outres) que la consideraba "una de las cinco mejores que nunca hizo". Si la había visto alguna vez se me había borrado de la memoria completamente. No es una de las películas más prestigiosas de Hitchcock, desde luego, y en el IMDB acabo de ver que tiene una puntuación media de 6'2 (sobre 10), menos incluso que La cortina rasgada, el film anterior del director (Vértigo y Psicosis, por ejemplo, están por encima del 8 y medio).
La película adapta una novela (que no he leído) de Leon Uris y gira en torno a la crisis de los misiles del 63, que tensó las relaciones entre EEUU y la URSS a cuenta de la posibilidad de que los rusos llenaran la isla de armas atómicas. Por lo que se aprecia en el film, a Hitchcock le importaba un bledo el conflicto en cuestión; en un momento dado uno de los americanos pregunta con el envaramiento que tienen casi todos los personajes en Topaz si todos los presentes son conscientes de lo que significa que Cuba se haga con misiles con cargas nucleares (o algo así), y casi se puede escuchar la carcajada del director, probablemente atónito de que nadie se preocupara por tonterías así. Completamente desinteresado del Mcguffin de los misiles dichosos (y para cuando la peli se hizo ya era historia, y todo el mundo conocía como había terminado el asunto), ¿en qué se entretuvo Hitchcock en este encargo? Pues, primeramente, en hacer alardes estilísticos de todo tipo. Hay una secuencia que prefigura Tiro en la cabeza, de Rosales: el protagonista (Deveraux, un espía francés que en cierta manera también traiciona a su patria porque suele trabajar para los americanos) subcontrata un encargo de la CIA a un negro de la Martinica (porque en Topaz los espías americanos no se manchan las manos, se pasan el día en despachos y el trabajo de campo siempre se lo hacen proletarios cubanos o el citado negro) para que soborne a un secretario cubano. La secuencia en que se lleva a cabo el soborno se filma con teleobjetivo, desde el punto de vista de Devaraux, que está muy alejado de la acción, y no oímos nada de la conversación que tiene lugar. Topaz abunda en estos tour de force.
¿Hay que considerar entonces la película como un divertimento de Hitchcock, una percha para entregarse a piruetas visuales? Pues no, por la sencilla razón de que Topaz es apasionante y, sobre todo, tristísima. Mi hipótesis es que Hitchcock se proyectó en ese militar ruso que deserta y se marcha a Estados Unidos, si bien es cierto que dicha hipótesis parte de la base de que ambos (militar y director) tenían una mujer y una hija, y abandonaron su país de origen para irse a USA. Las agrias conversaciones que mantiene el desertor con sus nuevos "aliados" debían de ser parecidas, al menos en el clima, a las que tuvo Hitchcock con Selznick cuando se fue a las américas a rodar Rebeca (y de hecho la mansión en la que instalan al ruso y a su familia recuerda a Mandeville). En la extraordinaria y bressoniana secuencia de arranque, en la que unos peculiares secuaces soviéticos (¿qué hace una mujer mayor en ese trío?) siguen al militar, a su mujer y a su hija, que están preparando su fuga, hay un detalle curioso, que tal vez no deba leerse como el típico truco para acrecentar el suspense. La familia desertora corre hacia el coche que les espera para alejarlos de los agentes rusos, en ese momento la hija queda atrás y tropieza con una bicicleta, lastimándose la pierna. El padre intenta acercarse a ella para ayudarla pero es arrojado dentro del coche por Nordstrom, el protagonista norteamericano. Finalmente la chica consigue llegar al coche, pero algo apunta ahí a una falla en la figura paterna, cierto sentimiento de culpabilidad de Hitchcock respecto a su hija.
Kusenov no es el único padre del film. El espía francés y proamericano, Deveraux, también tiene mujer e hija. En realidad, son como el reverso de la moneda: si Kusenov/Hitchcock destaca por su falta de glamour y su mujer por su (casi) invisibilidad, Deveraux & wife son brillantes y atractivos. Aunque si en algo se parecen los dos matrimonios es en que el deseo no circula en su interior. De Kusenov no sabemos que desse nada, salvo poner en marcha la trama del film. De Deveraux adivinamos que su deseo apunta a Nordstrom (un deseo recíproco) y a Juanita, una atractiva cubana que es su amante y a la que le espera el destino de las morenas "deseantes" de Hitchcock. Pero no es el siempre pulcrísimo francés el héroe trágico del film, destino que le corresponde al ministro cubano y malo de la peli, Rico Parra, a cargo del cual corre la escena más intensa del film, cuando descubre que Juanita, de la que está perdidamente enamorado, es una agente que tiene lidera una red anticastrista. En ese momento, con la mirada perdida, desvinculado de todo interés imaginario, enumera todo lo que le espera a su amada (o más bien a su cuerpo: tortura, violación, asesinato). Y en ese momento le pega un tiro (el plano más famoso del film, que pongo al principio del post). Es un ejemplo supremo de acto trágico, en el que coincide la condición de asesinato abyecto y la de acción radicalmente ética, en el que el sujeto renuncia al goce más obsceno, ya que no sólo se priva de vengarse de alguien que le ha traicionado completamente, infligiéndole una herida devastadora en su narcisismo, si no que también renuncia al cuerpo de su objeto de deseo, que ahora está a su incondicional disposición (ya que se trata, al fin y al cabo, del torturador en jefe del régimen).
En fin, Topaz parece que fue un fracaso y que la izquierda se echó encima del film por su proamericanismo y anticastrismo. A mí, por debajo de la superficial pátina ideológica que le da el argumento, me pareció "escandalosamente" procastrista. Ya los títulos de crédito dan una pista. En unos planos contrapicados se muestran unos arrogantes misiles !Sorpresa¡ ¿Aparecerá por fin en una peli de Hitchcock alguien a la altura de la demanda del goce femenino, un honroso detentador del falo? Pues no, claro, pero tal vez la figura de Rico Parra sea de las que más cercanas han estado en la filmografía del director inglés, con esa intensidad nietszcheana en el odio/goce que destila, frente a frialdad geométrica con la que son retratados todos los miembros del campo aliado.
Si la película destila tanta tristeza es, también, porque parece establecer un corte absoluto entre el reguero de muertes que daje la historia, y los arreglos de las altas instancias políticas, que viven en su particular olimpo (la hija que a su llegada a Washington observa fascinada el Capitolio y la Casa Blanca, no como instituciones básicas de la democracia si no como moradas de deidades inaccesibles) y que dirimen sus diferencias al margen de los mortales, como en el extrañísimo prólogo del Libro de Job. Así, seguimos el avance de la crisis a través de los titulares de los periódicos que la cámara muestra a cada paso, sin que tengan nada que ver con el peligroso juego que vemos en pantalla. Al final, los sacrificios resultan inútiles, ninguno parece tener relación con el devenir de la crisis, cuyo desenlace conoceremos por un anónimo periódico arrojado con desgana en una banco solitario de un parque.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Contra el turismo rural

"Necesitamos disfrutar con moderación de la naturaleza. Al vivir un tiempo entre ella sin una actividad precisa, se cae fácilmente en un estado enfermizo: una especie de fiebre se apodera de uno."

Historias del señor Keuner, Bertold Brecht

martes, 11 de agosto de 2009

Banderas de nuestros padres



Cuenta la Biblia que Moisés era tartamudo (lo que dio pie a Freud para suponer que era extranjero, o sea egipcio, y a partir de ahí elaboró su teoría sobre el monoteísmo), por lo que pensó que era una extraña elección por parte de Jehová para andar de portavoz suyo. Éste le sugirió que utilizase a su hermano para los discursos. Schonberg se sirve esta historia para contar en su ópera Moisés y Aaron, que los Straub filmaron para la tele alemana (vamos, como Tele 5) como el profeta se retorcía cada vez que veía como Aaron transformaba sus experiencias epifánicas en banales clichés. Este abismo que separa la inefable experiencia de su plasmación sobre el papel es tema señero en la literatura contemporánea, y siempre es un tema socorrido cuando no se te ocurre nada que escribir (y ya has escrito una novela sobre un escritor al que no se le ocurre nada que escribir, probablemente el argumento más utilizado de los últimos decenios).


A los protagonistas de Banderas de nuestros padres les ocurre algo parecido: tienen que pasar por el trago de ver como la experiencia del horror de la guerra (como se sabe el horror es la única experiencia que en Occidente se considera capaz de albergar un espacio para la verdad) es transmutada en un espectáculo kitsch y obsceno con la no muy loable intención de sacar pasta de los poco enfervorizados americanos. Desgraciadamente la película, con su equivocadísima estructura en puzzle a base de flashbacks, impide que nos centremos en el periplo de los protagonistas en la batalla por la isla (casi no hay tiempo para identificarlos) ni en la gira para recaudar dinero, que no tiene demasiado interés (en realidad no se habla del hecho bastante marciano de que la guerra se "costeara" poco menos que con colecciones de cromos: ¿es que no existían los impuestos en aquella época?).


Hay un tema estupendo en el centro de la película que en cierto modo se pierde: La famosa foto sobre la que gira el argumento no fue un montaje, más bien todo lo contrario: una instantánea descuidada de un hecho trivial, desprovisto de todo rasgo heroico. Y, sin embargo, en la foto revelada emergía algo que no estaba en las contingencias azarosas del momento, un plus de "verdad" que los protagonistas no podían percibir. En un momento dado, un alto mando cree que será la bandera la que, poseedora del aura del objeto único, pase a convertirse en el fetiche que aglutine de nuevo el desvaído pathos guerrero de un país cansado, como siempre, de las guerras largas. Pero se ve que que el oficial no había leído a Benjamin; será la foto de, precisamente, la segunda izada de la bandera, una especie de simulacro del acto "verdadero" (si bien ya bastante intrasceedente de por sí) de la colocación de la primera bandera la que se reproduzca infinitamente (hasta el punto de que se metamorfosea en inmensa estatua o en tarta para banquetes) y se convierta en el icono que, según uno de los protagonistas "hizo que se ganara la guerra". Igual la(s) bandera(s) están en algún museo (aunque, si ya había dos desde el principio, con lo cual cada una, de alguna manera, negaba a la otra el status de "la bandera que fue izada realmente en Iwo Jima" ¿cómo estar seguro de la autenticidad de la que se exhibe?), pero en el film, inteligentemente, desaparecen de campo en seguida, mientras que las reproducción en cualquier formato y material inundan la ficción.


Hay algo irritante en el tono ligeramente crítico y convencionalmente deconstructivo del film, ese lado blandamente liberal, el discurso sobre la manipulación de los sentimientos "auténticos". No es tanto que lo que al final acabe surgiendo sea la habitual elegía al patriotismo y al valor de los soldados por encima de las manipulaciones de la clase política corrupta. Por el contrario, lo que se hecha en falta es la asunción de la posición auténticamente heroica de EEUU en la Segunda Guerra Mundial, cuya opción no era elegir entre el bien o el mal si no entre resistir al mal o no hacer nada. A la postre, el discurso acerca de que todas las guerras son malas y todos los bandos cometen crímenes se revela como conservador, en el sentido de que siempre negará la posibilidad de un acto ético radical con la excusa de que siempre generará violencia.
Sin que la recuerde tampoco como una peli como para tirar cohetes, Cartas desde Iwo Jima acertaba a evitar la tentación de la fascinación por la opacidad orientalista y permitía ver el carácter demencial del militarismo japonés "desde dentro", aunque puestos a elegir el Dr Akagi de Imamura me pareece muy superior en ese campo. Aunque se podría pensar que Cartas... estaba pensada para que un espectador occidental accediera al sistema de pensamiento japonés de la época (en la que el emperador todavía se consideraba de origen divino, si bien siempre es problemático establecer qué "peso" real tenía esa creencia en los súbditos de la época), el hecho de que la película fuera un éxito inmenso en Japón tal vez señale que los propios japoneses necesitaban un mediador extranjero y aceptable para verse a sí mismos con respecto a un pasado tan cercano pero ya relativamente extraño.


Curiosamente Sokurov (ruso y así mismo perteneciente al campo enemigo) también se ha ocupado recientemente de la derrota del Japón, justo en el momento en que el emperador es obligado a renunciar públicamente a su status sagrado. The sun se centra en mostrar el abismo que existe entre la persona "real" del emperador (prácticamente un cretino, un clown chaplinesco que se entrega con felicidad a la tarea de hacer el payaso ante los soldados americanos) y su papel simbólico en el orden social de su país. El mensaje por el que anuncia que es una persona "normal" no tiene mayos importancia para él, es una pequeña obligación que lleva a cabo mientras toma el té; sin embargo, para toda la sociedad es un trauma casi inasumible: la primera reacción a su confesión de que no es un ser divino es que, para su estupor, su secretario se suicida. Aunque Cartas... y The sun puede parecer que están muy alejadas (y en algunos aspectos pertenecen a universos diferentes) ambas hacen visible la enorme brecha que puede existir entre el relato que configura simbólicamente una sociedad y las condiciones reales de existencia de la misma, lo que puede llevarla a la destrucción.

lunes, 10 de agosto de 2009

Up


Una de las cosas más curiosas de la última película de Pixar es que invierte la estructura normalizada del relato clásico: si el héroe debe demostrar su capacidad para afrontar el encuentro sexual mediante una prueba que lo legitime como apto para sobrevivir en el campo de lo Real (o sea, que antes de casarse con la princesa tiene que matar al dragón) aquí es una larga vida de felicidad y fidelidad conyugal lo que prepara al protagonista para enfrentarse con ese destino que se muestra desde el principio en la figura de ese destinador simbólico que acaba convirtiéndose en padre demoníaco.

Up es una historia de iniciación clásica, por lo que en ella se diseñan espacios simbólicos diferentes para los sexos, si bien resulta sintomático que tanto en éste como en el otro film clásico de la temporada, Gran Torino, vayan con pies de plomo con ese aspecto de la narración: parece curioso que para una historia de filiación simbólica masculina Eastwood y sus guionistas se tuvieran que buscar un desconocido pueblo vietnamita al que siempre se le puede disculpar que proponga roles masculinos y femeninos diferentes por razones étnico/identitarias, mientras que en Up el cuerpo femenino que encarna la maternidad es un simpático pájaro.

Otra coincidencia en ambas películas es la resistencia de las figuras paternas a asumir su papel de destinador. Es como si los textos que intentan articular una narración simbólica en nuestros días tuvieran que comenzar por la figura del padre y obligarle a salir de su ensimismamiento narcisista (que solía ser el estado en que se encontraba el hijo). Ya Lacan decía que la figura del padre simbólico era imposible y su tarea inasumible, si bien es probable que hablara sobre todo por él.

El caso es que Friedickson (el protagonista de Up) se queda viudo y se encierra en una casa que es una especie de vínculo fetichista con su mujer muerta. Hasta tal punto se niega a abandonarla que consigue que ésta despegue del suelo (de la realidad) y, siguiendo el aparente mandato de ésta, se instale en el delirio imaginario: en una brillante secuencia la casa arranca del suelo, y tras atravesar una nube negra, el protagonista se despierta en el espacio fantasmático que la pareja había soñado siempre, unas cataratas en Sudamérica. Como es de rigor, lo que surge en esa fantasía no es la plenitud narcisista (que, posteriormente, descubriremos que no era el mandato delirante del espíritu femenino, ya que Friedickson no había leído correctamente, o completamente, el diario que le había donado su mujer en el lecho de muerte) si no la aspereza de lo Real. En una brillantísima inversión visual, la casa que le había elevado hasta el espacio del fantasma se convierte en una especie de lastre, un peso que hay que arrastrar y que cada vez cuesta más conservar.

Entre el pájaro (el cuerpo femenino “real”) y la casa (el cuerpo femenino “fantasmático”) Friedickson elige (en un primer momento) la casa, para acabar descubriendo que lo que suponía un acto de devoción a la memoria de su mujer muerta es en realidad una traición absoluta. En otra secuencia estupenda, vemos a Friedickson arrojar todos los pequeños fetiches (y sobre todo los sillones que simbolizaban ese autismo narcisista en que se quería instalar) para conseguir que la casa vuelva a volar y poder asumir el rol “masculino”: padre del chico, amo del perro, salvador de la dama (aunque sea un pájaro). Como colofón de la historia la casa (y el padre malvado) salen de plano y los héroes regresan (tras devolver la madre pájaro a sus crías) a la realidad en un zeppelín, que es una estructura, por supuesto, bastante más fálica.

Si he emparejado el nombre Eastwood con Up es porque Pixar y el veterano director son los principales “contrarreformistas” empeñados en el cine americano en la rearticulación de un relato clásico, y uno de los aspectos más interesantes de su trabajo son las dificultades y resistencias que encuentran. Y las debilidades, para mañana dejo un comentario sobre Banderas de nuestros padres, que vi en la Filmo y me pareció llena de insuficiencias.

lunes, 3 de agosto de 2009

Roberto Bazlen en el cine


A los escritores les encanta el personaje de Roberto Bazlen (por lo menos a Vila-Matas), al que consideran un colega que tuvo el detalle de no dejar una obra a sus espaldas, un escritor tan perfeccionista y cultivado que nada de lo que escribía merecía ser publicado. Bazlen fue, al parecer, alguien muy importante en el mundo editorial y literario italiano, amigo de todos los escritores importantes, asesor de las editoriales más señeras, y encima de Trieste, una de las grandes ciudades literarias del siglo XX. La verdad es que cuando cuento su historia a mis amigos les parece de lo más normal que alguien lea mucho y no tenga ganas de escribir, casi todos son grandes lectores sin especial interés en fatigar al mundo con más libros, por lo que no le pillan el misterio al asunto. Y a lo mejor es verdad que no hay misterio en Bazlen.

En cualquier caso Danielle del Guidice escribió un relato, El estadio de Wimblendon, en el que el protagonista y narrador se trasladaba a Trieste a encontrarse con viejos conocidos del escurridizo personaje para intentar desentreñar las razones de ese autismo literario, sin que quedase claro las motivaciones de la encuesta. Recuerdo que la novela, publicada por Anagrama, estaba bastante bien, y eso que a mí se me escapaban un montón de referencias.

Por razones ignotas el actor francés Matthieu Amalric adaptó la novela del italiano, y por razones más comprensibles cambió el sexo y la nacionalidad del protagonista, y puso a Jeanne Balibar de francesita que baja a Trieste de vez en cuando a tropezarse con las antiguas amistades del escritor que no escribió. Para mí la película tenía el aliciente de ver Trieste, que no recordaba haber visto nunca en pantalla, con sus calles, cafés, librerías, y su ambiente axfisiante de ciudad de provincias con un agobiante peso cultural a sus espaldas (del que Bazlen al parecer escapó). La elección y omnipresencia de la actriz me estorbaban un poco, pero no me impidió disfrutar de la historia.

Sin embargo, a mi mujer, que ni sabe quién era Bazlen, ni ha leído la novela, ni está interesada en Trieste, le sacaron de quicio las posturitas y tics de la Balibar, y en una comida familiar posterior descubrí que no es la única persona de mi entorno que no aguanta a la actriz. Para ella la película fue una especie de anuncio en que salía todo el rato el rostro de la novia del director en hermosos pero tópicos espacios urbanos con la excusa de una trama muy delgada, y con la extraña pretensión de que las caritas de la niña nos tenían que convencer de que anidaban complejos fantasmas en su interior.

Sirva esta entrada de reflexión acerca de como un texto puede ser entendido de maneras muy diferentes según las expectativas e intereses de cada lector, sin que se puedan establecer jerarquías entre las diferentes experiencias. Como cierre del comentario informo de que Trama publicó hace unos años los esbozos que dejó Bazlen de su novela, bajo el título Un capitán de altura, y con un sucinto prólogo de (cómo no) Roberto Calasso.