domingo, 27 de enero de 2013

La imposible estructura del matrimonio



La princesa de Cleves es una institución en Francia, donde es venerada como una novela fundacional de la historia de la narrativa, aunque es dudoso que esa fama perdure más allá de sus fronteras. En España hay edición en la colección de Letras universales de Cátedra, una especie de canon avant la lettre, por lo menos para los lectores de mi generación. Si bien se diría que a priori hay poco que rascar ahí para un cineasta contemporáneo, la novela de Madame de La Fayette ha conocido notables revisitaciones contemporáneas, las más conocidas La belle personne, el Honoré más transitable que conozco, y La lettre, uno de los Oliveira más accesibles y más grandes, donde aparece la Chiara Mastronniani más guapa que el cine ha dado en el papel de Madame de Cleves, y una de las últimas películas europeas en que no se manejan euros, sino francos. Pedro Abrunhosa hace de Pedro Abrunhosa, un cantante carismático que siempre va con gafas de sol y que se enamora de la Señora de Cleves; como en el siglo XVI no había cantantes de jazz el personaje en el libro es el Duque de Nemours, pero el conflicto viene a ser el mismo, la imposibilidad de mantener la estructura del matrimonio en la época moderna (bueno, la novela es del XVII, pero ya se barruntaba el auge del individualismo burgués que echaría por tierra todos los engranajes basados en la estabilidad del linaje). El inefable sentido del humor del director portugués, apto sólo para paladares iniciados, campa aquí a sus anchas y desaforadamente, empezando por el hecho de que puso a su musa, la sin par Leonor Silveira, bajo las togas de una congregación jansenista, anunciando tal vez que necesitaba actrices más jóvenes para protagonizar sus filmes.
(Tavernier adaptó hace pocos años otra novela de la misma autora, La princesa de Montpellier, enfermizamente meticulosa en su recreación histórica pero con menos alma que la de Oliveira, película que, hasta donde yo sé, nadie se ha tomado la molestia de estrenar por estos pagos.)

sábado, 26 de enero de 2013

Kim en el desierto



Había curiosidad entre los que nos lo pasamos pipa con las series B de luxe que rueda Kim Jee-woon por ver qué había hecho en su trasplante a Estados Unidos de la mano de Schwarzenegger (¡y Eduardo Noriega!). The last stand ha sido un notable fracaso en su país de origen, sabe Dios por qué, pero es una película muy divertida en el que el director emerge como un fan desaforado de Peckinpah y Hawks (y High noon). Bien rodada, la película se permite algunos alardes ajenos a lo que nos tiene acostumbrado el género, como una persecución a través de un maizal de notable puesta en escena, si bien la peli no llega a la asombrosa pericia técnica con que nos suele regalar el cine coreano, tal vez porque los sueldos de los técnicos en USA deben de ser bastante más elevados que en Corea y haya que rodar más rápido. Tampoco el guión arriesga importando las demenciales circunvalaciones manieristas que suelen acompañar a las pelis coreanas y que tanto gustan a los groupies de aquella filmografía, por no hablar del extraño humor (para los occidentales) que allí se gastan; aunque Jee-woon hace algún pinito con el grotesque los guiños cómicos se guardan para los chistes del actor austríaco sobre su edad y su carrera, algunos bastante divertidos (para los espectadores españoles el más gracioso es tener el morro de poner a Noriega de "el jefe más despiadado de un cártel desde Escobar"). Total, que si a nivel internacional se confirma su fracaso en taquilla El último desafío corre el peligro de transmutar su naturaleza original de producto popular en el de film de culto para paladares refinados, que así de caprichosa es la fama.

jueves, 24 de enero de 2013

El cocodrilo del Edén





Tabú es la única película que le ha discutido a Holy motors su casi incontestado reinado durante el 2012; tal vez al film de Gomes le ha perjudicado el haberse estrenado en la Berlinale, un festival de cine menos molón que Cannes, sin duda. Para pasmo de propios y extraños, ambas pelis se han estrenado en España (con el mismo número de copias, además, 15), donde han encontrado una nutrida tropa de admiradores (entre los que me encuentro) y, lo que todavía es más positivo, el rechazo de Boyero.

Tabú tiene una de las estructuras más utilizadas en la historia de la Literatura: un grupo de personas se reúne  a raíz de la muerte de un personaje y una de ellas desvela un acontecimiento del pasado del muerto que arroja una luz nueva sobre su vida. Una de las gracias de la película es el enorme espacio que deja a esa introducción, que ocupa la mitad del metraje. Gomes consigue que esa narración anodina en la que una mujer madura, bondadosa y cristiana (de izquierdas) lidia con una vecina aquejada de demencia senil y ludopatía y con un pretendiente bastante presentable al que mantiene a distancia sin quitárselo de encime (segmento denominado Paraíso perdido, lo que, además de remitir al film de Murnau, parece hacer referencia a las posibilidades del cine actual) acabe nimbada de un aura de misterio.

La parte paradisíaca de la película se sitúa en las colonias africanas, y cuenta las pasión transgresora que viven el narrador y la ludópata fallecida, un adulterio agravado por el hecho de que la mujer está embarazada de su marido, un dato al que los protagonistas dan bastante importancia. Entre el folletín y lo sublime, se diría el mito de Tristán e Isolda contado por Corín Tellado. Hipnóticamente apegada a la voz en off del personaje que recuerda los hechos, Tabú nos ahorra el truco habitual por el que el narrador inicia el relato del pasado y éste deviene en seguida presente: aquí el rigor en mantener la presencia de la narración tiene un resultado deslumbrante, lo que trae aparejado una curiosa contradicción: la película de Gomes es otro ejemplo de como las ruinas del cine sublime del pasado, la imposibilidad de recuperar la grandeza y el status social que una vez tuvo, son los cimientos del mejor cine del presente.

viernes, 18 de enero de 2013

Arraianos



Arraianos comienza con dos mujeres que declaman un texto que parece un Beckett traducido al gallego y filmado por Straub, pero es una pista falsa, ya que la película se entrega a la pura (e hipnótica) captura digital de un mundo que puede considerarse primigenio o en trance de desaparecer. De esta manera, los rostros que la cámara muestra pueden pertenecer a los primeros habitantes de una tierra que está preparada para separarse de la pura materia: de esta guisa, nos encontraríamos ante los primeros momentos del nacimiento de la narración, precisamente el intento de escapar de un bosque que se diría la prakriti primordial; habitantes entregados a ritos de los que todavía desconocen el significado (desde luego opacos para el espectador); o por el contrario tal vez estemos ante una estirpe a punto de desaparecer, entre los últimos jirones de la narración épica, en los que el último duende del bosque no está claro si ayuda o pierde a los excursionistas y los parroquianos que sobreviven en espectrales parajes se reúnen a cantar viejas canciones como última forma de recordar lo que es una comunidad. Curiosamente, como muestra una y otra vez la modernidad artística y narrativa, el adelgazamiento del relato permite disparar las interpretaciones, y es que el vacío que deja el sentido se llena inmediatamente con la proliferación del discurso.

domingo, 13 de enero de 2013

Quentin (un)chained



Si bien Inglorious basterds postulaba que el cine es el imaginario absoluto de nuestra contemporaneidad, por encima de lo que la Historia pueda decirnos, el estallido final de la pantalla y de la sala cinematográfica aportaba la posibilidad de que Tarantino escapara de esa cárcel en el que su cine se ve encerrado, como la princesa de los cuentos, esa cinefilia absoluta que no deja correr el aire de lo Real, Real invocado compulsiva e inútilmente por los proverbiales y discutidos estallidos de violencia que jalonan sus películas. En este sentido, Django es una pequeña decepción: no hay paso adelante. Django es a los negros lo que Inglorious a los judíos, un mecanismo poderosísimo de gratificación, un intento de redimir el sufrimiento, y una constatación de que ése es un empeño imposible. Así que, finalmente, la peli se enroca en su propuesta de film total, empeño loable que Tarantino lleva camino de convertir en género (ya llevamos tres, Kill Bill, Inglorious y ésta), pero que a este paso va a convertir sus obras en inmediatas piezas de museo. 

Historia y cine



En España se estrenan el mismo día Lincoln y Django unchained, películas opuestas que tratan de lo mismo, la poderosa relación que tienen en el imaginario norteamericano la historia del país y la historia del cine, tema mayor en los Óscars de este año si les sumamos Argo y (en este caso lo supongo, porque no la he visto) Zero dark thirty.

Para Spielberg retratar a uno de los mitos fundacionales de los Estados Unidos es religarse a los ancestros mayores: Lincoln se abre con una pantalla en negro desde la que suena un trueno, una tormenta que remite al final de El joven Lincoln. Griffith y Preminger, pero sobre todo Ford, son los directores con los que Spielberg se confronta, si bien cuenta con la ventaja de que hoy aquellos son visitados por clubes secretos y minoritarios mientras que su Lincoln acapara miles de pantallas en todo el mundo. Sin embargo, está claro que le impone respeto la opinión de los iniciados. Bueno, Spielberg no es Ford, pero su esfuerzo no es desdeñable. Como suele ser habitual, su peli tiene momentos (y muchos) de gran cine, pero le pierden sus debilidades. Aquí llega un momento en que todos los personajes parecen estar preparándose para una foto sabiendo que están escribiendo una página indeleble en la historia de las conquistas morales de la humanidad, cuando es obvio que no podía ser así.

La mujer marcada



L'apollonide, Dredd, Boardwalk empire... ¿qué tienen en común? Una puta a la que marcan la cara. Se ve que los maltratadores no van al cine, porque si se hubieran visto Unforgiven sabrían que rajar el rostro de una mujer (aunque sea prostituta, y peor en ese caso) es un crimen que los dioses suelen castigar con una espiral imparable de violencia. Los últimos en subirse al carro son los malotes sureños de Django unchained, que es de todas las películas citadas la que más explícitamente traza el eje que une al cuerpo excrementicio femenino (en este caso todavía más cosificado, pues se trata de una esclava, legalmente un objeto que puede comprarse y venderse) con lo sublime, eje expresamente enunciado por la gran innovación de este film, un destinador simbólico (por muchos quiebros sarcásticos que tenga) que guía los pasos del héroe del film.

Crisis




Como si fuera un escritor de verdad y de los de ahora, también a Abbas le ha acometido eso tan molón que es una crisis de cratividad, si bien poco rédito le puede sacar a eso. Para salir de ella, se ha propuesto iniciar una serie de microentradas, por ver si con el manoseo de las teclas regresa la inspiración. La microentrada se caracteriza porque la idea nuclear se plasma a vuelapluma, sin ánimo de desarrollarla ni argumentarla. Se me podrá argüir que eso es echarle morro, y que así escriben casi todos nuestro articulistas. Pues sí.

La primera gira en torno a una escena del relato del cautivo, que ocupa los capítulos 39, 40 y 41 en la primera parte del Quijote, relato peregrino y raro y lleno de accidentes que maravillan y suspenden a quien los lee, y que viene a ser un primer borrador del Persiles (y Sigismunda). La escena que cito es aquella en que los cautivos liberados abandonan la costa infiel acompañados de Zoraida la hermosísima y riquísima mora convertida subrepticiamente al cristianismo. Para darle dramatismo al periplo, Cervantes hace que el padre asista a la traición su hija, y cuando contempla aterrado como abandona país, linaje y religión la maldice desde la orilla, mientras los lectores nos alejamos con los rescatados cristianos, que aún habrán de pasar sus aventurillas antes de llegar a puerto salvo. Sorprendentemente, Cervantes se pone, siquiera en un instante, del lado de ese padre abandonado; una escena que reaparecerá siglos después de la mano de Conrad en La locura de Almayer; no es hipótesis baladí conjeturar que el germen de esa novela está en el episodio cervantino.