lunes, 30 de junio de 2008

Pasaje a la India: la interrogación sobre el deseo

La protagonista o heroína de Pasaje a la India es Adela Quested, una joven inglesa que parte a la India en los años veinte para encontrarse con su prometido, Heaslop, que ejerce allí de juez. En el viaje le acompaña Mrs. Moore, madre de Heaslop. Ambas marchan en busca de un indefinido conocimiento o revelación, algo evidentemente conectado con lo real, y que su entorno no puede ofrecerles. Por la edad de ambas, es obvio que en el caso de Adela se trata del sexo, y en el de Mrs. Moore de la muerte. Pronto ambas se sienten axfisiadas en un círculo social todavía más "inglés" que el que tienen en su país, obsesionados como están todos los funcionarios imperiales por reeditar los ritos nacionales allí donde se encuentran.


Un lugar es concitado desde la primera escena del film como clave en el destino de Adela, las cuevas de Barakar. Hacia esas cuevas será encaminada no por Heaslop, sino por el doctor Aziz, un musulmán indio al que ha conocido por mediación de Mrs Moore (que sorprendentemente no guía el deseo de Adela hacia su hijo, sino que le designa, de alguna manera, a Aziz como pareja). El caso es que Aziz organiza una complicadísima visita a las cuevas con las dos damas, una aventura muy delicada puesto que el contacto entre ingleses e indios es prácticamente tabú entre la colonia inglesa. Un peón fundamental de la marcha es Fielding, un profesor que parece ser el único capaz de moverse entre las dos sociedades (probablemente trasunto de Forster en la novela). Fielding pierde el tren que lleva a Aziz y a las damas por culpa de Godbole, un peculiar brahmán interpretado sin rebozo por Alec Guinness (que parece ser que estaba muy descontento con su interpretación). Godbole tiene un peculiar papel. En un principio se niega a asumir ante las damas el papel de "sabio oriental". Interrogado en la reunión en que se conocen todos los actores del drama (las dos inglesas, Aziz, Fielding y Godbole) sobre las cuevas, su rostro anota inquietud, pero niega cualquier valor religioso o sagrado a las mismas. Allí no hay nada. Y, efectivamente, allí no hay nada, solo oscuridad. Pero algo resuena en su interior, un eco que puede hacerse insoportable. Y es que nada como una pantalla negra para que se proyecten los fantasmas del inconsciente. Tras abandonar a Mrs Moore, Adela y Aziz ascienden solos a las cuevas más altas. Adela se interna sola en una de ellas. La luz de una cerilla sólo puede alumbrar su rostro. Cuando Aziz aparece de la boca de la cueva, en una elaboración visual tan sencilla como refinada (Aziz se recorta contra el blanco deslumbrante, mientras que la mayor parte del plano está completamente en negro, su sombra se proyecta en el suelo dirigida hacia el interior de la cueva), Adela apaga la cerilla (¿para no ser descubierta?¿para invitar a que Aziz entre?). Lean corta la secuencia en ese momento, y no sabremos lo que ocurre. Adela sufre un ataque de histeria y acusa en un primer momento a Aziz de intento de violación, desencadenando un inmenso conflicto social que es aprovechado por los independentistas indios para organizar manifestaciones y por los inglese para cerrar filas (los ingleses que apoyan a Aziz, Mrs moore y Fielding, son considerados traidores y expulsados de la comunidad).
En una secuencia anterior, que Lean cuenta en el papel que dan en la Filmoteca con información sobre la película que no estaba en el libro, Adela se tropieza con un templo en ruinas mientras pasea sola en bicicleta. Allí encuentra varios rostros de divinidades opacas, pero que anotan en su rostro algo del orden del goce. Finalmente, su mirada tropieza entre inquieta y fascinada con una soberbia escultura erótica, en la que una pareja copula, sus rostros entregados al éxtasis. En ese momento un ruido amenazador se incorpora a la banda sonora, y una horda de agresivos monos se abalanza sobre Adela, que huye para refugiarse en los brazos de Heaslop, con el que se promete en ese instante (significativamente, ese paseo es la primera vez en que vemos a Adela con la camisa desabrochada, y cuando regresa a los brazos de Heaslop la vuelve a tener abotonada hasta arriba). Esa huida compulsiva ante la emergencia del goce volverá a aparecer en su respuesta histérica ante la (supuesta) interpelación sexual de Aziz (erróneamente interpretada, porque aparentemente, el verdadero objeto de deseo de Aziz es Fielding, algo que aparece más claramente en la novela).
En el juicio posterior es donde se pondrá en claro el tema de la película, la represión del goce (y el deseo) de la mujer como método de cohesión social (al menos, de la comunidad inglesa). Si algo es obvio en Pasaje a la India es que nada del orden del deseo circula entre los ingleses, y que el fantasma del sexo interracial es el tabú más férreamente exigido. Por eso cabe calificar de heroico el reconocimiento en público de Adela, durante el juicio, de que la escena de la agresión fue una alucinación fantasmática: el inserto de una de las damas llamando puta a Adela viene a certificar que lo que ella confiesa es el deseo de que la demanda sexual se hubiera producido. Aunque la verdad del inconsciente (el deseo por Aziz) le haya resultado insoportable en las cuevas, su afirmación delante tanto de la comunidad inglesa como india la dota de un aura trágica.
En el último plano de la película, un hermoso y misterios plano muestra a Adela por primera vez con el pelo suelto, tras un cristal sobre el que cae la lluvia, tras recibir una carta en que Aziz reconoce por fin el valor que Adela demostró en el juicio. No sabemos si ese rostro desfigurado por la lluvia hace referencia a la caída del narcisismo imaginario, o a la purificación del sujeto tras el calvario padecido.

Pasaje a la India: introducción



















Pasaje a la India fue la última película que rodó David Lean, catorce años después del fracaso de La hija de Ryan. Lean tenía más de setenta años cuando la hizo (además de dirigirla, escribió el guión y la montó), y aunque en estos casos siempre se nos viene a las manos los típicos rollos de film testamentario, la verdad es que no hay nada de eso aquí. Se habla de la muerte y la reencarnación, pero da la impresión que eso se debe más a los flirteos de Forster con el misticismo oriental que al propio Lean. Sí tiene aire de lo que llamo "película de viejo", categoría estética indefinible que engloba las obras de ese fenómeno relativamente reciente de los directores que continúan rodando con regularidad cuando sus coetáneos andan ocupados en ligar compulsivamente en las discotecas del Mediterráneo, subvecionados por el Inserso, y que, liderados por el potencialmente inmortal Oliveira, incluye en su nómina a gente tan dispar (y estupenda) como Eastwood, Chabrol o Rohmer (aunque éste ya ha dicho que con sus 87 años a la espalda se retira). La película fue recibida, si mal no recuerdo, con la condescendiente reverencia que se debe a un maestro del que todo el mundo se había olvidado ya: acumuló la consabida ristra de nominaciones a los Óscar, de las que se llevó dos (actriz secundaria y banda sonora, el Gordo le tocó a Milos Forman por la apreciable Amadeus), y todo el mundo saludó la vuelta del veterano director, conscientes probablemente de que no volvería a rodar. Debió de funcionar lo suficientemente bien como para que los años siguientes vieran una avalancha de adaptaciones de Foster, sobre todo a cargo de James Ivory, que hizo tres: Una habitación con vistas, Maurice y Howard´s End (en España conocida como La mansión en la traducción de Alianza que yo leí, y que pasa por ser la obra maestra del escritor), antes de que la janeaustenmanía invadiera todo el campo de las adaptaciones literarias, aunque también se puede inscribir en la corriente de fascinación que a los ingleses todavía les dura por su pasado imperial en la India (mientras que parece ser que los indios aplican al paso de los ingleses por su país la conocida imagen de la literatura védica de la agitación en la superficie del agua del mar mientras que el océano permanece inmutable; y lo más reseñable de su herencia es el uso del inglés como lingua franca en un país enorme con infinidad de lenguas y dialectos). Pasaje a la India tuvo una adaptación teatral que Forster llegó a conocer y que también aparece citada en los títulos de crédito como fuente literaria del film.
Yo tenía un agradable recuerdo del visionado de esta cinta, la única de Lean que vi en el momento de su estreno, aunque no tenía excesiva curiosidad por revisitarla. Pues bien, tal vez los años le han sentado muy bien a la peli (o amí como espectador), porque volver a verla ha sido una experiencia intensa y apasionante, y lo explicaré en otras entradas, para que los talibanes de los blogs breves (o sea, Mercedes) no se me echen encima.

sábado, 28 de junio de 2008

Pickwick



"Hay pocos momentos en la existencia de un hombre en que este experimente tan lamentable angustia y encuentre tan escasa conmiseración caritativa como cuando va en persecución de su propio sombrero. Para alcanzar un sombrero se requiere mucha frialdad y un grado especial de discernimiento. Uno no se debe precipitar, pues lo pisará; no debe caer tampoco en el extremo opuesto, pues lo perderá por completo. El mejor modo es mantenerse gentilmente a la altura del objeto de la persecución, ser prudente y cauteloso, acechar bien la oportunidad, pasar poco a poco delante de él, y entonces dar un ataque rápido, agarrarlo por el ala y encajarlo firmemente en la cabeza; todo este tiempo sonriendo agradablemente, como si uno considerara que es una broma tan buena como cualquier otra."

No recuerdo si era Kafka o Pessoa quién lamentaba no poder repetir la experiencia de leer Los papeles del club Pickwick por primera vez, cosa que no es de extrañar si atendemos a lo que para el lector promete José María Valverde, traductor de la edición que tengo entre manos: "un largo rato lleno de una serena, tierna y desbordada felicidad". El impulso definitivo para enfrentarme a las casi mil páginas de la primera novela que publicó Dickens (de cuyas entregas semanales se cuenta que eran tan ansiosamente esperadas en Estados Unidos que la gente en Nueva York acudía a los muelles a esperar la llegada del barco que las traía de Inglaterra) vino de Chesterton, que en la recopilación de artículos que El Acantilado publicó bajo el título de Correr tras el propio sombrero dedica varios a glosar (magníficamente) las virtudes del narrador inglés en general, y del Pickwick en particular, al que también identifica prácticamente con una de las formas de felicidad en este mundo. Y como sólo llevo cien entretenidísimas páginas, dejo de escribir y me voy al sillón a continuar leyendo.

viernes, 27 de junio de 2008

Doctor Zhivago II: Deberes

Como este es un blog serio, vamos a poner deberes a sus lectores a propósito de Doctor Zhivago, aunque antes voy a contar que la referencia a El mundo marcha, de Vidor, se la debo al propio David Lean, que la describía en una entrevista, en la que explicaba didácticamente como había utilizado en su película la poderosa imagen de una persona que avanza en sentido contrario a una muchedumbre, y cuya inercia tiene que vencer.
Aunque todo el mundo parece conocer esta película, conviene refrescar un poco la memoria, porque yo, por ejemplo, no recordaba nada de la introducción, que fue la parte que más me gustó: pues tenemos a un narrador, Yevgref, preboste importante en el régimen soviético, que parece muy interesado por una joven (que al principio comparece como un número anónimo en una fila inacabable de jóvenes trabajadoras que avanzan por un oscuro subterráneo, y que en una significativa y apasionante contradicción acabará la película saliendo a pleno sol acompañada por un joven que la nombra como única al señalarla con su deseo) y especialmente su filiación, tema éste con mucho peso en la película, donde abundan huérfanos y padres muertos o ausentes. Aparte de la función estructural de narrador cuando es necesario (cuando haga falta el film optará por una narración objetiva), Yevgref tendrá su importancia como personaje de la trama, aunque nunca abandonará su carácter secundario. Ésta gira en torno a dos parejas entre las que no circula el deseo, o al menos no circula en los dos sentidos. Una es la formada por Yuri Zhivago, el doctor del título, y su hermana/novia/esposa Tonya; y la otra la componen Lara y el revolucionario Pasha Antipov. Y es muy interesante describir el momento en que el film hace saber al espectador lo que va a ocurrir (o sea, la historia de amor de Zhivago y Lara): el personaje encargado de nombrar la tarea (como vuelvo a repetir que este es un blog serio -o pedante, según sus detractores- lo llamaré el destinador simbólico) es Viktor Komarovsky, que aquí podría ejercer de padre que entrega a su hija en matrimonio a otro hombre renunciando a ella. Viktor es el amante de la madre de Lara, así que tiene cierto ascedente paternal sobre ella. Y es también el amante de Lara, a la que ha seducido en una secuencia de la que hablaré después; y se la entrega a Zhivago no como hija/esposa (o sea, como un objeto valioso), sino como puta (de hecho, se la entrega como regalo de boda, nombrando así la ausencia obvia de deseo de Zhivago por su futura mujer). Komarovsky pertenece a la nutrida estirpe de destinadores obscenos/padres incestuosos de nuestra cultura contemporánea, y como tal parece dotado de cierta omnisciencia (una omnisciencia también obscena, o diabólica, de la que, en cierta manera, está ausente toda articulación sublime de la verdad, lo que se muestra también en el carácter pragmático -o corrupto- de su vinculación política); en todo caso se diría que, como ley del relato, los protagonistas no pueden dejar de cumplir con la tarea encomendada, sólo que su trabajo (heroico) será, precisamente, que el inevitable encuentro no se produzca bajo el indigno dictado del destinador, y que la que comparece como objeto excrementicio (que sí, que ya sé que me repito) alcance el status de sujeto, aunque la película recuerda que la línea que separa ambas categorías es bastante fina, y Lara vivirá bastante atormentada por el recuerdo de su pasado, que no para de lamentar. El diálogo entre Viktor y Zhivago tiene lugar momentos después de que Lara dispare en público contra Viktor (en una fiesta de Navidad, el tipo de detalle que es significativo y que la pereza de espectadores nos suele hacer pasar por alto), tras un encuentro sexual especialmente sórdido en que él, precisamente, la nombra como puta (a estas alturas ya sabemos que, en el fondo, el tal Viktor es bastante más débil de lo que parece). La secuencia también es importante porque es el único momento en que los cinco protagonistas comparten espacio: el disparo funciona como pistoletazo de salida para que la ficción se ponga en movimiento enviando a cada uno a un sitio diferente.
Pero vamos a los deberes prometidos: la escena nuclear en el comienzo de la película tiene lugar en un montaje paralelo en el que asistimos a la primera experiencia sexual de Lara y a la carga de la caballería contra la manifestación pacífica de trabajadores. Hay un contagio entre ambos movimientos: el carácter incestuoso de la iniciación al sexo rima con la brutal actuación de la policía, o sea, de la Ley: en ambos casos una falla en la figura del padre. En el otro lado, la violencia del ataque nos recuerda todo lo pulsional que habita en el sexo, su lado (necesariamente) "criminal". Lean utiliza para la carga de la policía la iconografía del primer cine soviético, especialmente La Madre, de Pudovkin, y también Octubre (se puede cambiar Octubre por el Potemkin), mientras que el referente para las escenas en el gran mundo es claramente Ophuls, del que pongo como visión obligada Carta de una desconocida, y dejo a gusto del lector la opción de elegir entre La ronda, El placer, y Madame d...
Por cierto, que un tercer momento en esta escena nos muestra a Zhivago como espectador de la masacre (y en cierta manera, también del goce femenino, pues ¿no nombraría esa mancha de sangre en la nieve que atrapa su mirada la primera experiencia sexual de Lara?), y se diría que su posición es insuficiente, débil (en otro sentido que Viktor), y, en cierta manera, lo será hasta el final (dado que no puede mantener a Lara a su lado). Dando por válido el comentario de Alejo de que asistimos a la lucha de alguien por mantener su individualidad, casi estamos tentados de decir que las críticas bolcheviques hacia su persona son ciertas (por cierto, que habría que reseñar el acierto sorprendente del film al mostrar lo que podríamos llamar la grandeza despiadada e inhumana del experimento soviético). Y así, el último trabajo es proponer otro texto en que aparezca un personaje en una posición similar a la de Zhivago en esta escena.

Chronoexprés, desastre total

Una de las funciones terapéuticas de un blog es que uno puede dar rienda suelta a su indignación de manera inocua y pública. Tal vez no sea la más gloriosa ni la más teorizada, pero yo me voy a entregar con fruición a ella (y espero que cada uno aporte sus experiencias en este campo).
Antecedentes: uno de los extraños que venía a Identity había confeccionado algo tan gilipollas como un delantal (o mandil) de cincuenta y tantos kilos, lo que le había permitido aparecer en el guiness. El delantal en cuestión, al igual que su dueño, habitaban en San Sebastián, y había que traerse a ambos, gestión que en el caso del vasco pertenecía a la productora que se forra con el ridículo programa, y que en el caso del mandil gilipollas nos correspondía a nosotros.
Dato objetivo: Con esa infalible intuición que adorna a la tele para contratar a los más ineptos, hubo que ponerse en contacto con chronoexprés, con la que tenemos un contrato para estos portes.
Conflicto: Pues me puse en contacto con chronoexprés el miércoles (25 de junio) a las cuatro pe eme para que se acercasen a recoger el delantal guinéssico. A esas altas horas de la madrugada ya era imposible realizar tamaña proeza, pero se comprometieron a acometer la heroica tarea a la mañana siguiente.
Pues bien, ese jueves (26 de junio), ya avanzada generosamente la tarde, una llamada a la empresa cuyo nombre pasará a los anales de la historia como sinónimo de incompetencia me permitió averiguar que no se habían pasado a hacer la recogida, y que el conductor andaba esperando una autorización para hacerse cargo del paquete, ya que excedía en peso a lo regulado. Manifesté sorpresa a la par que conato de indignación, ya que en los datos que aporté dejé claro tanto lo que pesaba como lo que medía (porque a esas alturas de las rocambolescas aventuras del mandil soplapollas éste reposaba en las oficinas de MRW, empresa también de transporte de mercancías que por el poco trato tenido con ella parece conformada por trabajadores infinitamente más amables y competentes que los que habitan en la puta chronoexprés, en el que el cretinismo y la imbecilidad parecen factores imprescindibles para hacerse un hueco en su plantilla), y ante mis protestas la única explicación que acerté a conseguir fue que, probablemente, mi interlocutora telefónica del día anterior era nueva, sin que se me aportase mayor solución que esperar a ver lo que el responsable de zona tenía a bien decidir. Pues decidió que sí, que como graciosa concesión accedería a satisfacer la extravagante pretensión de trasladar una caja tan pesada. Así que entre el momento de la petición y el de la recogida había transcurrido más de un día, pero dado que el paquete era necesario el viernes (27 de junio) a última hora de la tarde, considereré que incluso una empresa y un personal que había dado tamañas pruebas de inutilidad sería capaz de conseguir que el bulto llegase de San Sebastián a Madrid en menos de 24 horas, que para eso se le paga. Pues ahí demostré un alto grado de ingenuidad, claro que se ve que hay infiltrados perversos en esa basura de empresa, ya que ese mismo viernes, a las nueve y media de la mañana, me llamó alguien (algún cachondo) de chronoexprés para comunicarme que el paquete estaba en Madrid, y aunque por el volumen de trabajo era imposible repartirlo por la mañana, a las cuatro, o como muy tarde a las cinco, estaría en los estudios Buñuel, destino final del delantal. Pues tranquilo y olvidado del asunto, me entregué a otras obligaciones laborales hasta que en un impasse a media tarde me dio por llamar a recepción de Buñuel para respirar tranquilo tras la llegada del monumental mandil. Pues no, nada había aparecido por ahí. Cómo algo de tiempo me quedaba antes de tener que coger una ruta hasta Torrespaña, llamé a chronoexprés paraque me dijesen los breves minutos que a la furgoneta le quedaban para salvar los pocos metros que sin duda a esas alturas la separaban de nuestros estudios. Pues la merluza que me tocó fue incapaz de dar con el servicio a partir del número de recogida que la propia empresa me había dado. Luego me comunicó que el paquete seguía en el almacén, y que la pretensión de que apareciera por ningún sitio del universo esa misma tarde era absurda e imposible de satisfacer de ninguna de las maneras, y cuando, desesperado porque necesitaba esa caja para la grabación de esa tarde, le dije que estaba dispuesto a acercarme yo mismo a la nave almacenadora para acarrear el inmenso bulto hasta su último destino (vamos, que iba a hacer el curro que le correspondía a aellos), me contestó que hiciera lo que quisiera, pero que no me lo iban a dar, porque ya estaba preparado para su entrega, que parecía que el objeto en cuestión había adquirido un status metafísico que le hacía inalcanzable para un simple mortal como yo. Diría que el nombre de esta imbécil integral era Sandra, pero igual la memoria me falla. Me puse a buscar camiones como loco, pero los viernes por la tarde no son el mejor momento para tropezarse con alguien disponible. Una segunda llamada me permitió descubrir que incluso en un terreno que parece preparado para extirpar cualquier conato de inteligencia puede prosperar la competencia profesional, y otra operadora a la que le planteé el mismo problema tuvo el detalle de molestarse en averiguar que, efectivamente, el puto paquete seguía en el CTM descansando de su singladura por la Península, tuvo las narices de darme la explicación de que por la tarde no podían repartir paquetes tan grandes por lo exiguo de los furgones utilizados, y me comunicó que había dado las instrucciones pertinentes para que el dichoso paquete se me facilitase si me acercaba a recogerlo, cosa que tuve que hacer (y he de reconocer que, efectivamente, en el almacén estaban avisados y allí estaba el envío), si bien después de comprobar que una flota de furgones descansaban apaciblemente por la zona, en cualquiera de los cuales hubieran cabido cincuenta cajas como la que me tenía que llevar. Como último agravio, contar que el bulto estaba en un palé, y que éste fue trasladado cinco metros hasta la entrada del recinto, momento en que me tuve que hacer cargo de la inmensa caja de cartón, como si la puerta de chronoexprés fuera la frontera infranqueable y prohibida, más allá de la cual los memos no pudieran sobrevivir, expuestos al aire libre.
(Al final el delantal llegó a tiempo a Buñuel)

Doctor Zhivago

Para H., que prefirió ver el partido

Cuenta Zizek que, durante la filmación de Doctor Zhivago en España, la gente se echó a la calle a celebrar la muerte de Franco y la llegada del socialismo, al tropezarse con una multitud que cantaba a grito pelado la Internacional por la calle. Generalmente uno vive los momentos epifánicos cinematográficos en una sala, pero no hay que descartar que el rodaje se convierta en una experiencia emancipadora. La anécdota tiene pinta de ser apócrifa, y algo inverosímil, pero tiene gracia teniendo en cuenta el entusiasmo con que el franquismo debió de acoger la adaptación (vistas las facilidades que tuvo que dar) de esta controvertida novela que le valió a Pasternak un Nóbel que le obligaron a rechazar, tras rocambolescas aventuras de originales sacados al extranjero con la (al parecer) ayuda de la CIA. En su día punta de lanza de la propaganda antisoviética, el caudal de testimonios que en los últimos años han venido apareciendo sobre toda la historia de la URSS hace que lo que veamos en pantalla resulta ligeramente blando, mientras que las características de superproducción modesta que tiene el conjunto hace que difícilmente el espectador se olvide de que está ante una laboriosa reconstrucción (en pocas ocasiones se tiene verdaderamente frío junto con los protagonistas). La historia esta llena de potenciales bifurcaciones temáticamente apasionantes, pero Lean parece haber sido contratado en su condición de eficaz gestor de grandes presupuestos y temas culturalmente prestigiosos y aplica su túrmix para dar un relato sin aristas pero plano. Irreprochable en sus fuentes de inspiración (el Potemkin; La Madre, de Pudovkin; El mundo marcha, de King Vidor-del que toma el plano recurrente en el film del personaje que avanza a contracorriente de una multitud-; el Ophuls de los melodramas de la alta sociedad; el Ford de la épica de los espacios abiertos y el amor en los tiempos de guerra), Lean nunca está a la altura de sus referentes, y parece consciente de ello.

jueves, 26 de junio de 2008

I don't want to sleep alone

I don't want to sleep alone es la última película dirigida por el momento por Tsai Ming Liang, y la última que me he visto en el ciclo de la Filmoteca. Como en las demás, una desoladora escasa asistencia para verse la obra de uno de los directores claves de los últimos años, sobre todo teniendo en cuenta lo difícil que es ver en una sala de nuestro país estas películas. Qué le vamos a hacer. El único conocido con el que me he tropezado ha sido a Nacho Gutiérrez Solana, impenitente cinéfilo al que ya cuento con encontrar cuando me acerco a ver un Pialat o un Bresson, y que no ha faltado a la cita con el taiwanés. Y a raíz del pase de esta cinta que nos ocupa en Venecia hace un par de años, descubrí que en realidad TML era de Malasia, y que había emigrado a la isla china con cuatro años, y que había vuelto a su país de origen para rodar esta peli, que es un encargo de la organización vienesa ocupada en celebrar el 250 aniversario de Mozart (al igual que lo es también Syndromes and a century, de Apichatpong Weerasethakul, que yo me preguntaba en la sala qué pasaría en España si estos filmes los hubiera encargado la Aguirre -o cualquier institución española- para conmemorar a Chapí o el levantamiento de 1808).

Y tras esta sarta de curiosidades, a lo que importa, que es decir que I don't want to sleep alone es estupenda, que a TML le ha sentado muy bien el cambio de aires, y que I don't... respira frescura sin abandonar las señas de identidad de su autor: o sea, que tenemos planos largos, tenemos a Lee Kang-Seng (aquí haciendo un doble papel), tenemos pocos diálogos, y hasta tenemos un desastre ecológico en forma de nube de humo que nos cuenta la radio y la televisión, lo único que no para de hablar en este oasis de silencio ( o incomunicación) que son las películas de Ming Liang.

Como siempre, Lee Kang Seng es básicamente un cuerpo, y aquí dos: uno absolutamente inmóvil (un vegetal en coma), y un inmigrante chino que recibe una paliza al comienzo de la película, y casi empieza en el mismo estado de postración que el primero (para ir adquiriendo movilidad según avanza el relato). Ambos personajes concitan el deseo de los que le rodean (y de la cámara): su inmovilidad se presta a que estén a merced de las caricias ajenas. El problema es cuando el cuerpo del inmigrante, y por consiguiente su deseo, entra en movimiento (ese elegante toque fantastique que tiene TML hace que haya un sutil eco entre lo que le ocurre a ese deseo concitado por el/los cuerpo/s)

I don't want to sleep alone pertenece a la estirpe de películas que, desde Boudu salvado de las aguas hasta Teorema, han contado la historia del intruso que hace saltar por los aires el apacible equilibrio libidinal de una familia, con esa mezcla de humor grotesco, tragedia y desesperanza que conviven en armonía en Tsai: por ejemplo, ese colchón que circula por toda la película, como una promesa de un encuentro sexual feliz permanentemente demorado, y que acaba llevando pacíficamente a sus protagonistas en un sueño que parece suspender momentáneamente el conflicto erótico.

lunes, 23 de junio de 2008

Propuesta televisiva

Pues yo también me vi el partido de España. Lo de la maldición superada y esos rollos se lo dejo a los periodistas, que tienen que llenar cuartillas contando lo que sea. A lo que voy es a que el encuentro fue un rollo. Salvo un par de veces en que Italia se acercó casi por error a la portería española, aquello no había quién lo aguantara. Ni 120.000 minutos que hubiera durado el partido, con los italianos en silla de ruedas (menuda forma física tienen, si salieron ya cansados al campo), los españoles tenían pinta de ser capaces de meterle un gol al tal Buffon. Como el 97% de los españoles, estaba convencido de que nos eliminarían en los penaltis. Y la verdad es que Casillas lo hizo muy bien, acertó la dirección de todos los lanzamientos y paró dos. Si España gana la Eurocopa, cosa a estas alturas bastante verosímil (aunque juega en su contra que en las semifinales son el único equipo estrella), probablemente se convierta en el nuevo héroe de la patria, con esa imagen de chico de barrio que ha sabido mantener, aunque gane en un día más que la mayoría de españoles en dos años. Pero a lo que iba es a que habría que imponer los empates en las eliminatorias por obligación, y convertir los penaltis en tradición ineludible ¿no son una lotería (ruleta rusa para los periodistas más amanerados)? Pues ya está, que vuelva la institución de la ordalía medieval a nuestras vidas, y que sea el balón el que decida que nación se ha convertido en el pueblo elegido (renovado cada dos años).

domingo, 22 de junio de 2008

Fin de semana con Sterne



Como conviene tener una reserva de grandes obras para leer en la jubilación, nunca le he hincado el diente al Tristam Shandy de Sterne, pero el fin de semana pasado, aprovechando que jugaba España, me fui a la Feria del libro y me compré la preciosa edición que el Funambulista había publicado no hace mucho del Viaje Sentimental, el relato inacabado que el bueno de Laurence publicó poco antes de morir, a la que me he dedicado este calurosísimo fin de semana (en el que también juega España, por cierto). Las ganas de leer este libro me vienen de un personaje que aparecía en una de las novelas oxfordianas de Javier Marías (que siempre dice que el mejor libro que ha escrito es, precisamente, el Tristam Shandy, cuya traducción para Alfaguara le valió el Fray Luis de León), y que consideraba que era el mejor libro escrito nunca, elogio tal vez algo exagerado, aunque posee una mezcla de melancolía (es un libro evidentemente otoñal) y joie de vivre que lo hace irresistible. El protagonista, Yorick, evidente trasunto del autor, se embarca en un viaje por Francia (país en el que la novela de Sterne tuvo una acogida entusiasta) donde tendrá varios encuentros sobre todo con mujeres, tan sensuales como inverosímilmente castos. Sterne fue un escritor tardío, pero los años que dedicó a su gran obra le sirvieron sin duda de aprendizaje acelerado, porque en el Viaje sentimental (casi su otra única obra) se mueve con soltura y seguridad pasmosa entre diferentes géneros y registros, lo que justifica que de todos los escritores ingleses del XVIII sea el más perdurable y leído hoy en día.

sábado, 21 de junio de 2008

El cine ha muerto !Larga vida al cine¡



Nada como un feliz azar para trazar puentes entre películas muy alejadas. Esta semana me he visto casi seguidas Goodbye, dragon inn y Rebobine, por favor, que no tienen casi nada que ver, pero que giran en torno al mismo tema: la muerte del cine como una forma de entretenimiento popular.


La primera es una película tediosa de Tsia Ming Liang, en la que diversas presencias fantasmáticas se arrastran por una enorme y vacía sala de cine donde se proyecta probablemente por últimas vez una de esas películas orientales de género que tanto furor causan entre minorías de friquis occidentales, pero que por lo que se ve en la peli han dejado de interesar a los nativos a los que iban destinadas. Como es la peli más rollo con mucha diferencia que he visto del estupendo director taiwanés no me extiendo sobre ella.


La de Gondry es muy entretenida, a pesar de lo cargante que puede resultar Jack Black. Asociado a brillantes videoclips y a los guiones de Charlie Kaufman (que hace un significativo cameo), Gondry se marca un asumido remake del Vive como quieras de Capra para hacer una elegía del cine como rito comunitario a través de unos descerebrados que regentan el último vedeoclub que trabaja con VHS (la película es una apología de la resistencia ante el avance del digital, y un homenaje a Mélies y su forma artesanal de construir las películas), y ante un descacharrante accidente que borra todas las cintas deciden grabar un remake de Los cazafantasmas para una clienta especialmente quisquillosa. El éxito de la fórmula les obliga a repetir la experiencia con títulos muy conocidos, lo que da lugar a un plano-secuencia marca de la casa en la que nos paseamos por hilarantes copias de King-kong o 2001 (al parecer, el término que los protas utilizan para nombrar a las copias, películas suecadas-sweded- ha hecho fortuna en internet, donde abundan ya estos remakes amateurs). Como en Capra, aquí los malos son las grandes corporaciones y la burocracia impersonal, que quiere echar abajo el edificio del videoclub y prohibir este tipo de usurpación intelectual. Siendo bastante divertida en su desarrollo, la película alza el vuelo en su hermosa última parte, en la que se plantea una utopía artística en la que todo un barrio se convierte en comunidad al embarcarse en el proyecto de crear una película que narre la vida de un legendario músico que habitó en el barrio en la primera mitad del siglo XX. Tras recabar toda las noticias que han quedado guardadas en el recuerdo individual y colectivo en diferentes casettes, una asamblea que haría palidecer de envidia al godardiano grupo dziga vertov decide la estructura narrativa mediante el sencillo procedimiento de decidir que anécdota va antes o después. Finalmente, el día grande de la proyección, que coincide con el de la demolición, asistimos al plano más bonito de Rebobine, por favor, un travelling que recorre las miradas (literalmente) encantadas de los habitantes de la degradada barriada al verse transmutados en los héroes de su propia leyenda en esa primera y última proyección de su heroica cinta. Gondry reivindica la ficción como el espacio privilegiado donde se construye una colectividad, y atestigua, a su vez, el fracaso (o el fin del reinado) del cine para erigirse como motor de la construcción de los mitos fundacionales de nuestra época.

martes, 17 de junio de 2008

Saroyan


Dentro de la pléyade de estupendas pequeñas editoriales que han crecido como setas desde que se anunció la muerte de la edición y de las pequeñas librerías, El Acantilado es tal vez la más destacada a la par que veterana (hasta donde yo sé, es una especie de filial de una casa madre catalana). Aparte de una serie de impronunciables nombres de escritores centroeuropeos, ha vuelto a poner en la lista de superventas a Joseph Roth y, sobre todo, a Stefan Zweig. Otro de los escritores que está dando a conocer es Saroyan, novelista norteamericano de origen armenio, del que no había leído ni me había tropezado con nadie que lo hubiera hecho hasta que Armando Leal me comentó de pasada que era de esos autores de los que leía todo lo que pillaba. El otro día me tropecé con Cosa de risa en la biblioteca, y como era relativamente magro me lo leí este finde que andaba solo por Madrid. Resultó ser una novela vagamente extraña, en que el conflicto gira en torno a un pecado central, la infidelidad de una mujer casada que se queda embarazada a partir de una aventura que tiene con un colega de su marido, profesor universitario que parte dos meses para dar un curso y poder comprarse un coche. La novela se mueve en dos planos, uno externo en que se describen los movimientos de los personajes, y otro interior en el que tomamos nota de los abismos emocionales en que se mueven. Los diálogos están lejos de ser realistas, y los niños parecen oráculos o miembros de un coro de tragedia griega. Ese hecho nuclear acaba funcionando como una bomba cuya onda expansiva arrasa con todo el entramado social y familiar. Aunque ocurre en el presente (de la escritura, tal vez algo después de la Segunda Guerra Mundial), todo tiene cierto aura ancestral (una familia cuyos miembros masculinos se comunican en la lengua, un armenio que tiene la altura de un código sagrado, y que parece el único legado fiable que se puede transmitir a los hijos). La novela es desoladoramente triste, aunque transmite una curiosa energía. Y como mis compañeros tienen prisa por comer, dejo esta entrada hasta la próxima novela de Saroyan.

Tsai Ming Liang en la Filmo

Hace unos veinte años, cuando empecé a estudiar francés, tenía la costumbre de leerme el Cahiers, costumbre que prácticamente me ha durado hasta hoy. Durante los primeros años, me encontraba con diversos nombres para mí completamente desconocidos, pero que para el resto de los mortales parecían nombres incontestables de la galaxia cinematográfica. Eran películas que, estaba seguro, nunca se verían en España, y por aquella época también tenía la certeza de que yo nunca llegaría a tener la posibilidad de encontrarlas en una sala. Y no estoy hablando de marcianadas. Me refiero a gente como Hou Hsiao Hsien, Oliveira o, incluso, Kiarostami. Uno de esos cineastas era Tsai Ming Liang, taiwanés que presentaba sus pelis en Cannes o Venecia, pero del que aquí no se sabía nada. Hace unos pocos años pude ver una película suya, El sabor de la sandía, en Berlín, y en ese mismo certamen pasaron Vive l'amour. Nando me dejó The river, tal vez su película más famosa, y The hole. Así que en un mes me convertí casi en un experto. Gijón pasó una retrospectiva, a la que no pude ir, y la Filmoteca le dedica un ciclo que prácticamente me va a permitir completar su filmografía y volverme a ver las películas que ya vi. Lo más sencillo sería decir que hace comedias herméticas. La anécdota narrativa sobre la que se sustentan sus películas son mínimas, básicamente consiste en personajes muy solitarios (pero que parece que no son conscientes de esa soledad en la que viven) que deambulan por planos largos hasta que el azar les lleva a cruzarse, lo que les lleva a que a veces pasen cosas entre ellos, y a veces no. Los actores casi nunca hablan, pero siempre hay televisiones o radios que parlotean sin parar y hablan de catástrofes irrisorias, como el virus de The hole, que en el 2000 ataca a Taipei, convirtiédola en una ciudad fantasmal y anegada en un diluvio infinito, y que hace que los afectados se comporten como cucarachas, o la sequía de El sabor de la sandía, que lleva al gobierno a recomendar que se consuma compulsivamente esa fruta. Visualmente son muy elaboradas, aunque suele recurrir a planos fijos, con una composición y una escenografía muy elaborada. Tiene un actor fetiche, Lee Kang Chen, que sale en todas desde el principio de los tiempos, y que es un cruce entre Buster Keaton y un chapero de Pasolini, y al que suele sacar en calzoncillos (también ha dirigido películas, que se parecen como dos gotas de agua a las de su mentor). En cualquier caso, los actores tampoco tienen mucho más que hacer que seguir las indicaciones del director: la mitad de la película se la pasan cocinando, comiendo, defecando o masturbándose, y si los hados son propicios llegan hasta a follar, habitualmente tras tortuosos trayectos. Y como todavía me quedan algunas películas suyas por ver, seguiré escribiendo.

sábado, 14 de junio de 2008

Antes que el diablo sepas que estás muerto




La película comienza con una escena sexual bastante inquietante y agresiva: entramos en ella sin prolegómenos, los dos cuerpos se mueven compelsivamente, no hay contacto afectivo entre ellos. El enorme cuerpo del hombre (Phillip Seymour Hoffman) parece demasiado amenazador para la fragilidad de la mujer (Marisa Tomei). Espejos en las paredes y cierta estridencia en la ropa de cama nos dice que no estamos en un hogar ¿un hotel, un burdel? Al poco averiguamos que hemos asistido a un exitoso encuentro sexual por primera vez en mucho tiempo entre marido y mujer. Están en Brasil, de vacaciones, y se plantea la posibilidad de un nuevo comienzo. De repente, la mujer se hunde en la melancolía. Corte abrupto a negro. Título de la película, con su explícita referencia diabólica. Un cartel nos anuncia que nos situamos cronológicamente el día del atraco, el suceso nuclear narrativo sobre el que pivota la película. En cierta manera, este inicio es extradiegético. Aunque averigüemos que pertenece al pasado reciente de la pareja protagonista, su función es citar el paraíso perdido, o imposible, el único instante en el film en que Andy estuvo a la altura de su tarea.

En la escena del atraco también hay un hombre y una mujer. Él lleva una pistola, pero acaba siendo demasiado torpe. Es la mujer (una anciana) la que disparará primero. Antes que el diablo sepas que estás muerto no es una película clásica, a pesar de lo que su sequedad visual y eficacia narrativa pudiera indicar. La falla simbólica entre padre e hijos nunca se colma (de hecho, se exaspera). Una de mis teorías favoritas acerca del cine americano es que su poderío narrativo tiene mucho que ver con la presencia de la Biblia como referencia popular. Aquí encontramos una inversión del tema de Abraham e Isaac. Cuando el padre busca información acerca del atraco que ha causado la muerte de su mujer, no es la Ley (la policía, entre incompetente e indiferente) la que acude en su ayuda, sino ese personaje muy contemporáneo que aúna el carácter diabólico con la omnisciencia, encarnado aquí en un perito corrupto que habita unas extrañas catacumbas. Será él a quien acuda el padre desolado para recibir su misión: matar al hijo. Pero al contrario que en el Antiguo Testamento, aquí ningún ángel vendrá a detener la mano homicida.

viernes, 6 de junio de 2008

La paz perpetua, o una tarde en el teatro



Jueves 5 de junio. Tenía previsto acercarme a la Filmoteca a ver una película de Tsai Ming Liang, pero mi hermano Salva me llamó porque merced a su trabajo en el Ministerio de Cultura se había agenciado esa tarde el palco que tienen perennemente en el María Guerrero, Así que me fui a ver La paz perpetua. Antes de entrar nos comentó que se había quedado de piedra oyendo a gabilondo la noche anterior diciendo en las noticias "Estados Unidos, ese país al que a menudo odiamos...", así, en plural mayestático, y luego pasamos a la anécdota jocosa de la semana, Pepiño Blanco contando en su blog que había ocultado su preferencia por Obama hasta ese momento para no interferir en el proceso democrático, pero que ya podía dar rienda suelta a la que sin duda era la gran incógnita sobre la que se hacían cruces en todos los mentideros políticos y periodísticos de EEUU: ¿Cuales son las preferencias de Pepiño de cara a las primarias demócratas? Cómo a mí no me importa contar en este blog, que dudo llegue a cinco lectores, que estoy convencido de que va a ganar McCain, y que creo que Obama era el peor de los tres condidatos, pues lo cuento, aunque interfiera en el proceso democrático de las elecciones.
La obra no me gustó demasiado, aunque se sigue con interés. Cómo se encargan de decir en la obra, La paz perpetua es una obra de Kant en la que desgrana su filosofía de la historia. Me hizo gracia descubrir que había leído la obra, de la que no recuerdo nada, salvo que era vagamente delirante en su optimismo acerca de la extensión imparable de la democracia, con una teleología histórica que he vuelto a encontrar en Tocqueville, ahora que me estoy leyendo La democracia en América (aunque Tocqueville es bastante conservador en sus apreciaciones). Se ve que no hay nada como encontrar el verdadero motor de la historia, o que era un tema de moda en el XVIII-XIX. Pues con estas credenciales (también se cita con profusión a Pascal) es obvio que el núcleo del conficto dramático es la ética. Estructurada como una alegoría en la que tres perros aguardan juntos la realización de unas pruebas que determinarán cuál será el elegido para un puesto importante y misterioso, el suspense desemboca en una escena final en que se pone de manifiesto (explícitamente) que el problema filosófico (versión ética, como decía antes) de nuestro tiempo es la tortura, un poco como Camus se refería al suicidio. Se suceden las réplicas y contrarréplicas a favor y en contra de su uso, con las consabidas paradojas más o menos sofísticas que han inundado los periódicos y las revistas los últimos años. El clímax gira en torno, no tanto de su existencia, como de su visibilidad y aceptación generalizada por la sociedad: lo que se le pide al héroe moral de la pieza es que legitime el ejercicio de la violencia por parte del estado sobre los sospechosos de terrorismo (hasta ese momento, la institución encargada de torturar es una de esas agencias ultrasecretas y obscenas que supongo existen no sólo en las pelis de espías y los cómics). Es ahí donde La paz perpetua resulta una propuesta insuficiente: uno tiene la sensación de que esos argumentos han sido ya escuchados muchas veces, y tampoco la resolución dramática aporta un nivel diferente para que el espectador afronte el dilema.