jueves, 31 de marzo de 2011

Cine francés a mediados de los 80



No había vuelto a ver Detective desde que se estrenó hace 25 años. La película cierra, de alguna manera, el ciclo prodigioso que comienza con Sauve qui peut/la vie (esto va en gustos, claro, porque a mí me aburrieron las posteriores Soigne ta droite y King Lear, a falta de una revisión), y por razones ignotas Godard siempre la ha puesto a parir: que si era un fracaso, que si no salió como quería, que si los actores, que si patatín, que si patatán... Si bien en sus declaraciones el director es bastante gracioso e interesante, su pensamiento, hay que reconocerlo (o a mí me lo parece) tira más bien a confuso. Total, a mí me gustó Detective en su día, y me ha encantado en el reencuentro. Tal vez a Godard le moleste que se entienda más o menos bien lo que pasa, y que las escenas del trío protagonista (una mujer que tiene que decidir entre dos hombres) sean bastante buenas. A mí el casting me encanta, desde la presencia de Johny Hallyday hasta los soberbios senos de una jovencísima Emmanuelle Seigner (una de las cosas más memorables del Godard de esa época, como ya he comentado alguna vez, es el fascinante abanico de guapísimas actrices jóvenes que poblaban su cine), pasando por un majestuoso Alain Cuny haciendo de mafioso que hace de aristócrata, o el precioso rostro de Nathalie Baye, cuyo personaje es descrito como "una mujer que parece salida de un falso Boticelli".




La película transcurre en un hotel de lujo (que a ratos uno tiene la impresión de que se hizo mientras el casting esperaba que se pusiera en marcha un proyecto que se retrasaba) y mezcla diferentes historias del género negro, que si un hombre tiene que devolver un dinero que no tiene en un plazo determinado, que si hay una pelea de boxeo amañada, que si unos detectives investigan un crimen cometido años atrás, aunque lo que focaliza la cámara es el devenir de Nathalie baye entre su marido (un cansado Claude Brasseur) y el "duro" Johny Hallyday, el que debe dinero a todo el mundo (y que, si mal no recuerdo, era la pareja de la actriz en aquellos tiempos). Si bien, por descontado, el film atestigua la archiconocida tesis godardiana (y de medio mundo) de que volver al relato es imposible, y sólo queda filmar la ruina o la descomposición de ese proceso de impotencia creativa, Detective está recorrida por una pátina de melancolía y aprecio por sus personajes que se encuentra bastante lejos del sarcasmo despiporrante y popero con el que el suizo se entregaba a contar lo mismo en los famosos sesenta.

miércoles, 30 de marzo de 2011

Cine y vida


El otro día recuperé las Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle (¿hay en la actualidad alguna chica francesa que se llame así?), película de mediados de los ochenta de Rohmer de la que no recordaba casi nada, salvo que una de las protagonistas era parisina, con esa manera de ser parisina que tienen las jóvenes rohmerianas, y la otra "de campo", por lo que siempre va vestida de una manera muy rara.

Las chicas se conocen, se van a vivir juntas en seguida, primero en la campiña y luego a la ciudad, y les ocurren unas aventuras que son el grado mínimo de la aventura (se tropiezan con un camarero que encierra en sí toda la legendaria malafollá de los camareros parisinos; aparece una cleptómana pija que arrasa con el champán y el foie en el supermercado), pero que dan pie a largas disquisiciones éticas cuyos conceptos se remontran a Aristóteles, probablemente el autor más moderno que leía Rohmer, que aquí inventa un nuevo género en la historia de la filosofía cinematográfica, el minimalismo peripatético (Anne-Marie Mieville filmó un diálogo platónico interpretado por amas de casa, pero no le salió igual).

Pero la aventura que más me gusta es la primera, L'heure bleu, que según el film hace referencia al minuto de absoluto silencio que se produce en la naturaleza en el momento en que la noche deja paso a la aurora, y los animales nocturnos se duermen y los diurnos no acaban de desesperezarse. La chica rural quiere donar a su amiga recién conocida ese momento de epifánica belleza, pero un primer intento resulta fallido por la irrupción de un tractor madrugador para su desesperación (y desconcierto de la amiga). La noche siguiente es la joven de ciudad la que se empeña en madrugar para conocer ese instante, mientras que la otra remolonea en la cama tras una noche de bailoteo. Al final el (pequeño) milagro se produce (aunque como espectador tengo la impresión de que el sonido es de estudio, a pesar de lo fanático que era Rohmer del sonido directo), y traza el grado cero de la estructura del don, para el que no es suficiente que alguien quiera darlo, también hay un trabajo de recepción.

Aunque había olvidado esta anécdota, desde que vi la película en las fechas lejanas de su estreno adquirí la costumbre (siempre que puedo) cuando estoy en el campo de asistir al despertar del amanecer, si bien nunca he vivido nada parecido a ese silencio "absoluto", que se ve que en España los animales han cogido la costumbre de acabar sus noches a las doce de la mañana.

jueves, 24 de marzo de 2011

Contra Vasari (y Panofsky)

"La historia del arte debía matar la imagen para que su objeto, el arte, intente escapar a la extrema diseminación a la que nos someten las imágenes -desde las que encantan nuestros sueños y pasan por las nubes hasta las "populares", terriblemente feas o excesivas, ante las cuales cinco mil devotos no dudarían en arrodillarse en bloque-. Matar la imagen era querer extraer del sujeto siempre desgarrado, contradictorio, inconsciente, "bestia" en un sentido, la armoniosa, inteligente, consciente e inmortal humanidad del hombre. Pero existe un mundo entre el hombre del humanismo, este ideal, y el sujeto humano: el primero sólo aspira a la unidad, el segundo sólo se piensa en cuanto dividido, desgarrado, destinado a la muerte. Entender las imágenes - y su eficacia desgarradora- no irá sin el cuestionamiento de este "humanismo" del que la historia vasariana, luego panofskiana, habrá hecho decididamente su coartada."
Georges Didi-Huberman, Ante la imagen, Cendeac, 2010

Cuando no se le ocurría nada, copiaba citas (o elogio del nombre del Padre)

"El lazo corporal, carnal y psíquico del hijo con su madre es un dato real. Es decir: Real. Es la presencia misma de lo Real en el núcleo de toda genealogía. Y precisamente por ello, es prioritaria tarea de la cultura que el nuevo ser pueda alcanzar la madurez y la ciudadanía, lo que exige que logre separarse tanto f´sica como psíquicamente del cuerpo originario del que procede, para que así logre alcanzar, frente a su absoluta dominancia originaria, una progresiva autonomía que llegue a hacer de él un ser libre. Es decir, un ciudadano. Y bien, para eso, para esa progresiva para que esa progresiva diferencia pueda simbolizarse, debe, desde el primer momento, escribirse. De muchas maneras, desde luego, pero en primer lugar conviene que también de ésta: haciendo que su apellido sea otro que el de su madre.
No porque el padre sea, en sí mismo, más importante o más poderoso, sino, exactamente, por todo lo contrario. Pues para el niño, en el origen, el padre es más bien un ser secundario cuando no invisible, dado que es sólo en su madre donde, por bien obvios motivos, localiza toda potencia."
Editorial de Trama y fondo, número 29

Elogio del artista como autista




Para qué lo voy a negar, aún reconociendo las razones por las que Visage ha sido puesta a caer de un burro, a mí me ha gustado. Relato (por llamarlo de alguna manera) de la catástrofe de un rodaje, el film comienza con una taza vacía alrededor de la que se oye una conversación en la que se nos cuenta que un actor francés (Antoine/Jean Pierre Leaud, el actor por antonomasia de, sobre todo, Truffaut) ha errado su cita con un cineasta oriental (Kang/Lee Kang-Sheng, el actor de Tsai Ming Liang), y en todo el film sólo los veremos comunicarse a través de un gorrión. Dentro de la fauna de directores bobos que puebla el cine contemporáneo, Kang es el más perdido: soltado en medio de un país del que desconoce el idoma, no le vemos dirigir prácticamente nunca (lo más es dar indicaciones sobre como quiere la piel de una actriz). Por su parte, la articulación narrativa más "fuerte" de la película gira en torno a la desaparición de un ciervo que aparece en un par de planos, y del que no sabemos qué papel juega (desde luego, ninguno que se aproxime no ya a lo simbólico, sino a lo meramente significativo). Si el cine de Ming Liang se suele articular alrededor de larguísimos planos que aciertan a tejer una mínima historia que suele acabar acercando a (los cuerpos de) sus solitarios protagonistas, Visage ni siquiera alcanza ese mínimo umbral de narratividad. Hay planos maravillosos, como esa escena de amor a la luz de un mechero, o un diálogo entre Fanny Ardant y Jean Pierre Leaud a propósito de una cicatriz que es ocultada mediante el infalible método de hacerla muy visible, hay escenas que no significan nada, otras que parecen una parodia del estilo del propio director (hay una coreografía erótico-musical a la que se le ha quitado la música, lo que la convierte en un ritual completamente demente), y la sensación de que la ruina se evita mediante el recurso, más propio de las artes plásticas, de encadenar secuencias mediante elementos visuales recurrentes, para lo que vale el agua, una pluma, formas circulares, ciervos, palomas o colores. Si bien uno acaba teniendo la impresión de que tanto hermetismo no busca otra cosa que ocultar el fantasma del incesto imposible que late en el film (y ya en I don't want to sleep alone), con esa madre (supuestamente) muerta que campa por sus respetos por los espacios privados del protagonista.

martes, 22 de marzo de 2011

El día del orgullo fálico


Una vez desechados los Tomahawk a punto de caducar, Obama ha anunciado que se retira del embolao libio, que es una cosa local y mediterránea para la que cuenta con la solvencia de los eximperios francés y británico, siempre contentos de poder sacar a orear sus pililas frente a los más débiles cuando el jefe de la pandilla se lo permite. El más contento es Sarkozy, que ha descubierto que es el que la tiene más grande de los europeos (lo que tampoco es decir mucho), y aunque los pilotos franceses podrían bombardear Libia desde cualquier base francesa sin perderse el desayuno y el almuerzo en casa, va a desempolvar el Charles de Gaulle, un portaviones que nuestra tele anuncia con entusiasmo a todas horas que es el buque de guerra más grande que hay en Europa.

Sólo que el Madrid pierda sus cuatro partidos con el Barça por 7-0 puede superar la alegría que me llevaría si algún misil de Gadafi consigue partir semejante monstruo por la mitad, lo que no quita, por supuesto, que al igual que todos los líderes mundiales, lleve semanas sin dormir pendiente de la suerte de eso que se ha dado en llamar "el pueblo libio" , y que parece ser que son todos los libios menos Gadafi y su hijo, que ya nos han dicho que a su lado sólo combaten "mercenarios subsaharianos", aunque a todos los periodistas se les nota las ganas de escribir "negros de mierda".

domingo, 20 de marzo de 2011

San Pablo Superstar


Mientras que a Jesús de Nazaret ya sólo le prestan atención Mel Gibson y Benedicto 16, la creme de la creme de los intelectuales de nuestros días se dan de bofetadas por escribir acerca de San Pablo, pidiendo la vez para no pisarse en los escaparates del género de ensayos (probablemente hoy Pasolini hubiera rodado sin problemas su guión sobre San Pablo y no hubiera encontrado financiación para su precioso Evangelio según San Mateo).

Si Badiou descubría en las cartas paulinas la génesis del concepto de universalidad, y Zizek lo presenta como el Lenin del cristianismo (lo que en el esloveno es un altísimo elogio), Agamben analiza la Carta a los Romanos (en realidad las diez primeras palabras de la introducción) para restituir el contenido original de algunos términos paulinos, especialmente los referidos al concepto del tiempo mesiánico. El tiempo que resta (título precioso donde los haya) es la transcripción de un (o varios) seminario(s), lo que se nota en cierta fluidez de pensamiento que uno no se imagina en un texto concebido para la escritura: se percibe la emergencia "en directo" de una idea, como cuando, tras enfatizar que se intentará "limpiar" las adherencias que una monumental exégesis ha echado sobre algunos conceptos (como el de christos, que muy persuasivamente el autor explica que nunca fue un nombre propio, y que en San Pablo siempre hay que traducir por "mesías"-o sea, que San Pablo nunca habló de Jesucristo, un "invento" posterior), tiene que reconocer que abstraerse de los contenidos que la historia han ido superponiendo sobre ese concepto es tarea vana e inútil.

El espectedor como paranoico


The game es una película que, si mal no recuerdo, Fincher rodó entre sus celebérrimas Seven y El club de la lucha, y que inmediatamente cayó en un olvido del que no parece que nada vaya a sacarla. El punto de partida debe de ser esa sensación que todos hemos tenido de niños y que los paranoicos mantienen de adultos de que el mundo que nos rodea es irreal y forma parte de una obra de teatro de la que, por ignotas razones, no nos han contado el papel que nos corresponde. Los 90 se llenaron con filmes manieristas de parecida índole, y ésta no debe de ser la peor.

Parábola sobre el cine, el prota se mete en un embolado sin pies ni cabeza en el que paga por pasarlo mal, como la mayoría de los espectadores que nos metemos en una sala a ver espantos (en todos los sentidos de la palabra). El citado embolado es carísimo, claro, que si bien en guión no han pasado de becarios, los decorados están currados, y como es normal en Fincher van del súper lujo a los deshechos post industriales en plan Tarkovsky, sin pasar por la clase media, que para este director no existe.

La película es aburridilla por previsible, y algo triste: al comienzo vemos a un magnífico Michael Douglas, atormentado, frío, despiadado, eficaz ejecutivo, y tras el periplo que le montan sus allegados acaba convertido en un llorica insoportable que va pidiendo perdón a todo el mundo, lo que no deja de ser un buen reflejo de lo que nos pasa ante las mayorías de las películas (incluido ésta), que tenemos la sensación de haber salido de ellas más imbéciles de como habíamos entrado.

sábado, 19 de marzo de 2011

Metro y adrenalina


Lo primero que pensé al poco de empezar a ver el Pelham 123 de Tony Scott es que ni el director ni el guionista ni el productor ejecutivo habían pisado un vagón de metro en las últimas décadas. No he estado en Nueva York (ni en casi ningún sitio), pero que a las dos de la tarde sólo vayan 17 personas en un vagón de metro más bien corto, de cualuqie ciudad del universo mundial, no se lo cree nadie. Y ninguno de los afortunados pasajeros (todos sentados, lo nunca visto) va leyendo. Pero el pasmo de los pasmos ocurre cuando descubrimos que el alcalde de Nueva York... también va en metro a currar! Y sin escolta ni nada, sólo con un ayudante.

Si bien Scott imprime a su peli el montaje tipo montaña rusa al que nos tiene acostumbrado, lo que obliga, por ejemplo, a los malos a ser unos psicópatas pulsionales (por culpa de la edición, que no por su biografía), el espectador no puede dejar de preguntarse las razones por las que la bolsa se hunde porque hayan cogido a unos rehenes en un vagón de metro (o por qué nadie en la ficción recuerda haber visto la versión precedente de esta misma historia, lo que sí hubiera tenido gracia).

A pesar de que el estilo anfetamínico se impone sobre el resto de los elementos del relato (personajes, diálogos, espacios, tempo), a Pelham se le cuela una escena estupenda, que se ve que un día se les coló un buen guionista en el equipo, aquella en que el malo malísimo obliga al héroe a confesar públicamente (delante de todos sus compañeros de trabajo) el "pecado" que ha deteriorado su impoluta imagen pública, y cuya salida a la luz (al espacio de lo "sabido) le coloca en una situación de inferioridad moral que dirige su comportamiento posterior. Desgraciadamente el film tira por la borda todas las posibilidades que se abrían a partir de este buen nudo narrativo con un ampuloso y trivial cierre de redención de andar por casa (marca de la casa, que ya otras obras recientes del director pecaban de lo mismo), que por alguna razón debe de estar prohibido trabajarse la resolución de estas películas.

viernes, 18 de marzo de 2011

Como el Hollywood Reporter


Ayer varios medios españoles se hicieron eco de un artículo del Hollywood Reporter en el que se nombraba la última película de Almodóvar como posible presencia en la sección oficial del Festival de Cannes. El teletipo era de EFE, y el redactor espabilado que lo había escrito no se había tomado la molestia de gastar 10 segundos en comprobar lo que cualquier plumilla lejanamente relacionado con el mundo del cine sabe de sobra: que el director manchego nunca ha ganado las Palma de Oro, lo que no tiene nada de extraño dado que sólo ha concursado tres veces, y en dos ocasiones se ha llevado algo a casa, lo que no está nada mal. En cualquier caso en la nota aparecía que Almodóvar se había hecho con el súper galardón por Todo sobre mi madre. El director ha contado veinte mil veces que, aunque en aquella ocasión era, efectivamente, el favorito, el presidente del jurado, el gran Cronenberg, detestaba la película (al igual que Una histoiria verdadera, de Lynch, que también se pasó ese año y también sonó como favorita), y optó por dar los premios gordos a Rosetta, de los Dardenne, última película proyectada a concurso, cuando la mitad de los periodistas se han pirado ya, y a L'humanité, que a mí me parece una de las grandísimas pelis europeas de los últimos años.

Varias páginas web de medios serios copiaron tal cual la información, empezando por TVE, que cuando me llamé a medios interactivos para comentarles el error me contestaron que venía de una noticia de EFE, sin que me quedase claro si con ello querían decir es que EFE era Dios en la tierra, y que si la agencia decía que la peli había ganado la Palma ni ellos ni Gilles Jacob eran nadie para decir lo contrario, o que se lavaban las manos y que ellos se limitaban a copiar tal cual lo que les llegaba y que no era culpa suya si había algún error en la información (el caso es que a los pocos minutos rectificaron el titular).

El artículo de origen daba una lista de obras que sonaban para competir en el certamen, y el listado tenía lo último de: Lars Von Triers, los Dardenne, Gus Van Sant, Nanni Moreti y Terence Malick, Almodóvar aparte. Vamos, una selección arriesgadísima, (casi) todos palmeros reconocidos. Para no ser menos, voy a arriesgar unos cuantos nombres: Cronenberg con un film sobre Freud y Jung, Bruno Dumont con algo que está terminando, Brillante Mendoza, porque el año pasado no estuvo y seguro que ya tiene algo rodado, aunque en el IMDB no se hayan enterado, Hou Hsiao Hsien por lo mismo, y Mungiu, que a estas alturas deberían haberle encargado algo.

El penúltimo maldito

Me veo en la descomunal web de TVE el Imprescindibles dedicado a Bolaño, el último mártir de nuestra literatura. Mientras el infatigable Herralde se tropieza con otro manuscrito del chileno en alguno de sus cajones recuerdo el famoso elogio que un personaje de 2666 hacía de los supertochazos, esos proyectos desmesuradamente ambiciosos que parecían haber pasado a mejor vida tras el descubrimiento de que el fragmento era el único género viable en nuestra época, demasiado escéptica para volver a creer en la posibilidad de una novela fundacional.
Casavella no ha tenido tanta fortuna crítica como Bolaño, aunque tampoco le han ido mal las cosas. Su obra magna, El día del Watusi, se va por encima de las 1000 páginas, y derrocha ambición: pretende ser una epopeya picaresca de la transición española narrada a través del personaje que protgoniza en primera persona el relato, Fernando Atienza, que traza un recorrido iniciático que parece el lado oscuro de Cuéntame. Imagino que los libros que componen el grueso volumen fueron escritos por separado, alrededor de la figura central, antes que como un proyecto unitario. El primero se inicia bajo la imagen del cadáver del Watusi, una presencia mítica en el entorno degradado en el que Fernando vive el fin de la infancia, condensada en el día en el que conoce la muerte y el sexo, por supuesto de manera descarnada y sin mediación simbólica. En el segundo (el que leo en estos momentos) el héroe es un joven aprendiz de trepa casi a la fuerza que asiste desconcertado a los manejos de la cleptocracia barcelonesa para situarse bien en los primeros meses de la democracia. Si bien el personaje sigue superado por los acontecimientos, Casavella no puede evitar irrumpir de vez en cuando para emitir fases lapidarias acerca de lo que fue aquel proceso y aquellos años, una debilidad de autor que queda compensada por lo apasionante de la narración.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Cuerpo y goce


Hace unos días pillé en la tele un fragmento de Mr. y Mrs. Smith, película conocida sobre todo porque Brad Pitt y Angelina Jolie hacen de marido y mujer. Por lo que vi, la pareja funcionaba más bien regular porque los dos andaban empeñados en enarbolar el falo y ver quién la tenía más grande (que era Angelina, por cierto). Mi hija me contó que terminaba bien, así que me fui a la cama suponiendo que uno de los dos renunciaría a su poderío fálico (también me dio por suponer que sería Brad Pitt, o los dos, que para eso es un film moderno).
Los cuentos de hadas tradicionales tenían periplos bastante diferentes según el héroe fuera un chico o una chica, y las feministas siempre se han quejado del rol pasivo de las protagonistas femeninas, que en muchos casos (Blancanieves, La Bella Durmiente) llegaba a la inactividad total, a la espera del advenimiento del príncipe azul, heraldo del goce fálico. Con el paso a mejor vida del príncipe azul, los personajes femeninos han empezado a moverse mucho, y el cine contemporáneo se ha llenado de doncellas fálicas, todas muy serias y atormentadas, y grandes manejadoras de pistolas y otros signos marcadamente masculinos.

Lo que siempre está ausente en estos casos es el goce. En dos de las películas más oscarizables de este año, Cisne negro y Valor de ley, el periplo de las dos protagonistas acaba en fracaso en su intento de anudar un trayecto iniciático a alguna forma de goce que no sea psicótica. Es significativo que en ambos casos esté muy acentuada la ausencia del padre, y que ambas terminen mutilándose (o mutiladas) como única forma de acceder a lo real que en su cuerpo aguarda.



martes, 8 de marzo de 2011

Hijos sin padres



True grit empieza con el cadáver del padre tirado en medio de la calle, cual resto excrementicio, y una voz en off de una joven, su hija, dando inicio al relato. Viendo el resto de la película, uno tiene la impresión de que a los Coen se les acabó el interés tras filmar esa poderosa imagen, y que no supieron que hacer con ese cuerpo de casi mujer que traza un recorrido por el lado salvaje/obsceno de la civilización (norteamericana). En realidad, la iniciación de la joven protagonista es típicamente masculina, vengar al padre, manejar pistolas, esas cosas: La chica lo hace sin problemas, pero los únicos que se dan cuenta de que es un personaje femenino son los espectadores: los habitantes de la ficción parecen haber descubierto la corrección política con un siglo de antelación y no se les ocurre qué hacer con ese cuerpo que tienen a su disposición. Es cierto que le pasan algunas cosas: mata a un hombre, cae en una cueva donde participa en una especie de rito sexual con serpientes, vive un viaje de "resurrección", una galopada bastante bonita. Pero nada, la peli se toma la molestia de trazar una elipsis de 25 años para que veamos que nuestra mujer sigue tan virgen como al comienzo del film. Un rollo, vamos.



El narrador de Misterios de Lisboa también es huérfano. Aquí la ausencia del padre es más aguda: Joao no tiene apellidos, y vive de manera atormentada esa falta radical en el origen. De hecho, ese agujero negro fundacional es el que parece impulsar esa espiral narrativa desmelenada que es esta extraordinaria película de Raúl Ruiz (que se estrena en españa el próximo 18 de marzo): todos los personajes que aparecen por la pantalla acaban invadidos por una curiosa pulsión narradora, curiosa sobre todo porque todas sus historias parecen variaciones del mismo tema, una amor imposible, o sea, una escena primaria ilegítima que vendría a explicar, de alguna manera, la orfandad del protagonista. A esa proliferación narrativa casi cancerígena le corresponde una figura con una capacidad de metamorfosis a la altura de un relato con vocación de infinito, y ahí tenemos al Padre Dinis, cura omnisciente, conspirador nato, ex-amante fogoso, ex-soldado de Napoleón, ex-salteador de caminos, ex-masón, ex-aristócrata y ex todas las figuras de ficción que sean necesarias, y una de las creaciones más memorables del cine de los últimos años (como su doble/antagonista, el Comecuchillos).

sábado, 5 de marzo de 2011

Por qué escribo yo un blog tan bueno


No sé si hasta este momento alguien ha caído en la similitud entre las figuras de Nietzsche y Mourinho. Es cierto que, estilísticamente, varios abismos los separan, pero su megalomanía es perfectamente parangonable.

Nietzsche tituló de esta guisa algunos capítulos de su celebérrima autobiografía Ecce homo (célebre sobre todo porque la escribió pocos meses antes de que una definitiva crisis psicótica se lo llevara a un manicomio de por vida):

- Por qué soy yo tan sabio
- Por qué soy yo tan inteligente
- Por qué escribo yo libros tan buenos

Epígrafes que podrían servir de introducción a las ruedas de prensa del entrenador portugués más famoso de la historia. Como él, el pensador alemán (que fantasea con unos improbables ancestros polacos, además de aristócratas) se dedica a despotricar contra los hipócritas y a afirmar cada dos líneas que él sólo dice la verdad, amén de haber sido el primero en la historia de la humanidad en haber descubierto un sinfín de profundos pensamientos que a nadie se le habían ocurrido antes.

Es probable que Mourinho no sea (todavía) un psicótico, pero está claro que piensa que su obra está llamada a cambiar la historia de la humanidad. No sabemos adonde se verá arrastrado por su más que previsible fracaso en el Madrid.

Friedrich Nietzsche, Ecce homo, Alianza Editorial, edición y traducción de Andrés Sánchez Pascual.

Declaraciones de Mourinho, sección de deportes de todos los periódicos españoles, todos los días desde hace varios meses.

El misterio Gondry


Ayer estuve viendo La ciencia del sueño con Mercedes, y a los dos nos gustó. Si fuera un crítico o un teórico, le pondría bastantes pegas a este film, y a su hermano gemelo Olvídate de mí, pero como no lo soy voy a intentr explicar(me) las razones por las que las películas románticas y rematadamente naifs de Gondry tienen una nutrida tropa de seguidores.

La ciencia del sueño es una película sobre el primer amor, una experiencia universal y adolescente en la que todavía no emerge (o estorba) el cuerpo sexuado. Es más bien una experiencia de fusión imaginaria. Lo peculiar de Gondry es que sus protas no son chavalines, sino hombres y mujeres hechos y derechos. Sin embargo, resulta obvio que lo que García Bernal (Stephane) busca en Charlotte Gainsbourg (Stephanie) no es una partenaire erótica. Todo lo contrario, lo que quiere es un alma gemela con quién poder compartir ese mundo de fantasía onírica en el que vive casi permanentemente instalado. Una buena elección de casting hace que a la Gainsbourg la veamos (casi) siempre con ese delgadísimo look andrógino que se gasta. En la única escena en que aparece "disfrazada" de mujer, Stephane se derrumba (literalmente: se emborracha hasta acabar inconsciente), ya que la descubre/imagina como cuerpo sexual con su demanda de goce a cuestas, lo que le resulta insoportable: aterrado, será incapaz de afrontar una simple cita con ella.

Con estos mimbres cualquiera podría imaginarse que La ciencia del sueño está abocada a la psicosis, pero Gondry se pone incondicionalmente de parte de su personaje (y de su hermoso e infantil imaginario), y como ya ocurriera en Olvídate de mí, finiquita el texto antes de que sus protas masculinos tengan que afrontar en serio la demanda de la mujer. Por supuesto, ésta está presente en ambos films, y en los dos casos mediante dos personajes maduros, figuras paternales obscenas que tienen el "mal gusto" de irse a la cama con chicas (o al menos pretenderlo). Pero si en Olvídate de mí el dueño de la clínica estaba pintado con caracteres bastante negativos, el Guy de La ciencia del sueño, un divertidísimo Alain Chabat que se pasa la peli "recordando" a Stephane que lo que tiene que hacer es follarse a Stephanie (habitualmente con estos términos), funciona como un anclaje en la cordura, un destinador que recuerda al protagonista que el destino ineludible de todo cuerpo es chocar con la experiencia sexual, por mucho que uno se refugie en mundos imaginarios.

viernes, 4 de marzo de 2011

ARDILLAS


No es una película, ni un cómic, ni una música, no... el gran acontecimiento de la próxima primavera (si, si, próxima a pesar de la nieve), es que las ardillas han vuelto al parque del Retiro. Hace varias semanas encontramos una en el paseo del Prado. En realidad encontramos un numeroso grupo de fotógrafos que, cámara en ristre, cual japoneses en la Sagrada Familia, dirigían sus objetivos a la copa de un árbol en el Paseo del Prado. Lo que había en una de las ramas era una graciosa ardilla. Varios días después, paseando por el Retiro, encontramos otra comiendo una castaña bastante confiada sobre la hierba. Bastante confiada digo porque dejó que mi hijo se acercara lo suficiente como para reconocer que aquello era un animal vivo y no una foto en un libro e hiciera todo tipo de aspavientos. Hay alguna posibilidad de que la ardilla del Paseo del Prado fuera la misma que la del Retiro, pero prefiero pensar que después de, no sé, lo he olvidado, ¿quince años? las ardillas vuelven a poblar el Retiro.

La pesadez y la falta de gracia


Problema teórico: ¿por qué Watchmen -la película- resulta tan aburrida (hasta el punto de que dejé de verla en el minuto 52, según señalaba el reloj del dvd)?

Como no he leído el cómic (o novela gráfica) de Alan Moore desconozco si hay una culpa original. En cualquier caso la película promete, en sus inicios, ser un festín completo: tiene una estupenda secuencia inaugural (la del asesinato del Comediante, el enigma que articula la narración), y uno de los títulos de crédito más memorables de la historia del cine. El punto de vista recae en un psicópatra de extrema derecha que lee en clave provocadoramente fascista las décadas de las luchas civiles de los EEUU, lo que no deja de tener su gracia. Estamos en un relato de historia-ficción en el que el pasado se reescribe, y donde los americanos han ganado en Vietnam y Nixon ha sido reelegido. Aunque visualmente se nota lo trabajoso que es acercarse a la estética de la prestigiosa fuente original, la cosa funciona. El torrente de referencias estéticas y el mix de géneros están bien engrasados. pero al poco de ponerse en marcha la peli, aquello se desinfla. Uno asiste aburrido a violencias por las que hubieran crucificado a Tarantino o a Scorsese (el Watchman que le pega un tiro a su novia vietnamita embarazada porque se pone algo pesada), se desinteresa en seguida por el peligro de un conflicto nuclear con la URSS (que a estas alturas ya sabemos de sobra que no se ha producido) y prefiere tomarse una cerveza antes que enterarse por qué se han cargado a ese miembro tarado del escuadrón de la muerte que eran los Watchmen.

Hipótesis: la narración se acaba en cuanto meten a ese personaje omnipotente que lee el futuro, tiene el don de la ubicuidad y mata con la fuerza de su mente (bien, es cierto que con respecto a las demandas femeninas muestra ciertas carencias, lo que siempre es peligroso). Si metes a un superhéroe que tiene un montón de poderes sobrenaturales se acabó la ficción: ningún conflicto se le resiste, y cualquier evolución se percibe como arbitraria. Es cierto que la película cojea por más cosas, pero la percepción de Watchmen como un universo sin ninguna consistencia (narrativa) comienza en cuanto aparece un dios en un mundo de hombres.

(Mercedes recomienda el Watchmen de Alan Moore)