Me veo en la descomunal web de TVE el Imprescindibles dedicado a Bolaño, el último mártir de nuestra literatura. Mientras el infatigable Herralde se tropieza con otro manuscrito del chileno en alguno de sus cajones recuerdo el famoso elogio que un personaje de 2666 hacía de los supertochazos, esos proyectos desmesuradamente ambiciosos que parecían haber pasado a mejor vida tras el descubrimiento de que el fragmento era el único género viable en nuestra época, demasiado escéptica para volver a creer en la posibilidad de una novela fundacional.
Casavella no ha tenido tanta fortuna crítica como Bolaño, aunque tampoco le han ido mal las cosas. Su obra magna, El día del Watusi, se va por encima de las 1000 páginas, y derrocha ambición: pretende ser una epopeya picaresca de la transición española narrada a través del personaje que protgoniza en primera persona el relato, Fernando Atienza, que traza un recorrido iniciático que parece el lado oscuro de Cuéntame. Imagino que los libros que componen el grueso volumen fueron escritos por separado, alrededor de la figura central, antes que como un proyecto unitario. El primero se inicia bajo la imagen del cadáver del Watusi, una presencia mítica en el entorno degradado en el que Fernando vive el fin de la infancia, condensada en el día en el que conoce la muerte y el sexo, por supuesto de manera descarnada y sin mediación simbólica. En el segundo (el que leo en estos momentos) el héroe es un joven aprendiz de trepa casi a la fuerza que asiste desconcertado a los manejos de la cleptocracia barcelonesa para situarse bien en los primeros meses de la democracia. Si bien el personaje sigue superado por los acontecimientos, Casavella no puede evitar irrumpir de vez en cuando para emitir fases lapidarias acerca de lo que fue aquel proceso y aquellos años, una debilidad de autor que queda compensada por lo apasionante de la narración.
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