martes, 14 de julio de 2009

Rebeca

Ayer terminé de leer Rebeca, de Daphne du Maurier. Y como el mes pasado me vi, de una tacada, las obras de Hitchcock Suspicion y Rebecca, me apetece hacer un comentario-homenaje al papel de Joan Fontaine en ambas películas.

Se ha hablado muchísimo de Hitchcock y sus películas y sus personajes y sus adaptaciones... La pena es que aunque para los cinéfilos sigue siendo un referente, en un nivel pedestre de la vida a nadie le importan tanto películas que se hicieron hace la friolera de 69 años. Estamos hablando de arte antiguo, casi de arqueología. Pero los roles de estas películas siguen vigentes (porque la naturaleza humana es la misma en todas partes, como diría miss Marple). Y el rol que más me conmueve es el que encarna Joan Fontaine, que recrea en ambas un papel sin dobleces de sumisión al marido. Quizá en el libro de Du Maurier se aprecia mejor: una chica, casi una adolescente, casada/deslumbrada por un hombre de mundo que podría ser su padre, obligada a lidiar con un entorno hostil ante la indiferencia y la hostilidad de los habitantes de Manderley, sufriendo calladamente en las mismísimas narices de su reciente marido, quien oscila entre la frialdad y el desprecio a lo largo de toda la obra. Sólo en una ocasión admite que ha sido un egoísta al casarse con ella, pero entonces es cuando la heroína, en un arrebato antológico de complejo de Electra y Estocolmo juntos, se agarra a él como una lapa y entona un apasionado canto de amor y adhesión.

Este es el quid de Rebeca. Cuando su captor propone liberarla, ella se ciñe aun más estrechamente las cadenas que le unen a él. ¿Por amor, por terquedad? decide seguir representando ese papel que la sumisión matrimonial reserva a las mujeres. Despojada de su dignidad y de su yo, sigue adelante haciéndose un apéndice de su marido. Su felicidad, éxito o fracaso es el de ella.

La literatura y el cine tienen muchos ejemplos de mujeres que sufren por amor. El caso de la segunda señora De Winter es para mi uno de los más conmovedores, por su ingenuidad y su enorme sacrificio.

Banda aparte


Banda aparte debe su fama (además de por dar nombre a la prductora de Tarantino) a dos secuencias muy famosas, el baile de Anna Karina y sus partenaires en un café, y sobre todo la carrera por el Louvre de sus protagonistas, una de las escenas emblemáticas de los sesenta y que, en realidad, son tres o cuatro planos. Ayer descubrí, bastante sorpredido, que no había visto este Godard, basado en una novela de una autora desconocida para mí, y que cuenta una historia bastante tópica de chorizos de medio pelo que lían a una chica para robar en la casa en la que ella trabaja. Godard aprovecha el argumeto de andar por casa para dar rienda suelta a esa distancia "romántica" con la figura paterna, por así decir (o sea, el cine clásico norteamericano) que matenía en aquella época, compuesta a partes iguales por la irrisión y la nostalgia de la pérdida.
Así, los dos personajes masculinos son una espece de parodia de los dos arquetipos más a mano del univero noir, por un lado el duro del cine norteamericano (el chaval que va siempre a todas partes con un sombrero absurdo) y por otro Jean Gabin. En medio anda Anna Karina, a la qe Godard solía rodar fascinado, pero a la que otorgaba papeles de pánfila, él sabría por qué.
Estos tres personajes planean un golpe, anque más parecen torpes jovenzuelos atascados en su vida sentimental, para la que tiran de los clichés aprendidos en películas y revistas. Godard se entrega a alguna que otra gamberrada de adolescente, como cuando corta toda la banda de sonido cuando los protagonistas decide mantenr un minuto de silencio, pero no puede evitar que emerja el deseo (imposible) de ser capaz de articular un relato "sublime", sobre todo a ravés de esa voz en off literaria que comenta la acción en un registro completamente diferente al del resto de la película, o en ese final que apunta a cierta intensidad romántica pero que se encarga de chafar con la boutade que cierra la peli (ejemplos hay a montones en el cine de Godard, si bien con el tiempo el lado más desesperado de esta posición imposible ha ido emergiendo progresivamente)

lunes, 13 de julio de 2009

Dos artículos

Las vacaciones permiten recuperar rituales ancestrales que uno pensaba definitivamente archivados en el desván de los objetos olvidades, así que igual que hay gente que se disfraza con una caperuza en Semana Santa y se marcha a ver procesiones, yo me vuelvo a comprar El País y me lo leo en papel. Ayer, sorprendentemente, había dos artículos interesantes aunque algo insuficientes que me llamaron la atención.
Uno era de Vargas Llosa, en el que recordaba que Zelaya, que tanta solidaridad internacional ha despertado, era un zote, un corrupto, un impresentable, y que su envío en pijama al extranjero no fue fruto del capricho de un general con ansias de mando, si no que era una orden dada por el parlamento. Zelaya estaba a punto de ser destituido por todas las instituciones del país, tan constitucionales como él; y es que la coletilla que no ha dejado de oírse acerca del presidente "constitucionalmente elegido" se parece mucho al "derecho divino" que otorgaba el poder a la monarquía absolutista y que tanto fue invocado por las monarquías europeas en el Congreso de Viena post-napoleónico (yo, que pienso que las monarquías, contra la trivial doxa contemporánea, tienen muchas ventajas y virtudes, creo que la principal es que los monarcas tienen un cuello que se puede -y se debe- rebanar de vez en cuando; pues lo mismo con los presidentes constitucionalmente elegidos). Zelaya había promovido un referendum para ser reelegido contra el mandato de la constitución, y vistos los precedentes de la zona todo el mundo se había movilizado para pararlo, empezando por su propio partido. La señora que cuida a los padres de mi mujer es hondureña, y cuenta que a Zelaya no lo quería nadie, que los que aparecen en las manifestaciones a favor suyo están pagados, y que las urnas del referendum venían de Venezuela y ya estaban llenas. Evidentemente desconozco si es verdad, ya que suena todo a manipulación y delirio inducido, pero habla bien de los miedos que el sorprendente abrazo de Zelaya al siniestro/simiesco Chávez habían despertado en la sociedad Hondureña.
En otro artículo algo somero Moses Naim describía el sorprendente silencio de tanto supuesto fanático e integrista musulmán ante las tropelías del gobierno chino con la minoría musulmana del país asiático, a medio camino entre la política de Israel con los territorios palestinos y la de Stalin con Ucrania, o sea, mandar a la población autóctona a deambular por el otro extemo del país y llenar la zona de chinos-chinos, llevándose de paso todas las prebendas. Como bien dice Moses, los campeones de la protesta del mundo musulmán, los vocingleros de Al-Qaeda o el inefable Ahmadineyad, tan prestos a sacar a multitudes a la calle y quemar embajadas por cualquier dibujillo chistoso, andan callados como putas en este clamoroso caso, lo que de paso los retrata, sobre todo al iraní, que tanta fascinacíón causa en cenáculos de izquierda por su pureza y radicalidad. Pues se ve que cuando son los chinos los que andan de por medio, se impone la realpolitik, con lo que convendría tomar nota. Según cuenta el artículo, alguna maniobra de los islamistas turcos en el poder, tampoco nada del otro mundo, un cafetito a la cabeza visible del exilio uigur, como quien dice, ha tenido una respuesta claramente amenazadora por parte de las autoridades chinas. El artículo se olvidaba de mencionar el caso similar del Tíbet, donde los chinos han llevado a cabo una política similar, diáspora de tibetanos e invasión de chinos han, con el corolario de un tren que les ha debido de costar un potosí que une pequín con Lasa, o algo parecido. Entonces hubo algo más de movida, porque el coleguilla del Dalai Lama tenía amigos famosetes en Occidente, pero estaba claro que todas las cancillerías europeas estaban locas por echar tierra al asunto, por no hablar de los americanos, a los que probablemente les encantaría que China se hundiera pero por ahora tienen que apechugar con el hecho que la ingente deuda norteamericana está en manos de los chinos, que son los que les han financiado sus delirios guerreros y ahora los deben de tener pillados, aunque yo en estas cuestiones de economía internacional estoy pez.

El cineasta de nuestro tiempo


Nada como las vacaciones para dedicar un rato a esos dvd que uno aparca a la espera de que cumplamos con las obras maestras que hacen cola para ver por primera vez o para revisitar. Uno de esos dvd era el capítulo que Cineastas de nuestro tiempo había dedicado a Kiarostami, y que en España ha editado (como no) Intermedio, una distribuidora de la que no me canso de escribir elogios (anuncian la edición de ... ¡Straub/Huillet! Bien acompañados por la Duras, Hong SangSoo, Lisandro Alonso, y más Godard, claro, que para eso su filmografía es casi infinita).
El reportaje sobre Kiarostami lo firma Jean-Pierre Limosin, pero parece una de las películas del director iraní, y es un auténtico festín para los admiradores del mismo. Por supuesto, estamos en un coche, que de la mano del propio Kiarostami recorre las localizaciones de sus filmes más conocidos de su primera época buscando a los actores no profesionales que aparecieron en ellos. Los niños de Donde está la casa de mi amigo? son ya unos adolescentes, y el Hossein que se declaraba infatigablemente a su esquiva amada aprovechando el caos del terremoto es padre de un niño. Todos hacen gala de algún tipo de cortesía oriental al reconocer que los elogios recibidos por su interpretación eran inmerecidos y que su actuación era muy mala, y que todo se debía a la calidad del film. Todos parecen, también, algo intimidados por la presencia del director, que cuenta con toda naturalidad como no tiene ningún empacho en machacar a sus intérpretes para conseguir la respuesta que necesita (el dvd, abundante en material de las películas, muestra el plano más famoso del documental "Deberes", en el que un niño aterrorizado ante la cámara se muestra incapaz de hacer otra cosa que implorar la presencia de su amigo).
Curiosamente, el que más aplomo muestra es el actor que daba vida al héroe de El viajero, el primer largo de Kiarostami, una especie de film picaresco sobre un chaval fanático del fútbol que recurre a todo tipo de artimañas para poder pagarse un billete a Teherán y ver un derby especialmente importante. Es el único momento en que vemos al director hablar de igual a igual con alguno de sus contertulios. Kiarostami le lleva un vhs con el film, que vuelven a ver, en compañía de la mujer del intérprete. Éste recuerda anécdotas del rodaje, como que no se sentía intimidado en absoluto por la cámara ni por el director, y que en una secuencia en que recibía azotes con una vara a manos del director de su colegio (otra de las abundantes secuencias de Kiarostami en que un adulto causa dolor a un niño) pidió que se los dieran de verdad.
Desgraciadamente, hay una ausencia clamorosa y explícita en el film, la de Sabzian, el héroe ambiguo de Close-up, al que deberían declarar santo patrón de la cinefilia y uno de los personajes más memorables del cine contemporáneo. Close-up fue el film que dio a conocer a Kiarostami en Occidente, o al menos en Francia (que es como decir lo mismo), pero en España tengo la impresión que es bastante menos conocido que su trilogía sobre el terremoto, así que cuento que es la historia de un cinéfilo compulsivo (hasta el punto de que perdió trabajo y mujer por su inextinguible pulsión por ver películas) que entra en contacto con una familia de clase media alta a la que hace creer que es Mahkmalbaf (el director de cine más conocido de Irán), y con la excusa de que va a hacer una película sobre ellos consigue arrancarles unos dinerillos. La estafa de medio pelo es descubierta en seguida y Sabzian/Mahkmalbaf es detenido y juzgado. Según cuenta Kiarostami aquí (y ha contado muchas veces) se enteró de la historia dos días antes del juicio, suspendió el rodaje que tenía entre manos, y se puso a rodar a este personaje peculiar. Consiguió que todos los involucrados se interpretasen a sí mismos (cosa que no fue nada fácil, porque ninguno salía bien parado) y el resultado es una de las obras maestras de finales del XX y una de las películas más pérfidas que se han hecho nunca sobre el cine y su capacidad de fascinación. Como este es un blog en el que se pretende contagiar el deseo de ver las películas de las que se habla y a la vez detesta destripar finales, contaré que el final es genial, sorprendente, triste y a la vez hilarante. Aunque, como decía, Sabzian no sale aquí, se convirtió en una pequeña celebridad que ha sido objeto de posteriores filmes, donde al parecer se muestra que el pobre sigue enganchado a su adicción.

jueves, 9 de julio de 2009

Cuando ruge la marabunta


El recuerdo que tenía de Cuando ruge la marabunta era el de un film en blanco y negro, una película vista en la tele cuando era niño que me dejó una imagen que me impresionó mucho, y que el otro día en la Filmo descubrí que era exactamente igual a como la recordaba: un señor gordo y con bigote que se despierta para descubrir que las hormigas están subiendo por sus piernas para devorarlo. Es curioso comprobar como las imágenes a partir de la adolescencia van siendo moldeadas en el recuerdo por el paso del tiempo, mientras que en la infancia éstas quedan grabadas con exactitud fotográfica.
La verdad es que me acerqué a verla porque desde que han cerrado la línea 6 a la altura de Legazpi volver a casa desde Torrespaña se ha puesto muy complicado, mientras que acercarse al Doré se presentaba como una opción sensata. No tenía especial interés en volver a ver este clásico menor del cine de aventuras, que a la postre se descubrió como un film bastante notable. Para empezar, la enésima constatación de que, en el cine clásico, sea cual sea el género, prácticamente no hay acción. Toda la intensidad se vuelca en el despliegue narrativo de los conflictos libidinales, y cuando hay que rodar las persecuciones, tiroteos, peleas y demás zarandajas, uno tiene la impresión de que se ceden los trastos a la segunda unidad, a los becarios y a los dobles mientras que el equipo A se dedica a las cosas importantes. Y supongo que por esa razón nos resultan decepcionantes sus secuencias de acción y nos involucramos tanto en la trama, mientras que, por ejemplo, en Piratas del Caribe uno se entretiene con las interminables y minuciosamente coreografiadas batallas de barcos o espadachines, mientras que dudo que haya en el mundo algún espectador al que le importe lo más mínimo si el sosainas de Orlando Bloom acaba en los brazos de la esquelética Keira Knightley o en las del histriónico Sparrow.
Aquí las cosas están planteadas con la precisión del mejor cine clásico: una mujer llega a una plantación en el trópico para conocer a su marido, con el que se ha casado por poderes. Como es de rigor en ese cine clásico, Joanna/Eleanor Parker ni es una puritana ni una histérica, con lo que su demanda (en el campo del goce) es muy clara y directa, de hecho tan directa que su marido, Cristopher/Charlton Heston, que sólo busca una especie de vientre de alquiler que le dé, narcisísticamente, reproducciones exactas de su persona en forma de hijos, retrocede entre desconcertado y asustado. Cristopher no quiere saber nada de esa demanda femenina, que le afecta profundamente, perturbado a su vez por la atracción hacia su hermosísima mujer (que no "cede" en ningún momento en su posición, como se muestra en el inverosímilmente impecable vestuario que lleva a lo largo de toda la película, vestidos de gala o saltos de cama de escote cuadrado que dejan siempre al aire sus hombros y su cuello perfectamente perfilados por la iluminación, adornados de vez en cuando por un elegante collar).
En la escena del primer encuentro se juega todo lo que va a ser el conflicto que se desarrolla a lo largo de todoa la película; con esa concisión que mencionaba antes Joanna bascula a los ojos de Cristopher entre su condición de figura sublime (sus ademanes refinados, sus conocimientos de idiomas, el tocar el piano) y excrementicia, aquí derivada de ser una mujer separada y la sospecha de que haya sido la amante del hermano, el destinador simbólico que la eligió como esposa. Para que haya una relación sexual (en el sentido en que Lacan dice que la relación sexual es imposible) el hombre tendrá que atravesar estas figuras imaginarias; mientras se mantenga en ese plano sólo conseguirá establecer a una distancia estéril o aproximarse mediante humillantes agresiones sexuales. Todo empieza por las formas: ¿cómo acceder a una mujer que es la tuya? Joanna se lo dice constantemente, ella es su mujer, o cuando Cristopher fuerza la puerta de su dormitorio ella le recuerda que esa misma puerta está abierta. La paradoja empieza por ahí: el film nos dice que el ABC es pedir permiso para entrar en una habitación a la que ya tenemos acceso.
Sabemos por los textos que conviene atender esa demanda femenina, cuya pulsión puede destruir todo lo que le salga al paso. Aquí la llegada de Joanna a la plantación anuncia la aparición de la devastadora plaga de las hormigas, plaga que, por supuesto, se dirige el epicentro del conflicto de los deseos que se mueven en la película, esa plantación que Charlton Heston, una especie de reverso del Kurtz conradiano, ha arrancado a fuerza de titánicos esfuerzos a la jungla (o sea, a lo Real), pero cuyas solidísimas puertas amenazan con transformar al protagonista en una piedra (como le dice el gobernador, otro de los destinadores simbólicos del film que intentan convencer a Cristopher de que la chica es la mujer que necesita). Al igual que los dragones de los cuentos de hadas o los pájaros de Hitchcock, las hormigas de la película dicen algo del goce de la mujer, algo que el hombre tendrá que demostrar que es capaz de afrontar antes de que la pareja se reúna definitivamente (en Hitchcock los personajes masculinos son incapaces de esa tarea, por lo que los pájaros acaban invadiendo el universo, pero aquí todavía el goce es afrontado y las hormigas destruidas).
Lo bueno de una película como ésta, digamos que de clase media y lejos de obras maestras como Mogambo, es que ayuda a percibir las virtudes objetivas de un sistema como el del Hollywood clásico, un sustrato de base sobre el que se erigían casi sin despeinarse películas tan interesantes como ésta, en el que casi todo suma, al margen de aportaciones personales como la solidez del guión y la sobriedad de la puesta en escena. Incluso acertadas elecciones de casting hacen que un mal actor como Charlton Heston resulte apropiado para el carácter pétreo del personaje que encarna.

miércoles, 8 de julio de 2009

El espejo


El recuerdo que tengo de mi anterior visionado de esta película de Tarkovski, hace más de 20 años, es el de ver un plano, que se enciendan las luces del cine, y ser consciente de que no me había enterado de nada, sin que pueda decir si me quedé dormido o es que aquello era inaccesible. Así que siempre tuve interés por ver otra vez la que probablemente sea la película más hermética del director ruso, y allí que me fui a la filmo a ver qué había cambiado respecto a mi incomprensión adolescente. Y es, sobre todo, la capacidad de enumerar todos los trucos que Tarkovski utiliza para que espectador pierda pie viendo el film, que se puede considerar una variación sobre Ocho y medio: podemos aventurar que hay un director de cine que ha dirigido una película llamada Andrei Rubliev, que tiene un hijo y que se está separando. Estas secuencias son filmadas con cámara subjetiva, nunca vemos al narrador, su mujer mira directamente a cámara cuando dialoga con él. El problema que plantea la enunciación del film es que este presente no es el magma en el que se ancla el espectador para recorrer y ordenar el resto del material, recuerdos de infancia, sueños, fantasías sobre escenas primordiales, secuencias sin ningún nexo narrativo con lo que le rodea, imágenes de archivo que desgarran la ya suficientemente compleja trama textual del film. No, ese supuesto presente aparece aleatoriamente en mitad de la peli sin que ordene el resto del material.
Para más inri, una misma actriz interpreta a la mujer y a la madre de la infancia, y un mismo actor interpreta al hijo y al narrador adolescente, con lo que Tarkovski se permite alardes como que en una misma secuencia (y probablemente en un mismo plano, porque el director se entrega con fruición a esa figura de estilo que domina como nadie, que es el salto de una realidad "objetiva" a un espacio fantasmático en la misma imagen) pasemos del presente al pasado sin necesidad de cambiar de actores ni de decorados, que para eso mucho gira en torno a una casa que a ratos está iluminada con la plenitud del sol y de la fascinante imago de la madre, y a ratos deviene ruina que se cae a pedazos.
Tampoco se priva de cambiar de actores para interpretar al mismo personaje, y así, como en los cuentos de hadas, en un tiempo tenemos a la super guapísima madre y para su repetición tenemos a la madre como debe de ser en el presente, anciana, o convertida en bruja. Como se ve, mucha madre por todas partes ¿Y qué pasa con el padre? Pues despaarecido desde casi la primera secuencia; sólo se hace presente en un par de apariciones algo imaginarias (¿de verdad regresa a casa y abraza a sus hijos?¿fabula el niño una escena primordial en que el padre abraza a la madre en un marco idílico, en la campiña plena de la primavera, pero que esa extraña mirada que la madre dirige a cámara denuncia como falsa y fabricada?). En realidad, el padre emerge como palabra: Tarkovski mete varios poemas de su padre, que por lo que permite adivinar la traducción no están mal en absoluto, pero que forman parte de todos los elementos que desde fuera de la narración rompen la ilusión de coherencia de la película. Otro dato desconcertante: el núcleo familiar cambia, a veces hay dos niños, otras un niño y una niña, a menudo un niño solo.
Una de las mejores secuencias de El espejo no articula nada que pueda adscribirse a la enunciación ni de Tarkovski adulto, ni adolescente, ni niño: vemos a la madre atravesando asustada, compulsivamente, varios pasillos; pregunta desesperada por un libro (al parecer es traductora o correctora de pruebas en una editorial); quiere comprobar una palabra antes de que se edite. Estamos en pleno estalinismo, una palabra equivocada puede costar muy caro, pero la secuencia tiene un aire onírico, ese miedo que arrastra la mujer por un espacio realista y laberíntico a la vez, el cambio de tono que se respira a lo largo de la secuencia, inquietud, irrisión por lo banal de la situación, el cambio que se introduce cuando los compañeros empiezan a acusarla porque el marido la haya abandonado. La planificación es compleja, los movimientos de cámara complicados. No sabremos si lo que vemos es un recuerdo de la madre que contó a su hijo (es el único momento en que la vemos trabajando) o una invención de éste.

lunes, 6 de julio de 2009

De librerías




Me gustaría escribir en el blog todos los días, lo que en realidad quiere decir que me gustaría tener algo que escribir en el blog todos los días. No es difícil, al fin y al cabo aquí cabe de todo y no hay que dar cuentas a nadie de lo que aparece. Pero me descuido y pasa una semana sin una entrada. Así que abro el blog y me pongo a escribir de librerías y lecturas.

El martes pasado estuve viendo The visitor, pero mientras empezaba la sesión me acerqué a Ocho y medio, y sobre todo me acerqué a ese cuarto interior que han llamado El Gatopardo, del que Susana me había hablado a menudo y que los de Ocho y medio han decorado como si fuera el soñado salón de un lector empedernido. Allí me compré un libro de Fogwill que ha editado Periférica en ese formato pequeño tan bonito que tienen, Un guión para Artkino. No había leído nada de Fogwill, cuyo nombre viene siempre pegado a los de Piglia, Aira y Juan José Saer, que ya se sabe que el gremio periodístico no es el que más se calienta la cabeza, y esta novela, teniendo su gracia (en un futuro hipotético en el que la URSS ha ganado la guerra fría un escritor acomodaticio con ciertos éxitos literarios en su juventud maneja con desvergonzada soltura la cháchara marxista-leninista para justificar todo tipo de tropelías y traiciones, mientras escribe un guión de encargo de ciencia-ficción para el hollywood soviético) me ha parecido bastante menor, aparte de que resulta algo inútil a día de hoy, y probablemente incomprensible para las nuevas generaciones, a las que las disputas entre ortodoxos, troskos y chinos les deben de parecer más marcianas que las disquisiciones de arrianistas y pelagianos en los inicios del cristianismo.

También me tropecé, traducido al español, el guión (por llamarlo de alguna manera) de JLG/JLG, mediometraje que la Gaumont le produjo a Godard a mediados de los 90, y para mi sorpresa descubrí en la solapa del libro que la misma editorial ha publicado la(s) celebérrima(s) Historia(s) del Cine, que ya es audacia, aunque aquí cuentan con la ventaja que el kilométrico ¿documental? ha sido editado en dvd por la refinadísima Intermedio. JLG/JLG está compuesta por aforismos, citas y boutades, o sea, Godard en estado puro, y como el subtítulo indica (Autorretrato de diciembre) es un film melancólico y casi confesional. Yo la recuerdo como una película estupenda, como ocurre también con Hèlas pour moi!, una maravilla que el director suizo rodó justo antes o después y que ha sido minusvalorada por la crítica, fiándose tal vez del desapego que el propio Godard muestra por el film, fruto tal vez de sus desavenencias con Depardieu, que al parecer se piró del rodaje antes de su finalización. Lo dicho, a Godard no le gusta y a mí sí, y yo siempre me fío de mis gustos.


Un par de días de después me fui a ver El espejo, que ponían en la Filmo con la excusa de ese ciclo/cajón de sastre donde caben todos los directores del mundo, desde Ford hasta Bresson, que recibe el nombre de La melancolía y el cine. A la salida me acerqué a La librería de Lavapiés, local recomendado en este caso por Mercedes, y donde tenía intención de comprarle un libro para que sobrelleve su larga convalecencia. El elegido fue Si esto es un hombre, por la sencilla razón de que creo (como todo el que lo ha leído) que es un libro que todos debemos leer (a ser posible de motu propio: en Italia es -o era, igual las cosas han cambiado con el protorevisionista de Berlusconi- lectura obligatoria en las escuelas, y Primo Levi vivió desalentado el crecimiento de la indiferencia y la incomprensión hacia el libro que veía en las generaciones más jóvenes).

También me compré El bandido, porque es uno de los tres libros que en su equipaje lleva Lorenzo Bellini camino de Kremszell, el manicomio adonde se encamina para escribir su tesis acerca de la locura y la creación. Lorenzo Bellini es el protagonista de Lecciones de ilusión, una enorme novela de Pablo d'Ors, uno de los escritores españoles más curiosos e interesantes, aunque sólo fuera por su condición de sacerdote (si es que no ha colgado los hábitos). Precisamente la novela se abre con un divertidísimo capítulo en el que un ratón de biblioteca encerrado en el Archivo de Robert Walser en Zurich se deja la vista intentando descifrar los microgramas que el inasible escritor escribió con minúscula letra en decenas de trozos de papel, mientras desarrolla una especie de odio paranoico hacia el otro especialista que trabaja en lo mismo en el cuarto de al lado y alimenta una progresiva inquina hacia el propio escritor, al que acaba considerando un farsante y la apoteosis de la banalidad, diagnóstico con el que el propio Walser probablemente coincidiría. En una nota del editor que Siruela coloca al final de El bandido descubro que la figura de los dos especialistas que se tiraron años en el Archivo intentando descifrar el legado de Robert Walser (y especialmente los microgramas) es real, y por supuesto tienen nombre y apellidos (que d'Ors utiliza).

Los otros dos libros que Lorenzo llevará en el zurrón en esta bildungsroman que cuenta la formación de un novelista son el Hiperión y el Inferno, aunque en la novela cabe toda la historia y, sobre todo, la cultura de Europa (y sólo de Europa: hasta donde llega mi cultura creo que ningún autor de fuera del continente es citado, con la relativa excepción de San Agustín, que era ciudadano romano de las provincias africanas). El tema del libro es el enorme legado que la civilización greco-romano-cristiana deposita sobre los hombros de los escritores que afrontan la creación en el ámbito de occidente en nuestros días. El autor demuestra conocer y admirar ese legado, lo que no le impide tratarlo con irónica ligereza. A pesar de que d'Ors pertenece al partido de los que consideran que esa tradición ha dado de sí todo lo podía (de hecho, todos los personajes con los que se tropieza en su periplo el protagonista tienen "empleos" literarios de segundo orden, son correctores de estilo, archiveros, calígrafos, peculiares carteros, todos oficios que reclaman obras precedentes para poder desarrollarse) finalmente su héroe decidirá abandonar su tesis y crear una novela, aunque consciente de que no es el novelista el que escribe el libro si no que "alguien (los fantasmas, mi doble, un imitador...) la habría escrito sin mi permiso ni intervención, que es como se escriben las mejores novelas: en contra de la voluntad del autor."