Me gustaría escribir en el blog todos los días, lo que en realidad quiere decir que me gustaría tener algo que escribir en el blog todos los días. No es difícil, al fin y al cabo aquí cabe de todo y no hay que dar cuentas a nadie de lo que aparece. Pero me descuido y pasa una semana sin una entrada. Así que abro el blog y me pongo a escribir de librerías y lecturas.
El martes pasado estuve viendo The visitor, pero mientras empezaba la sesión me acerqué a Ocho y medio, y sobre todo me acerqué a ese cuarto interior que han llamado El Gatopardo, del que Susana me había hablado a menudo y que los de Ocho y medio han decorado como si fuera el soñado salón de un lector empedernido. Allí me compré un libro de Fogwill que ha editado Periférica en ese formato pequeño tan bonito que tienen, Un guión para Artkino. No había leído nada de Fogwill, cuyo nombre viene siempre pegado a los de Piglia, Aira y Juan José Saer, que ya se sabe que el gremio periodístico no es el que más se calienta la cabeza, y esta novela, teniendo su gracia (en un futuro hipotético en el que la URSS ha ganado la guerra fría un escritor acomodaticio con ciertos éxitos literarios en su juventud maneja con desvergonzada soltura la cháchara marxista-leninista para justificar todo tipo de tropelías y traiciones, mientras escribe un guión de encargo de ciencia-ficción para el hollywood soviético) me ha parecido bastante menor, aparte de que resulta algo inútil a día de hoy, y probablemente incomprensible para las nuevas generaciones, a las que las disputas entre ortodoxos, troskos y chinos les deben de parecer más marcianas que las disquisiciones de arrianistas y pelagianos en los inicios del cristianismo.
También me tropecé, traducido al español, el guión (por llamarlo de alguna manera) de JLG/JLG, mediometraje que la Gaumont le produjo a Godard a mediados de los 90, y para mi sorpresa descubrí en la solapa del libro que la misma editorial ha publicado la(s) celebérrima(s) Historia(s) del Cine, que ya es audacia, aunque aquí cuentan con la ventaja que el kilométrico ¿documental? ha sido editado en dvd por la refinadísima Intermedio. JLG/JLG está compuesta por aforismos, citas y boutades, o sea, Godard en estado puro, y como el subtítulo indica (Autorretrato de diciembre) es un film melancólico y casi confesional. Yo la recuerdo como una película estupenda, como ocurre también con Hèlas pour moi!, una maravilla que el director suizo rodó justo antes o después y que ha sido minusvalorada por la crítica, fiándose tal vez del desapego que el propio Godard muestra por el film, fruto tal vez de sus desavenencias con Depardieu, que al parecer se piró del rodaje antes de su finalización. Lo dicho, a Godard no le gusta y a mí sí, y yo siempre me fío de mis gustos.
Un par de días de después me fui a ver El espejo, que ponían en la Filmo con la excusa de ese ciclo/cajón de sastre donde caben todos los directores del mundo, desde Ford hasta Bresson, que recibe el nombre de La melancolía y el cine. A la salida me acerqué a La librería de Lavapiés, local recomendado en este caso por Mercedes, y donde tenía intención de comprarle un libro para que sobrelleve su larga convalecencia. El elegido fue Si esto es un hombre, por la sencilla razón de que creo (como todo el que lo ha leído) que es un libro que todos debemos leer (a ser posible de motu propio: en Italia es -o era, igual las cosas han cambiado con el protorevisionista de Berlusconi- lectura obligatoria en las escuelas, y Primo Levi vivió desalentado el crecimiento de la indiferencia y la incomprensión hacia el libro que veía en las generaciones más jóvenes).
También me compré El bandido, porque es uno de los tres libros que en su equipaje lleva Lorenzo Bellini camino de Kremszell, el manicomio adonde se encamina para escribir su tesis acerca de la locura y la creación. Lorenzo Bellini es el protagonista de Lecciones de ilusión, una enorme novela de Pablo d'Ors, uno de los escritores españoles más curiosos e interesantes, aunque sólo fuera por su condición de sacerdote (si es que no ha colgado los hábitos). Precisamente la novela se abre con un divertidísimo capítulo en el que un ratón de biblioteca encerrado en el Archivo de Robert Walser en Zurich se deja la vista intentando descifrar los microgramas que el inasible escritor escribió con minúscula letra en decenas de trozos de papel, mientras desarrolla una especie de odio paranoico hacia el otro especialista que trabaja en lo mismo en el cuarto de al lado y alimenta una progresiva inquina hacia el propio escritor, al que acaba considerando un farsante y la apoteosis de la banalidad, diagnóstico con el que el propio Walser probablemente coincidiría. En una nota del editor que Siruela coloca al final de El bandido descubro que la figura de los dos especialistas que se tiraron años en el Archivo intentando descifrar el legado de Robert Walser (y especialmente los microgramas) es real, y por supuesto tienen nombre y apellidos (que d'Ors utiliza).
Los otros dos libros que Lorenzo llevará en el zurrón en esta bildungsroman que cuenta la formación de un novelista son el Hiperión y el Inferno, aunque en la novela cabe toda la historia y, sobre todo, la cultura de Europa (y sólo de Europa: hasta donde llega mi cultura creo que ningún autor de fuera del continente es citado, con la relativa excepción de San Agustín, que era ciudadano romano de las provincias africanas). El tema del libro es el enorme legado que la civilización greco-romano-cristiana deposita sobre los hombros de los escritores que afrontan la creación en el ámbito de occidente en nuestros días. El autor demuestra conocer y admirar ese legado, lo que no le impide tratarlo con irónica ligereza. A pesar de que d'Ors pertenece al partido de los que consideran que esa tradición ha dado de sí todo lo podía (de hecho, todos los personajes con los que se tropieza en su periplo el protagonista tienen "empleos" literarios de segundo orden, son correctores de estilo, archiveros, calígrafos, peculiares carteros, todos oficios que reclaman obras precedentes para poder desarrollarse) finalmente su héroe decidirá abandonar su tesis y crear una novela, aunque consciente de que no es el novelista el que escribe el libro si no que "alguien (los fantasmas, mi doble, un imitador...) la habría escrito sin mi permiso ni intervención, que es como se escriben las mejores novelas: en contra de la voluntad del autor."
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