miércoles, 30 de marzo de 2011

Cine y vida


El otro día recuperé las Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle (¿hay en la actualidad alguna chica francesa que se llame así?), película de mediados de los ochenta de Rohmer de la que no recordaba casi nada, salvo que una de las protagonistas era parisina, con esa manera de ser parisina que tienen las jóvenes rohmerianas, y la otra "de campo", por lo que siempre va vestida de una manera muy rara.

Las chicas se conocen, se van a vivir juntas en seguida, primero en la campiña y luego a la ciudad, y les ocurren unas aventuras que son el grado mínimo de la aventura (se tropiezan con un camarero que encierra en sí toda la legendaria malafollá de los camareros parisinos; aparece una cleptómana pija que arrasa con el champán y el foie en el supermercado), pero que dan pie a largas disquisiciones éticas cuyos conceptos se remontran a Aristóteles, probablemente el autor más moderno que leía Rohmer, que aquí inventa un nuevo género en la historia de la filosofía cinematográfica, el minimalismo peripatético (Anne-Marie Mieville filmó un diálogo platónico interpretado por amas de casa, pero no le salió igual).

Pero la aventura que más me gusta es la primera, L'heure bleu, que según el film hace referencia al minuto de absoluto silencio que se produce en la naturaleza en el momento en que la noche deja paso a la aurora, y los animales nocturnos se duermen y los diurnos no acaban de desesperezarse. La chica rural quiere donar a su amiga recién conocida ese momento de epifánica belleza, pero un primer intento resulta fallido por la irrupción de un tractor madrugador para su desesperación (y desconcierto de la amiga). La noche siguiente es la joven de ciudad la que se empeña en madrugar para conocer ese instante, mientras que la otra remolonea en la cama tras una noche de bailoteo. Al final el (pequeño) milagro se produce (aunque como espectador tengo la impresión de que el sonido es de estudio, a pesar de lo fanático que era Rohmer del sonido directo), y traza el grado cero de la estructura del don, para el que no es suficiente que alguien quiera darlo, también hay un trabajo de recepción.

Aunque había olvidado esta anécdota, desde que vi la película en las fechas lejanas de su estreno adquirí la costumbre (siempre que puedo) cuando estoy en el campo de asistir al despertar del amanecer, si bien nunca he vivido nada parecido a ese silencio "absoluto", que se ve que en España los animales han cogido la costumbre de acabar sus noches a las doce de la mañana.

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