Jueves 5 de junio. Tenía previsto acercarme a la Filmoteca a ver una película de Tsai Ming Liang, pero mi hermano Salva me llamó porque merced a su trabajo en el Ministerio de Cultura se había agenciado esa tarde el palco que tienen perennemente en el María Guerrero, Así que me fui a ver La paz perpetua. Antes de entrar nos comentó que se había quedado de piedra oyendo a gabilondo la noche anterior diciendo en las noticias "Estados Unidos, ese país al que a menudo odiamos...", así, en plural mayestático, y luego pasamos a la anécdota jocosa de la semana, Pepiño Blanco contando en su blog que había ocultado su preferencia por Obama hasta ese momento para no interferir en el proceso democrático, pero que ya podía dar rienda suelta a la que sin duda era la gran incógnita sobre la que se hacían cruces en todos los mentideros políticos y periodísticos de EEUU: ¿Cuales son las preferencias de Pepiño de cara a las primarias demócratas? Cómo a mí no me importa contar en este blog, que dudo llegue a cinco lectores, que estoy convencido de que va a ganar McCain, y que creo que Obama era el peor de los tres condidatos, pues lo cuento, aunque interfiera en el proceso democrático de las elecciones.
La obra no me gustó demasiado, aunque se sigue con interés. Cómo se encargan de decir en la obra, La paz perpetua es una obra de Kant en la que desgrana su filosofía de la historia. Me hizo gracia descubrir que había leído la obra, de la que no recuerdo nada, salvo que era vagamente delirante en su optimismo acerca de la extensión imparable de la democracia, con una teleología histórica que he vuelto a encontrar en Tocqueville, ahora que me estoy leyendo La democracia en América (aunque Tocqueville es bastante conservador en sus apreciaciones). Se ve que no hay nada como encontrar el verdadero motor de la historia, o que era un tema de moda en el XVIII-XIX. Pues con estas credenciales (también se cita con profusión a Pascal) es obvio que el núcleo del conficto dramático es la ética. Estructurada como una alegoría en la que tres perros aguardan juntos la realización de unas pruebas que determinarán cuál será el elegido para un puesto importante y misterioso, el suspense desemboca en una escena final en que se pone de manifiesto (explícitamente) que el problema filosófico (versión ética, como decía antes) de nuestro tiempo es la tortura, un poco como Camus se refería al suicidio. Se suceden las réplicas y contrarréplicas a favor y en contra de su uso, con las consabidas paradojas más o menos sofísticas que han inundado los periódicos y las revistas los últimos años. El clímax gira en torno, no tanto de su existencia, como de su visibilidad y aceptación generalizada por la sociedad: lo que se le pide al héroe moral de la pieza es que legitime el ejercicio de la violencia por parte del estado sobre los sospechosos de terrorismo (hasta ese momento, la institución encargada de torturar es una de esas agencias ultrasecretas y obscenas que supongo existen no sólo en las pelis de espías y los cómics). Es ahí donde La paz perpetua resulta una propuesta insuficiente: uno tiene la sensación de que esos argumentos han sido ya escuchados muchas veces, y tampoco la resolución dramática aporta un nivel diferente para que el espectador afronte el dilema.
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