sábado, 28 de junio de 2008

Pickwick



"Hay pocos momentos en la existencia de un hombre en que este experimente tan lamentable angustia y encuentre tan escasa conmiseración caritativa como cuando va en persecución de su propio sombrero. Para alcanzar un sombrero se requiere mucha frialdad y un grado especial de discernimiento. Uno no se debe precipitar, pues lo pisará; no debe caer tampoco en el extremo opuesto, pues lo perderá por completo. El mejor modo es mantenerse gentilmente a la altura del objeto de la persecución, ser prudente y cauteloso, acechar bien la oportunidad, pasar poco a poco delante de él, y entonces dar un ataque rápido, agarrarlo por el ala y encajarlo firmemente en la cabeza; todo este tiempo sonriendo agradablemente, como si uno considerara que es una broma tan buena como cualquier otra."

No recuerdo si era Kafka o Pessoa quién lamentaba no poder repetir la experiencia de leer Los papeles del club Pickwick por primera vez, cosa que no es de extrañar si atendemos a lo que para el lector promete José María Valverde, traductor de la edición que tengo entre manos: "un largo rato lleno de una serena, tierna y desbordada felicidad". El impulso definitivo para enfrentarme a las casi mil páginas de la primera novela que publicó Dickens (de cuyas entregas semanales se cuenta que eran tan ansiosamente esperadas en Estados Unidos que la gente en Nueva York acudía a los muelles a esperar la llegada del barco que las traía de Inglaterra) vino de Chesterton, que en la recopilación de artículos que El Acantilado publicó bajo el título de Correr tras el propio sombrero dedica varios a glosar (magníficamente) las virtudes del narrador inglés en general, y del Pickwick en particular, al que también identifica prácticamente con una de las formas de felicidad en este mundo. Y como sólo llevo cien entretenidísimas páginas, dejo de escribir y me voy al sillón a continuar leyendo.

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