Erase una vez una vez un duende malvado, uno de los peores: el diablo. Cierto día se encontraba el diablo muy contento, pues había fabricado un espejo dotado de una extraña propiedad: todo lo bello y lo bueno que en él se reflejaba, menguaba y menguaba ... hasta casi desaparecer; todo lo que no valía nada y era malo y feo, resaltaba con fuerza, volviéndose peor aún de lo que antes era. Los paisajes más encantadores aparecían en él como platos de espinacas hervidas y las personas más buenas se hacían repulsivas o se reflejaban con la cabeza abajo, como si no tuvieran vientre y con sus caras tan desfiguradas que era prácticamente imposible reconocerlas; si se tenía una peca, se podía estar seguro de que la nariz y la boca quedarían cubiertas por ella. El diablo consideraba todo esto tremendamente divertido. Si alguien se hallaba inmerso en un pensamiento bueno y piadoso, aparecía en el espejo con una mueca diabólica, que provocaba las carcajadas del duende-diablo por su astuta invención. Todos los que acudían a la escuela de duendes - pues había una escuela de duendes - contaban por todas partes que se había producido un milagro; por fin se podría ver, decían, el verdadero rostro del mundo y de sus gentes.
Fueron a todas partes con su espejo y, finalmente, no quedó ni un hombre ni un país que no hubiera sido deformado. Se propusieron entonces volar hasta el mismo cielo para burlarse de los ángeles y de Nuestro Señor. Cuanto más alto subían, más muecas hacía el espejo y más se retorcía, hasta el punto que casi no podían sujetarlo; volaron cada vez más alto y cuando ya se encontraban cerca de Dios y de los ángeles, el espejo pataleó tan furiosamente con sus muecas que se les escapó de las manos y vino a estrellarse contra la tierra, rompiéndose en centenares de millones, o mejor, en miles de millones de añicos, y quizá más, de esta manera, hizo mucho más daño que antes, ya que la mayor parte de sus trozos apenas eran más grandes que un grano de arena y se esparcieron por el aire llegando a todo el mundo; cuando uno de esos diminutos fragmentos se metía en el ojo de alguien, allí se quedaba, y a partir de ese momento todo lo veían deformado, apreciando sólo el lado malo de las cosas, pues cada mota de polvo de espejo conservaba la propiedad que había tenido el espejo cuando estaba entero. Lo más terrible fue que, a más de uno, alguna de estas minúsculas partículas se le alojó en el corazón, con lo que éste quedaba convertido de inmediato en un trozo de hielo.
Se encontraron también algunos trozos lo bastante grandes para ser utilizados como cristales de ventana, pero ¡que nadie se le ocurriese mirar a través de ellos, amigos! Otros fragmentos fueron utilizados para gafas, y cuando alguien se las ponía con la intención de ver mejor, lo que contemplaba era sencillamente espantoso. El maligno reía hasta estallar de risa, cosa que a él le producía una sensación sumamente agradable.
Todavía ahora, andan flotando por el aire pequeños átomos de espejo.
(La reina de las nieves, H. C. Andersen)
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