martes, 25 de agosto de 2009

Rebecca, o la mujer como imposible sujeto

Antes de entrar en materia voy a aclarar, por si algún lector despistado se tropieza con esta entrada, que tan pedante título es una provocación a Mercedes, que ha prometido criticar todo lo que escriba aquí, antes de saber lo que va a aparecer.
El otro día volví a ver Rebeca (en la infame edición en dvd de Filmax) y, aparte de que no recordaba lo que el principio y el final se parecían a los de Ciudadano Kane (la cámara que atraviesa una verja para acceder a un espacio prohibido, el fuego que se abate sobre unas letras que en su opacidad encierran el secreto de la subjetividad), me sorprendió lo "lacaniano" que ya era Hitchcock en los 40.
Como todos recordamos, Joan Fontaine se interroga constantemente por las razones por las que el enigmático de Winter la ha elegido como esposa, con lo que tenemos la clásica pregunta del protosujeto: ¿qué soy yo para el Otro? La verdad es que de Winter se lo dice 18 veces: quiere que siga siendo una adolescente torpe, insegura e inocente: o sea, quiere una mujer completamente alejada del espacio (de la demanda del) goce. Es curioso lo claro que está en el film y lo ciegos que somos a ello, lo que evidentemente se debe a que entramos en el mundo de Rebecca de la mano de la joven de Winter, que traza el sinuoso camino de la formación del sujeto (femenino) en Hitchcock: intentar la imposible tarea de encarnar plenamente un espacio fantasmático, en este caso el de la antigua Sra. de Winter (el ejemplo supremo es, por supuesto, el de Vértigo, en el que Judy tiene que llenar el personaje de Madeleine, que ya es ella misma; en este caso la brecha se produce en el interior, el mismo cuerpo tiene que encarnar dos personajes, mientras que en Rebecca son dos figuras quienes ocupan el mismo espacio sociosimbólico, ser la señora de Winter y de Manderley).
El caso del personaje de Joan Fontaine es el de la decodificación aberrante: todo el rato cree que su tarea es estar a la altura de su antecesora, ya que diversos destinadores la han confundido. En cualquier caso, no es del todo cierto (como decía Mercedes en su entrada sobre la peli) que la joven sea recibida en un entorno hostil cuando va a Manderley: todos los habitantes masculinos la acogen cordialmente, desde el mayordomo hasta el mejor amigo de Maxim (que es una fotocopia suya), pasando por su cuñado. No sólo la acogen cordialmente si no que se les aprecia cierto alivio en su trato con ella. Pero da igual, porque todos los hombres en el film son de una inanidad pasmosa. Para la Fontaine, igual que para el espectador, lo único que cuenta es el fascinante personaje de Mrs Denvers, una especie de excrecencia siniestra que Rebecca dejó a su paso por Manderley, y ante la que la nueva Mrs Winter se siente inerme.
En la escena cumbre de la película, Joan Fontaine se disfraza, sin ella saberlo, de Rebecca. En una estructura narrativa típica del director, asistimos al impacto de esta aparición en de Winter mediante el truco manierista de observar en la propia Fontaine como su marido recibe este shock. Para ella es la muestra de su fracaso en su intento de estar a la altura de su antecesora, pero luego descubrimos que es justo lo contrario: en ese momento las dos señoras de Winter "son la misma"; lo que provoca el horror en el personaje de Laurence Olivier es asistir a la emergencia de Joan Fontaine como sujeto deseante. Lo que provoca su rechazo es, por supuesto, "el retorno de lo reprimido": es en ese momento cuando el cadáver de Rebecca emerge de las aguas para anunciar a su sucesora, básicamente, que se ha casado con un imbécil. A partir de ese momento hay un cambio sustancial en los personajes: de Winter se derrumba, empieza a balbucear delirios sobre maldiciones, mientras que su mujer empieza a caminar con seguridad y a llevar las riendas del cotarro. Incluso el cínico Favell (el gran George Sanders), el único que aparentemente tiene cierta capacitación erótica (aunque a la postre sea condenado a una posición ridícula, como todos los amantes de Rebecca), sanciona positivamente el cambio experimentado por Fontaine (que, es hora de anotarlo, hace una interpretación prodigiosa). Incluso el contubernio tramposillamente conservador del final, el lío del juicio, la confesión de Maxim de que no mató a Rebecca y todo eso, una excusa para justificar el final más o menos feliz, dice la verdad sobre el personaje: de tan incompetente como es, Maxim no da ni para infligir ese grado cero del goce que es la agresión asesina, y Rebecca se tiene que matar ella solita.
Por supuesto, la figura que traza de Winter de Rebecca, esa mujer que se entrega a todos y a la vez es inaccesible al goce (fálico), pertenece al reino del fantasma masculino; sin embargo, nombra algo "verdadero", ese lado "inhumano" del goce (que es básicamente femenino), lo que muchas veces se ha articulado como la difícil, o imposible, inscripción completa de la mujer en el orden simbólico, articulación que suele ser condenada como resabios patriarcales y falocráticos, pero a la que tal vez habría que hacer caso. De cualquier manera, esa posición no es subjetivable: es inimaginable una versión de la peli desde el punto de vista de Rebecca. En la extraordinaria novela de Ford Madox Ford El final del desfile, que Lumen acaba de publicar con una estupenda traducción, existe un personaje muy similar al de Rebecca, Silvia Tiertens, esposa del héroe protagonista y una arpía de mucho cuidado, también alguien definido por la promiscuidad sexual acompañada por un desprecio absoluto por los hombres con los que se acuesta, todo ello acompañado de una apariencia absolutamente fascinante. Pues bien, la novela se deshace cuando asistimos a los monólogos interiores del personaje, todo deviene inconsistente y no hay forma de unir ese interior deslavazadamente histérico con el lado "mítico" (aunque infernal) del personaje.


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