viernes, 9 de noviembre de 2012

El moderno sublime



En Occidente se conoce Chikamatsu monogatari como Los amantes crucificados, elección que no sé a quien se le ocurrió: es como si a Romeo y Julieta la traducen en chino como Los chavales que se acaban suicidando. El Chikamatsu del título supongo que es el célebre autor teatral japonés del siglo XVII, del que en español contamos con un libro publicado por Satori con varias de sus obras. La película de Mizoguchi transcurre en el siglo XVII casi toda en el interior de la casa del impresor Ishun, que sustenta la exclusiva de suministro de almanaques a la casa imperial, cargo que (se sugiere) ha obtenido mediante un inteligente uso de la usura entre nobleza y aristocracia, estamentos siempre dispuestos a gastarse ingentes cantidades de pasta que luego recaudan entre el pueblo (hay un detalle pasmosamente actual que no recordaba, y es un comentario que se hace muy al comienzo en el que un personaje dice que en tiempos de crisis el poder exige sumisión y moralidad a la gente). 

Yoshikata Yoda, guionista de esta y otras películas de Mizoguchi (y por las que conozco uno de los mayores genios que ha dado el cine, que siempre todo son flores para el director) plantea el nudo melodramático del film con una elegancia y una eficacia que debería ser de estudio obligado en cualquier escuela de guiones. En dos patadas nos enteramos de que Ishun está muy bien colocado, que se compró una esposa de rancio abolengo a cambio de saldar las deudas de la familia, familia que sigue metida en berenjenales económicos por la mala cabeza del hijo varón de un patriarca desaparecido, pero cuyo nombre corre constantemente el peligro de hundirse en el descrédito, que nada del orden del deseo circula en ese matrimonio, que Ishun es un incompetente y su negocio descansa sobre la eficacia de un subordinado de confianza, Mohei, y que éste está enamorado desde siempre de la mujer de su jefe, aunque las diferencias de clase lo único que le han permitido es negociar el matrimonio de Osan (ella) con el rico Ishun para así poder tenerla cerca. Para terminar de completar el cuadro, una sirvienta, Otama, está enamorada de Mohei, pero es requerida como amante por Ishun, que manifiesta en cuanto puede su carácter obsceno.

Lo más desconcertante (o significativo para comprender la obra de Mizoguchi) de los primeros compases del film es la manera en que se nos presenta a Mohei, después de que diversas referencias a su competencia y probidad se hagan por diversos personajes y de que vayamos descubriendo que en este relato hay bastantes agujeros en el campo de lo masculino. Y es que donde uno esperaría que se nos mostrara una encarnación del falo simbólico (como Gary Cooper en The fountainhead, para explicarlo deprisa) nos topamos con una figura yacente, postrada en cama por la fiebre, y con rasgos bastante femeninos, una presentación que no deja de sorprenderme cuantas veces veo la película.

Esta ausencia de una figura masculina a la altura de la mujer es lo que, a mi juicio, marca el carácter moderno del cineasta, ausencia que se declina de muchas maneras en sus obras. Pero el rasgo diferenciador con la vertiente siniestra que esa misma temática suele tener en Occidente es que en Mizoguchi abre una perspectiva sublime a pesar (o a causa) de su índole aniquiladora. Aquí la muerte que aguarda a los amantes parece la consumación de un encuentro que sobre la tierra se diría imposible, aunque el ejemplo más claro tal vez sea el de La emperatriz Yang Kwei Fei, una historia de fascincaión fantasmática que se parece mucho a la de Vértigo pero que introduce en su final un horizonte de trascendencia, de amor más allá de la muerte, completamente ausente en la película de Hitchcock.

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