martes, 5 de enero de 2016

Ley y hogar

   Por aquellos días (hace unos meses) me vi El puente de los espías y la primera temporada de Fargo, y me entraron ganas de volver a ver la peli, y la vi: mal hecho. Todo eso de que hoy en día el cine más brillante se hace en la televisión es una chorrada: Fargo, the film, es mucho mejor que la serie, con todos esos realizadorcillos empeñados cada uno en meter sus planitos brillantes, y con esa historia alargadísima para sacar a Billy Bob Thorton matando gente de manera inverosímil.

   Pero no íbamos a hablar de eso aquí, porque este es un blog serio y sesudo que sólo habla de temas importantes (así que si queréis saber si soy de aquellos a los que les ha gustado más la primera hora de la peli de Spielberg o prefieren la segunda -parece ser que no hay nadie a quien le haya gustado el puente entero- lo digo ya: la primera, obviamente). Empecemos por la manera en que el hogar americano aparece en el film de Spielberg, como un remanso de paz y el territorio del descanso del guerrero, con esa mujer que recibe a su marido tan arreglada que hasta se pone un collar de perlas. Todo lo contrario que en Fargo (peli y serie), donde el hogar es el horror, foco infecto de infelicidad. Se ve que Spielberg no ha dejado meter mano a los Coen en esa parte del guión, que ha copiado de Capra.

   La parte que me gusta, como decía, es la primera, en la que Tom Hanks hace de joven Lincoln (el fordiano) trasvasado a los 50 del pasado siglo. Si bien hay quien acusa a El puente de los espías de propaganda (tal vez por recordar que los saltos del Muro se hacían siempre en la misma dirección) en el film norteamericanos y soviéticos están en posición especular: ambos sacrifican las leyes a la razón de estado, y si Spielberg vuelca la razón del lado de los suyos, es por razones hannaarendtianas: la Ley todavía opera, o puede operar, o podría operar, o al menos no te fusilan inmediatamente (aunque te puedan linchar) si aspiras a que se cumpla en EEUU, mientras que en la URSS, como en el Tercer Reich, no había ley alguna que frenara la pulsión aniquiladora del poder. 

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