jueves, 28 de febrero de 2013

El apocalipsis nuestro de cada día



Las películas sobre el fin del mundo pueden ser caras o baratas, según haya que construir aparatosos decorados o te apañes con lo que encuentras por ahí. Stake land es de las baratas, porque está claro que la sucesión de fábricas ruinosas y casas progresivamente deterioradas que los protagonistas se encuentran en su particular éxodo del siglo XXI más tiene que ver con el paisaje que nos ha dejado la última crisis del capitalismo que con invasiones de vampiros zombies.

Entendida como una relectura de The searchers, Stake land cierra el círculo de la historia norteamericana: si Ford exploraba la fundación de una nación (o las suturas de la Guerra Civil) a través del exterminio de una víctima propiciatoria (ya fuera Cicatriz o Liberty Vallance), aquí un relato iniciático similar  (una figura paterna que emerge cuando el protagonista adolescente asiste a la destrucción de su familia) sirve para mostrar la desintegración de los últimos vínculos sociales que articulan el grado cero de una comunidad.

Bastante vistosilla visualmente, a Jim Mickle hay que agradecerle la sobriedad que se gasta en la narración, que nos ahorra clímax interminables o pretenciosos rollos nolanianos, lo que no quita para que la película esté lejos de carecer de ambiciones. La verdad es que el único pero un poco importante que se le puede poner es que se nota demasiado (como pasa con muchas series B solventes de último cuño) ese lado de tarjeta de presentación ante la industria que despide la peli, un detalle sin importancia ante la brillantez de la propuesta.                                           

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